En un ejercicio de honestidad intelectual, o quizás en uno de sus tantos guiños irónicos mediante los cuales pretendía aparentar modestia, Howard Phillips Lovecraft (Providence, 1980 – 1937) se refería a sus escritos como “mis torpes tanteos tras el arte”. En una de sus etapas más agudas de miseria, es decir, después de separarse de Sonia Haft Greene, tras dos años de matrimonio, el escritor estadunidense incorporó a su narrativa nuevos elementos simbólicos, tanto en el nivel del horror como en el de la angustia, motivos temáticos que serán predominantes en la literatura lovecraftiana. Dichos motivos se plasman, por ejemplo, a través de paisajes urbanos o portuarios en donde los personajes se enfrentan cara a cara con sus propios miedos.
La incorporación de estos elementos dio paso al horror materialista, etiquetado en la cultura popular como cosmicismo o weird fiction, una filosofía literaria que se aleja de la terminología clásica de lo sobrenatural pero relatado con la frialdad y eficacia de un texto clásico. Es bajo esta cosmovisión que Lovecraft crea sus historias de destrucción, desplegando su imaginación a fuerza del uso de la acumulación como figura retórica predominante, involucrando un estilo narrativo nervioso, compartiendo su experiencia desoladora del mundo y su compleja incorporación con el otro.
Sin embargo, un elemento que generalmente pasa desapercibido en el horizonte literario lovecraftiano es la ironía, siendo éste el segundo nivel de lectura, de carácter más sutil y profundo que el cosmicismo. Los Mitos de Cthulhu, el ciclo literario de horror cósmico comprendido entre 1921 y 1935 que, si bien renueva la narrativa gótica anglosajona, fue más allá del escritor y de los creadores del llamado Círculo de Lovecraft, de quien el autor fue el principal aglutinador por afinidad más que por influencia. Al círculo pertenecieron Robert Bloch, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, entre otros. De estos mitos destaca principalmente el Necronomicón, volumen maldito cuya sola lectura provoca la locura y el suicidio. De este libro ficticio, del cual nunca llegaremos a saber su verdadero contenido, se rumorea que alberga saberes arcanos y hechizos de brujería que nos ponen en contacto con seres alienígenas malignos con poderes sobrenaturales.
No obstante, en un juego irónico, Lovecraft se divirtió mucho escribiendo la historia del Necronomicón y sus respetivas traducciones meticulosas, mismas que llamaron la atención hasta del propio Borges y de no pocos lectores inocentes que creyeron en la existencia del libro, lo que no pocas veces los ha hecho caer en las manos de estafadores. El Necronomicón comienza con una broma desde el mismo nombre del autor, el poeta loco Abdul Al Hazred, cuya connotación fonética en inglés remite a All Has Red: el que todo ha leído, un apodo infantil del propio Lovecraft. Sin embargo, Los Mitos de Cthulhu siguen siendo ampliados, reciclados, homenajeados y copiados. Muchas de las apropiaciones de la mitología lovecraftiana son inocentemente triviales. No extraña que el Necronomicón siga siendo uno de los libros más buscados, aunque jamás leído.
Viene a cuento hablar de H. P. Lovecraft por La danza vérmica. Relatos queretanos de horror sobrenatural (Par Tres, 2021) de Abiel Jiménez Delgado, conformado por cinco cuentos lovecraftianos ubicados en diferentes épocas de la historia de Querétaro. Jiménez decide arriesgarse eligiendo el primer nivel de lectura de Lovecraft: el horror cósmico. El autor recurre al elemento lovecraftiano más evidente, la acumulación como figura retórica, esgrimiendo de manera reiterativa el uso de epítetos. Los recursos narrativos de Jiménez adoptan de manera tácita el estilo lovecraftiano, con adjetivación saturada, pero sin la carga irónica: “Me reservo el hacer pública la inverosímil experiencia a la que se sometió Andrés y la cual desembocaría en su aciago destino.” Y abundantes epítetos innecesariamente redundantes, pero de la misma especie: oscuro método, prolongada ausencia, perdida reliquia, místico teólogo, estricta prohibición, meticuloso hermetismo, extremo secretismo, absoluto sigilo, ignoto mundo, siniestra presencia, inenarrable agonía… infernal círculo dantesco.
Bajo esta estrategia narrativa la trama queda supeditada a la acumulación para incitar el efectismo sensorial por encima de la elocución, mientras que el tema de cada relato se difumina a merced de la amplificación, es decir, de la presentación reiterada de los conceptos lovecraftianos bajo diferentes aspectos y situaciones, pero con similares puntos de vista de los personajes, privilegiando la repetición, la acumulación y la digresión. En pocas palabras, en cada relato se parte de una idea o hecho inicial para amplificarla simbólicamente conforme avanza el cuento.
Aunque como unidades sintáctico-temáticas podrían recurrir a la tradición lovecraftiana merced a ofrecer algo inusual y sorprendente, los motivos de cada relato se supeditan al repertorio de clichés del universo de Lovecraft. No obstante, este mecanismo tiene la vocación de encontrar lectores que gocen de permanecer en el nivel del horror materialista, sin el deseo o la tentación de ir más allá, de rozar la ironía lovecraftiana, es decir, el conflicto con el otro, el pesimismo ante la propia existencia, la paradoja del Prometeo, el precipicio de los atavismos en el advenimiento de la modernidad, la fábula del progreso, el desdoblamiento del tiempo como explicación metafórica para explicar la existencia (de ahí que nos refiramos al cosmicismo como filosofía).
El riesgo más evidente que decide tomar Abiel Jiménez Delgado es auparse a una entidad con una carga simbólica tan abrumadora como lo es la figura mundial de Lovecraft. Defenestrado en las últimas ediciones del World Fantasy Award, premio creado en 1975 en donde se entregaba a cuentistas y novelistas una efigie con la forma de H. P. Lovecraft, por considerarlo chauvinista y racista desde la palestra del neopuritanismo de la corrección política, insertar a Lovecraft en una narrativa propia es encender una vela con un rayo de sol: una oportunidad para que el lector prefiera leer a Lovecraft. Asimismo, optar por el mecanismo lovecraftiano condiciona a que el texto refiera y conviva con dicho mecanismo, tanto para que funcione como para que se legitime. Una consecuencia de esto se refleja en el surgimiento del conflicto cronotópico. Ubicar los cuentos lovecraftianos en diferentes épocas de la historia de Querétaro va más allá de la tropicalización de los mecanismos del cosmicismo. Por esta razón, resulta curioso y hasta un tanto inverosímil el tono de los personajes, el cual difícilmente corresponde con el tiempo y lugar de la narración.
Alargar la escena; demorar los detalles, los movimientos, los sonidos, los impactos; convertir en armas objetos cotidianos; explorar el dolor que éstas pueden causar; y colocar al protagonista frente a frente con sus propios miedos; son algunos de los recursos de la narrativa del terror que podrían haberse incorporado para narrar los relatos, en lugar de otorgar énfasis en las enumeraciones y referencias. Lo más apremiante es que la voz literaria de Abiel Jiménez Delgado se escuche autónoma desde su propio y auténtico universo simbólico, allende la influencia y afinidad estética con Lovecraft. La literatura queretana está ávida de propuestas frescas, irreverentes, de nuevos referentes que den cuenta del momento que viven las letras locales, integrando la continuidad de la tradición sin perder por ello la identidad de una propuesta propia. Abiel Jiménez Delgado puede aportar mucho para que esto se logre.