/ martes 12 de noviembre de 2024

No somos libres de no pensar | [12 de noviembre] Día Nacional del Libro

Filosofía y literatura

El pensamiento es yermo, infinitamente vacío. Territorio ingente que muestra lo descomunal de una realidad dinámica, cuando se lee. Cualquier texto-ave puede volar por siempre. Y al volar —nótese— se piensa a sí mismo. Las letras se vuelven espejo que reflejan su rostro de miradas inquietas. Sólo hay una realidad que queda al descubierto: que el pensamiento es dinámico.

En el libro Física cuántica para filo-sofos, Alberto Clemente de la Torre dice que “el ser humano no tiene la libertad de no pensar” (FCE, p. 12). Y sí, me parece que tiene razón. Cómo ser libres de aquello que nos define: homo sapiens sapiens (el ser humano que piensa que está pensando). Pero, ¿cómo es que se da este pensamiento?

Pensamos las cosas que nos rodean, las que nos suceden, las que nos cuentan. La palabra es el vehículo con el que nos conectamos y aislamos del mundo. Sin ella estamos vacíos, terriblemente vacíos: su ausencia provoca nuestra bestialidad más rayana.

¡Hágase la palabra! Y apareció el ser humano. Al principio parecía un animal más, pero pronto mostró su verdadera naturaleza: el pensamiento hecho de palabras. Pensar ideas como devenir furtivo, como provocación, quizás como excusa, salida o huida, o como conclusión, que cierra premisas encadenadas a la materialidad de que somos —por más que pretendamos olvidarlo— seres de humus (tierra).

La libertad —entonces— es una aporía (‘a’, sin; ‘poros’, salida = sin salida), una constante incertidumbre que nos da identidad y, a la vez, nos arroja a abismos inescrutables. Creemos que somos libres de lo que pensamos, pero no nos damos cuenta de que no podemos dejar de pensar. De hecho, aunque suspendiéramos el pensamiento por unos momentos, al final regresaríamos al él. Lo haríamos como lo hacen los heridos de guerra: al menos salvaron su vida. Nosotros salvamos algunas palabras, las suficientes para seguir en la brega de seguir pensando.

Y aunque las heridas en el pensar no cicatrizan, sólo se olvidan, al menos mantienen el hálito que les dio sentido (existencial o no) en nuestro cuerpo. Por ello, al menor movimiento del pensamiento, surgen de nuevo, aunque no de la misma forma, ni con la misma intensidad. Pero están ahí; un <ahí> que es siempre un <aquí>. El territorio (territorialidad) en el pensamiento —ya lo dije al inicio— es yermo, vacío. No está sujeta a la materia física. Por eso una idea —siguiendo la física cuántica— puede estar en dos o más lugares al mismo tiempo; puede atravesar una misma rendija (acelerador de hadrones) y pasar, sin descomponerse, por diferentes espacios al mismo tiempo.

No hay nada, en este sentido, que pueda reducir lo que no cesa de multiplicarse. Como los fractales, las ideas se reproducen sin cesar. Y, una vez iniciado el proceso, su camino es irreversible: lo pensado, pensado está.

Ahora bien, el texto (libro, ensayo, artículo…), juega un papel importante en el proceso de pensar. De hecho, muchas veces aparece como detonador no sólo de una idea (o varias) sino —incluso— de la misma masa [amorfa] ontológica del sujeto: no sólo se existe, también se piensa, aunque sea como accidente (contingencia) en que se existe.

Pero no todo lo que se piensa hace nido en el ser humano. Hay fugas que deterioran el sentido del ser como pensamiento. Pequeñas vírgulas que se acomodan (subrepticiamente o no) como rémoras en el suceder de los días. Son islas que apenas si se captan; y sin embargo, ahí están. Prestas para el ataque, o la huida.

Los días terminan por descubrir el paso de la materia humana. Se acumulan en las cicatrices de las palabras, en los recovecos de los silencios. Llegan casi imperceptibles. Son casi invisibles. Los días son palabras que hemos construido para comprender nuestro devenir no siempre claro. Así, los culpables son los días, el tiempo. Nosotros nunca somos culpables de nada, incluso de pensar, o de no pensar. Estamos exentos de todo, ni siquiera asumimos la responsabilidad de pensar en nuestra existencia.

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Pero, aun así, no somos libres. Las palabras nos atan a la existencia. Nos unen a la realidad, a nuestro propio ser. Sin ellas, el silencio no tendría sentido. De hecho, el silencio no sería silencio, ni la realidad detonaría en realidad. La explosión de la materia podría ser más bien la implosión de nuestro propio pensamiento. Nada sería como es. Y lo que es sería quizá un no es, o un parece ser que es.

La libertad —en suma— no es sino la ilusión que se despliega en nuestro propio pensamiento, pero lo hace con las cadenas que nos atan a la esperanza de trascender: sus alas son de palabras. No hay, pues, prisión ni libertad sin palabras. Lo mismo sucede con el ser humano: no existe sin su idea de ser, idea que —por supuesto— no deja de ser una palabra, una sílaba, una letra, un murmullo en movimiento existencial.

