/ miércoles 11 de septiembre de 2024

Post Mortem

Cortafuefos


Ahora sé que mi cuerpo no resucitará al tercer día. Han pasado 72 horas y mi carne huele a podrido.

Las moscas entran al cuarto en el que morí, atraídas por el aroma dulce-acidoso de mi cuerpo en descomposición y lleno de manchas verdes. Mis dedos engarrotados todavía por el rigor mortis, apretando las sábanas como señal de aquel último instante en el que con miedo intenté aferrarme a la vida, pero no pude.

Mi madrina Blanca, que también es mi tía materna, ha puesto varios ventiladores en mi habitación para que el aire fluya y ahuyente a los insectos, porque además morí en pleno verano y el calor es casi insoportable.

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Cada cierto tiempo mi madrina entra a la habitación, dice una oración en voz baja, se persigna, revisa que los ventiladores funcionen, y con un abanico me espanta las moscas que frotan sus patas en mi cara, mis labios, mis pómulos y mis ojos entreabiertos.

“Madrina, no voy a volver, por amor de Dios, entiérrame”, eso quisiera decirle, pero no puedo. Es mentira eso de aparecerse en los sueños de los vivos para darles un mensaje, un último abrazo, despedirse de ellos, pura mierda.

Cuando mueres, mueres y ya. Para siempre encerrado en el cuerpo putrefacto con el que alguna vez corriste, bailaste, hiciste el amor.

¿Cuántos días más, madrina? ¿Cuántos más, Dios mío? Solo quiero volver a la tierra.

***

Es el sexto día. Los gusanos ya se han comido gran parte de mis tejidos; el olor se percibe a varios metros de distancia, y si alguien tiene el estómago para acercarse lo suficiente, ya no puede reconocer mi rostro.

Las cuencas de los ojos hundidas, los huesos saltados de los pómulos y la barbilla, los dientes parecen más grandes, pero es un efecto óptico, porque se me han encogido los tejidos de la piel.

Un enjambre de moscas quiere entrar a la habitación, creo que va a romper el cristal de la ventana. Los insectos, con su zumbido penetrante, ya alertaron a los vecinos. Así es la muerte, cuando llega se hace notar.

“Oiga doña Blanca ¿Qué tiene ahí… un perro muerto?”, “No me diga que tiene un muerto, doña Blanca”, “Este olor solo es de difunto”, escucho que dicen los vecinos mientras se tapan las narices con trapos viejos.

Mi madrina les miente. Dice que no, que no hay ningún muerto y que la dejen tranquila. De un golpazo cierra la puerta de la casa. Yo quisiera gritar, que sepan que estoy aquí, atrapado en mi propio cuerpo.

Han pasado diez días. Los vecinos no paran de quejarse, ya no soportan el hedor. Se organizan para rodear la vivienda, se ayudan unos a otros para subir al techo y entrar por el patio, decididos a encontrar el origen del olor nauseabundo.

Y entonces me descubren. Unos chiquillos treparon hasta la ventana de mi cuarto, que está en un segundo piso, y donde el enjambre de moscas también quiere entrar desde hace varios días.

La ventana está cerrada y las cortinas abajo, pero alcanzan a ver mi pobre cuerpo escurriendo los pocos fluidos que aún le quedan, tendido sobre mi cama individual y cubierto por una sábana blanca. Alcanzan a ver que debajo de las telas los gusanos se mueven sobre mi pecho.

Comienzan los gritos. La noticia se esparce como el fuego en un baldío. “¡Doña Blanca guarda un muerto!”.

¡Por fin! ¡Gracias a todos los dioses habidos y por haber! ¡Saldré de aquí! ¡Gracias chiquillos entrometidos! ¡Gracias enjambre de moscas! ¡Gracias olor putrefacto!

***

La policía tardó unas cuatro horas en llegar. Vivimos en un rancho bastante alejado de todo, no hay caminos ni brechas, encontrar el rancho San Vicente es muy difícil, y de no ser por la dramática situación, ningún uniformado habría llegado a estas tierras, nunca antes lo habían hecho. Ahora soy el personaje más famoso del lugar, quién lo diría.

Los policías ya están en el umbral de la casa, pero mi madrina no los deja entrar. Está llorando desconsolada, no quieren que se lleven a su sobrino de apenas 31 años, que murió hace diez días por una enfermedad renal. Pero ella no cree que estoy muerto, ella cree que estoy dormido.

