/ miércoles 9 de octubre de 2024

La extensión del texto: prolegómenos para un final anticipado

Literatura y filosofía


¿Cómo se mide la extensión de un texto? La pregunta tiene una trampa, una premisa que induce a contestar de una manera particular e inamovible: se parte de la idea (afirmación) de que el texto tiene límites. La cuestión es que no se aclara qué tipo de límites son y, además, si éstos son o no inamovibles. Estas aclaraciones modifican (modificarían) no sólo la pregunta y su posible respuesta, sino también —y no en menor sentido— la idea <objetiva> que se tiene de lo que es un texto.

Aclaro que me refiero —en este caso— al texto escrito (aunque no descarto la posibilidad de utilizar —al menos referir— el texto hablado). El texto escrito es el conjunto de ideas que han sido plasmadas en un papel (u otro material en el que se pueda dejar la impronta de las grafías) para, posteriormente, ser leídas (las ides). Sin embargo, este proceso (cuasi intríngulis) no es tan sencillo, ni tan claro. Pensemos al respecto, por ejemplo, en los límites físicos que ofrece el papel o material utilizado; esto es —puede observarse— ya es un tipo de límite, pero no el único.

Otro tipo de límite es el que ofrece el mismo lector: el texto no se detiene en el papel. Éste (el papel) es —en todo caso— el vehículo que le permite transportarse hasta la mente de quien lo lee. El problema es que el límite ya no es físico: ahora el lector puede llevar la idea —la palabra— hasta espacios insospechados: ideas, imágenes, nuevos escritos, incluso silencios surgidos de la palabra, entre otros. En todo caso, lo que es claro es que el límite ha mutado (metamorfosis infinita) de la materia a la voz que, silente o no, además, no deja de horadar el tiempo. Un horadar en forma de voz escrita, o de silencio escriturario.

A primera vista, podría decirse que estos dos tipos de límite son los únicos: uno material y otro mental; sin embargo, ni uno ni otro subyacen a su propia definición. La materia no es sino la parte que contiene, pero no detiene, ya que puede servir de puente para una segunda —digamos— materialidad, pues qué otra cosa no es sino materia el cerebro en donde se escribe la palabra. La diferencia entre el papel y el cerebro —de hecho— es que, aunque los dos pueden servir de palimpsestos, el papel tiene una durabilidad mucho más corta: en el cerebro se puede reescribir de manera indefinida. Su límite es, en este sentido, es la propia reescritura. De ahí que no se pueda medir ni la extensión ni la temporalidad, pues siempre están abiertas a nuevas reinterpretaciones. Y reinterpretar es, al final de todo, una forma de ser-siendo desde lo que se «es» al dejar de ser.

Además, la escritura no suele ‘caminar’ sin la lectura. La lectura es —de hecho— una forma de escribir en el tiempo sin tiempo, en el vacío, en la oquedad, en el espacio-tiempo que horada el ser. Por eso no es posible medir la extensión del texto con una sola forma de medida. Tan pronto como se acota la palabra, la grafía ya ha iniciado un nuevo camino-texto. Trascender es escribir y leer. O si se prefiere, leer y escribir es una forma de ser desde mil formas de aprehensión de la grafía, como proceso ontológico a la vez que epistemológico.

El segundo caso (la mente) es un colofón intermitente —quizás a manera de un prolegómeno que advierte una nueva realidad escriturística—. El ser no está exento de no ser, por eso es ser: porque es en tanto es; es decir, en tanto puede afirmarse como lo que es; sin embargo, el hecho de leer multiplica las posibilidades ontológicas en el espacio en donde se ha escrito la palabra. El texto, en este sentido, viene a ser el espacio en donde el ser se vuelve lectura de sí mismo.

En suma: la realidad espacial no se subsume en el texto. Su propia materialidad hecha de voz en fuga-evaporación no se lo permite. Intentar —de hecho— acotar el texto al propio texto es inútil: un texto no se agota en sí mismo. Sus grafías son aguas que conducen a mares en los que el agua que era ahora se ha vuelto un <todo> que se confunde en cada una de sus partes, aún en la gota más pequeña.

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Por eso leer no es una contingencia más. No modifica al sujeto que lee en un sentido material, pero sí desde uno etéreo. Es una cuestión —digamos— un tanto metafísica. Hay que observar, en este sentido, que el ser-papel-escrito no tiene límites que lo acorralen en su proceso continuo de metamorfosis (el texto que se multiplica ‘n’ número de veces) y, tampoco, en su sentido de multiplicador del lector (ya sea como sujeto de sí o como vehículo de la propia palara). Al final, el final del texto siempre es un tipo de principio.

Por eso, la extensión del texto se convierte constantemente en una serie de prolegómenos para un final anticipado. Es decir, se sabe que hay un final, un ‘hasta aquí llegó el texto’, pero sólo para un lector en particular, nunca para todos los lectores (en acto o potencia). Así, el final del texto es sui generis a la propia naturaleza de sus grafías. Pero, en lectura, todo final que se prevé es una forma de anticipación de la propia extensión del texto. Es por eso que el texto no termina: su fin es —en todo caso— una forma de mutación que le permite seguir siendo como espacio y como tiempo. Igual que el ser-lector: ¿qué más podría ser sino espacio —de carne y hueso— que se sucede una y otra vez en el tiempo del texto?


