Pregunto por la pregunta. Por la forma discursiva que da sentido a la introspección humana. Sin la pregunta, el ser humano está desnudo, desnudo de sí mismo. Y es que no sólo nos cubrimos con la piel o la ropa que nos aporta un camuflaje no siempre exitoso: también lo hacemos con las palabras. Y es a través de ellas —orales o escritas— que podemos desnudarnos para nosotros mismos y, en mayor o menor sentido, para los demás.
La pregunta es una manera continua de ser-siendo, una forma de existencia particular que abre —o construye— el asombro existencial (ser en el tiempo) y existenciario (desde una manera particular de ser en el tiempo). En cada caso la realidad, como discurso ontológico a la vez que estético, es un flujo dinámico que no cesa de extenderse en, hacia y desde el ser que alguna vez Heidegger descubrió en su sentido más profundo.
Preguntar por la pregunta no es, en este sentido, algo ingenuo. Se parte [parto] de la idea de que no basta la realidad, ni siquiera la respuesta, cuando de palabras se trata. Lo que hace falta es la pregunta, pero una pregunta no dada forzosamente para una respuesta. Más bien se trata de la pregunta misma que inquiere, en primer lugar, al sujeto que pregunta; y, en segundo lugar, que busca las múltiples detonaciones que pueden provocarse por culpa de su voz inquieta.
¿Qué realidad está exenta de una o varias preguntas? ¿Qué pregunta no tiene en su sentido más profundo a un ser que se sabe a sí mismo a partir de la palabra que descubre y lo descubre? Se trata —en suma— de un proceso dinámico de voz con el que se advierten múltiples formas de ser y de ser-siendo. Ya Guy de Maupassant lo decía: “somos nosotros los que nos hemos apoderado de la creación, cantándola, interpretándola, admirándola como poetas” (La belleza inútil). Y no es acaso esta forma de poetizar la creación sino una forma de preguntar no sólo por lo que vemos, sino también por nosotros mismos, y aún más: por nuestra propia pregunta.
Y no, no se vaya a creer que se trata de diferenciar al fenómeno del noúmeno kantiano, o de descubrir en el discurso la duda metódica cartesiana. Nada de eso. De lo que se trata es de una toma de conciencia del valor de la propia pregunta, aún y cuando —incluso— no haya nada que preguntar. Aunque la realidad no sea sino un páramo desierto en el que más de un Pedro Páramo (tal vez cientos) deambulen por Comala. De eso se trata: de ser palabra que crea y recrea palabras, al transitar llanos y desiertos. Vamos, de ser palabras que se agotan en una sola palabra; siendo —en fin— palabras que, al final, no son sino silencios que se confunden en un marasmo de silencios plasmados en la página escrita.
Lo que hay que hacer —en todo caso— es no quedarse con la pregunta para siempre. Si se hace, la pregunta termina por eliminar al ser-de-voz: le chupa la sangre, el tuétano, las ganas, el alma misma. Entonces la pregunta se torna en cielo, o incluso infierno, mostrando qué tanto somos existencia febril; y, qué tanto, febrilmente existencia.
Lo anterior no es —aclaro— un requiebro literario: no es un quiasmo ni el pretexto para construir algún oxímoron a la vuelta de la esquina. Las semejanzas que pudieran observarse obedecen —en todo caso— a que la pregunta es círculo, es decir, infinito que rueda y rueda a través de nuestra existencia fugaz. Y ésta, en mayor o menor medida, está llena de contradicciones. De ahí que la pregunta no sea sino una forma de ser-siendo a través no sólo del tiempo, sino también de la palabra misma que nos descubre como contradicción en algún momento de nuestras vidas.
El ser se vuelve difuso al contacto de la palabra. Se evapora, se pierde, se llena de nada. Una nada tan pesada que le provoca una angustia —digamos— literaria. Literaria porque se conforma de palabras y silencios. O quizás debiera decir, de palabras que no son sino silencios que se extienden como voz-de-ser-siendo, al menos mientras la realidad puede ser inquirida por la voz de quien pregunta. Por eso es importante la pregunta, porque descubre al que pregunta. Lo descubre vacío de respuestas, pero lleno de preguntas.
El interés es, en este caso, el hilo de Ariadna que guía el sentido de la pregunta. Sin embargo, el hilo suele romperse, o llenarse de nudos. Por ello es importante reiniciar la pregunta las veces que sea necesario, para no quedarse en el laberinto de Cnosos. Preguntar —pues— no tiene fin, no existe la última pregunta. De hecho, todas las preguntas fueron, en algún momento, la primera pregunta; la que abrió la puerta al asombro-de-voz, la que deambuló por una existencia que no termina por resignarse a ser solo existencia.
Por eso la pregunta por la pregunta. Su valor no está en la respuesta, ni siquiera en la pregunta que se formula, sino en el descubrimiento que el ser hace de sí mismo. No nos conformamos a sobrevivir, o incluso a existir. La razón no es sólo razón para la comprensión de por qué es razón. Su sentido es mucho más profundo: se pregunta porque es parte de nuestra naturaleza, la inconformidad es consustancial a nuestra realidad (in situ o no); o bien, la reformulación de la realidad se da a través de la pregunta.
Quien pregunta —en todo caso— sabe que quizá no encuentre respuesta[s]. Sin embargo, sigue preguntando. ¿Qué espera? ¿Qué busca? Quizá no espere nada y no busque nada. Tal vez la pregunta sea el pretexto para comprender su propio contexto humano. Por eso no es necesaria la respuesta, al menos no si se advierte el peso de la pregunta y, en ese sentido, se continua viviendo como pregunta de sí mismo.