El pensamiento es yermo, infinitamente vacío. Territorio ingente que muestra lo descomunal de una realidad dinámica, cuando se lee. Cualquier texto-ave puede volar por siempre. Y al volar —nótese— se piensa a sí mismo. Las letras se vuelven espejo que reflejan su rostro de miradas inquietas. Sólo hay una realidad que queda al descubierto: que el pensamiento es dinámico.

En el libro Física cuántica para filo-sofos, Alberto Clemente de la Torre dice que “el ser humano no tiene la libertad de no pensar” (FCE, p. 12). Y sí, me parece que tiene razón. Cómo ser libres de aquello que nos define: homo sapiens sapiens (el ser humano que piensa que está pensando). Pero, ¿cómo es que se da este pensamiento?

Pensamos las cosas que nos rodean, las que nos suceden, las que nos cuentan. La palabra es el vehículo con el que nos conectamos y aislamos del mundo. Sin ella estamos vacíos, terriblemente vacíos: su ausencia provoca nuestra bestialidad más rayana.

¡Hágase la palabra! Y apareció el ser humano. Al principio parecía un animal más, pero pronto mostró su verdadera naturaleza: el pensamiento hecho de palabras. Pensar ideas como devenir furtivo, como provocación, quizás como excusa, salida o huida, o como conclusión, que cierra premisas encadenadas a la materialidad de que somos —por más que pretendamos olvidarlo— seres de humus (tierra).

La libertad —entonces— es una aporía (‘a’, sin; ‘poros’, salida = sin salida), una constante incertidumbre que nos da identidad y, a la vez, nos arroja a abismos inescrutables. Creemos que somos libres de lo que pensamos, pero no nos damos cuenta de que no podemos dejar de pensar. De hecho, aunque suspendiéramos el pensamiento por unos momentos, al final regresaríamos al él. Lo haríamos como lo hacen los heridos de guerra: al menos salvaron su vida. Nosotros salvamos algunas palabras, las suficientes para seguir en la brega de seguir pensando.

Y aunque las heridas en el pensar no cicatrizan, sólo se olvidan, al menos mantienen el hálito que les dio sentido (existencial o no) en nuestro cuerpo. Por ello, al menor movimiento del pensamiento, surgen de nuevo, aunque no de la misma forma, ni con la misma intensidad. Pero están ahí; un <ahí> que es siempre un <aquí>. El territorio (territorialidad) en el pensamiento —ya lo dije al inicio— es yermo, vacío. No está sujeta a la materia física. Por eso una idea —siguiendo la física cuántica— puede estar en dos o más lugares al mismo tiempo; puede atravesar una misma rendija (acelerador de hadrones) y pasar, sin descomponerse, por diferentes espacios al mismo tiempo.

No hay nada, en este sentido, que pueda reducir lo que no cesa de multiplicarse. Como los fractales, las ideas se reproducen sin cesar. Y, una vez iniciado el proceso, su camino es irreversible: lo pensado, pensado está.

Ahora bien, el texto (libro, ensayo, artículo…), juega un papel importante en el proceso de pensar. De hecho, muchas veces aparece como detonador no sólo de una idea (o varias) sino —incluso— de la misma masa [amorfa] ontológica del sujeto: no sólo se existe, también se piensa, aunque sea como accidente (contingencia) en que se existe.

Pero no todo lo que se piensa hace nido en el ser humano. Hay fugas que deterioran el sentido del ser como pensamiento. Pequeñas vírgulas que se acomodan (subrepticiamente o no) como rémoras en el suceder de los días. Son islas que apenas si se captan; y sin embargo, ahí están. Prestas para el ataque, o la huida.

Los días terminan por descubrir el paso de la materia humana. Se acumulan en las cicatrices de las palabras, en los recovecos de los silencios. Llegan casi imperceptibles. Son casi invisibles. Los días son palabras que hemos construido para comprender nuestro devenir no siempre claro. Así, los culpables son los días, el tiempo. Nosotros nunca somos culpables de nada, incluso de pensar, o de no pensar. Estamos exentos de todo, ni siquiera asumimos la responsabilidad de pensar en nuestra existencia.

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Pero, aun así, no somos libres. Las palabras nos atan a la existencia. Nos unen a la realidad, a nuestro propio ser. Sin ellas, el silencio no tendría sentido. De hecho, el silencio no sería silencio, ni la realidad detonaría en realidad. La explosión de la materia podría ser más bien la implosión de nuestro propio pensamiento. Nada sería como es. Y lo que es sería quizá un no es, o un parece ser que es.

La libertad —en suma— no es sino la ilusión que se despliega en nuestro propio pensamiento, pero lo hace con las cadenas que nos atan a la esperanza de trascender: sus alas son de palabras. No hay, pues, prisión ni libertad sin palabras. Lo mismo sucede con el ser humano: no existe sin su idea de ser, idea que —por supuesto— no deja de ser una palabra, una sílaba, una letra, un murmullo en movimiento existencial.

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