¿Cómo se mide la extensión de un texto? La pregunta tiene una trampa, una premisa que induce a contestar de una manera particular e inamovible: se parte de la idea (afirmación) de que el texto tiene límites. La cuestión es que no se aclara qué tipo de límites son y, además, si éstos son o no inamovibles. Estas aclaraciones modifican (modificarían) no sólo la pregunta y su posible respuesta, sino también —y no en menor sentido— la idea <objetiva> que se tiene de lo que es un texto.

Aclaro que me refiero —en este caso— al texto escrito (aunque no descarto la posibilidad de utilizar —al menos referir— el texto hablado). El texto escrito es el conjunto de ideas que han sido plasmadas en un papel (u otro material en el que se pueda dejar la impronta de las grafías) para, posteriormente, ser leídas (las ides). Sin embargo, este proceso (cuasi intríngulis) no es tan sencillo, ni tan claro. Pensemos al respecto, por ejemplo, en los límites físicos que ofrece el papel o material utilizado; esto es —puede observarse— ya es un tipo de límite, pero no el único.

Otro tipo de límite es el que ofrece el mismo lector: el texto no se detiene en el papel. Éste (el papel) es —en todo caso— el vehículo que le permite transportarse hasta la mente de quien lo lee. El problema es que el límite ya no es físico: ahora el lector puede llevar la idea —la palabra— hasta espacios insospechados: ideas, imágenes, nuevos escritos, incluso silencios surgidos de la palabra, entre otros. En todo caso, lo que es claro es que el límite ha mutado (metamorfosis infinita) de la materia a la voz que, silente o no, además, no deja de horadar el tiempo. Un horadar en forma de voz escrita, o de silencio escriturario.

A primera vista, podría decirse que estos dos tipos de límite son los únicos: uno material y otro mental; sin embargo, ni uno ni otro subyacen a su propia definición. La materia no es sino la parte que contiene, pero no detiene, ya que puede servir de puente para una segunda —digamos— materialidad, pues qué otra cosa no es sino materia el cerebro en donde se escribe la palabra. La diferencia entre el papel y el cerebro —de hecho— es que, aunque los dos pueden servir de palimpsestos, el papel tiene una durabilidad mucho más corta: en el cerebro se puede reescribir de manera indefinida. Su límite es, en este sentido, es la propia reescritura. De ahí que no se pueda medir ni la extensión ni la temporalidad, pues siempre están abiertas a nuevas reinterpretaciones. Y reinterpretar es, al final de todo, una forma de ser-siendo desde lo que se «es» al dejar de ser.

Además, la escritura no suele ‘caminar’ sin la lectura. La lectura es —de hecho— una forma de escribir en el tiempo sin tiempo, en el vacío, en la oquedad, en el espacio-tiempo que horada el ser. Por eso no es posible medir la extensión del texto con una sola forma de medida. Tan pronto como se acota la palabra, la grafía ya ha iniciado un nuevo camino-texto. Trascender es escribir y leer. O si se prefiere, leer y escribir es una forma de ser desde mil formas de aprehensión de la grafía, como proceso ontológico a la vez que epistemológico.

El segundo caso (la mente) es un colofón intermitente —quizás a manera de un prolegómeno que advierte una nueva realidad escriturística—. El ser no está exento de no ser, por eso es ser: porque es en tanto es; es decir, en tanto puede afirmarse como lo que es; sin embargo, el hecho de leer multiplica las posibilidades ontológicas en el espacio en donde se ha escrito la palabra. El texto, en este sentido, viene a ser el espacio en donde el ser se vuelve lectura de sí mismo.

En suma: la realidad espacial no se subsume en el texto. Su propia materialidad hecha de voz en fuga-evaporación no se lo permite. Intentar —de hecho— acotar el texto al propio texto es inútil: un texto no se agota en sí mismo. Sus grafías son aguas que conducen a mares en los que el agua que era ahora se ha vuelto un <todo> que se confunde en cada una de sus partes, aún en la gota más pequeña.

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Por eso leer no es una contingencia más. No modifica al sujeto que lee en un sentido material, pero sí desde uno etéreo. Es una cuestión —digamos— un tanto metafísica. Hay que observar, en este sentido, que el ser-papel-escrito no tiene límites que lo acorralen en su proceso continuo de metamorfosis (el texto que se multiplica ‘n’ número de veces) y, tampoco, en su sentido de multiplicador del lector (ya sea como sujeto de sí o como vehículo de la propia palara). Al final, el final del texto siempre es un tipo de principio.

Por eso, la extensión del texto se convierte constantemente en una serie de prolegómenos para un final anticipado. Es decir, se sabe que hay un final, un ‘hasta aquí llegó el texto’, pero sólo para un lector en particular, nunca para todos los lectores (en acto o potencia). Así, el final del texto es sui generis a la propia naturaleza de sus grafías. Pero, en lectura, todo final que se prevé es una forma de anticipación de la propia extensión del texto. Es por eso que el texto no termina: su fin es —en todo caso— una forma de mutación que le permite seguir siendo como espacio y como tiempo. Igual que el ser-lector: ¿qué más podría ser sino espacio —de carne y hueso— que se sucede una y otra vez en el tiempo del texto?

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