“¡Él me dijo, mi sobrino, que iba a resucitar, él me dijo, no pueden llevárselo! ¡No está muerto, está dormido!”, se arrodilla frente a los policías, “Se los suplico, Dios nuestro señor le dio ese mensaje antes de morir”, “¡Mi niño me pidió que no lo enterrara”!

Tiene razón mi pobre madrina, quien me crió desde que murieron mis padres, yo tenía solo cinco años de edad.

Es curiosa la muerte, nunca fui muy religioso, pero antes de morir, vi que un hombre bajó del cielo, se los juro, no pude verle el rostro porque tenía un resplandor que casi me deja ciego, pero ese hombre me dijo que no tuviera miedo, que yo iba a regresar.

Cuando desperté del trance, le dije a mi madrina lo que vi: “El señor, madrina, me dijo que no tuviera miedo, que yo iba a regresar, que yo iba a volver a la vida, no vaya a enterrarme madrina, no quiero despertarme bajo tierra”, y mi pobre madrina así lo hizo.

“Mire señora usted no puede tener el cuerpo aquí, es un foco de infecciones, mire nomás el olor, mire nomas las moscas. Nos lo tenemos que llevar”, dijo el policía.

Uno de los uniformados vomitó cuando finalmente abrieron la puerta de mi cuarto. A diez días de haber muerto, mi cuerpo ya parecía el de un adolescente, más flaco, con menos grasa y menos carne pegada a los huesos, con la piel viscosa por los líquidos que escurren de mi hígado y mi riñón enfermo.

La salida de mi casa fue escalofriante y morbosa, los vecinos grabaron todo con sus celulares y me viralizaron en internet. Nunca San Vicente había sido tan popular.

***

Con el tiempo mi madrina se repuso de mi muerte y de aquella aparatosa invasión a su humilde casa, donde sostuvo mi mano en aquellos últimos minutos, cuando la obligué a hacerme una promesa que no podría cumplir.

Yo trabajaba el campo y al campo volví, enterrado a los pies de un huizache. Ahora, sintiendo que la tierra me aprieta las costillas, sé que aquel mensaje divino no existió, que fui víctima de mis fiebres y mis miedos, pero entonces ¿Es esta la verdadera muerte? ¿Por qué sigo consciente de la vida que transcurre varios metros por encima de mis restos?

¿Es esta la verdadera muerte o es solo una pausa? ¿Estamos todos los muertos en este limbo? ¿A la mitad del camino?

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**Sobre la autora

"Cuando era niña, mi mamá me contaba historias de una vieja tripona que se asomaba desde el cielo y que amenazaba con comerme si no me dormía. Esa imagen me aterraba. Ahora temo haberme convertido en esa vieja, que se asoma siempre al lado oscuro de la cotidianidad".

Alma Gómez (Jalisco, 1990) estudió periodismo y escribe desde hace más de una década. Ha trabajado en El Occidental, La Jornada Jalisco, El Universal Querétaro y Diario de Querétaro


Ahora sé que mi cuerpo no resucitará al tercer día. Han pasado 72 horas y mi carne huele a podrido.

Las moscas entran al cuarto en el que morí, atraídas por el aroma dulce-acidoso de mi cuerpo en descomposición y lleno de manchas verdes. Mis dedos engarrotados todavía por el rigor mortis, apretando las sábanas como señal de aquel último instante en el que con miedo intenté aferrarme a la vida, pero no pude.

Mi madrina Blanca, que también es mi tía materna, ha puesto varios ventiladores en mi habitación para que el aire fluya y ahuyente a los insectos, porque además morí en pleno verano y el calor es casi insoportable.

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Cada cierto tiempo mi madrina entra a la habitación, dice una oración en voz baja, se persigna, revisa que los ventiladores funcionen, y con un abanico me espanta las moscas que frotan sus patas en mi cara, mis labios, mis pómulos y mis ojos entreabiertos.

“Madrina, no voy a volver, por amor de Dios, entiérrame”, eso quisiera decirle, pero no puedo. Es mentira eso de aparecerse en los sueños de los vivos para darles un mensaje, un último abrazo, despedirse de ellos, pura mierda.

Cuando mueres, mueres y ya. Para siempre encerrado en el cuerpo putrefacto con el que alguna vez corriste, bailaste, hiciste el amor.

¿Cuántos días más, madrina? ¿Cuántos más, Dios mío? Solo quiero volver a la tierra.

***

Es el sexto día. Los gusanos ya se han comido gran parte de mis tejidos; el olor se percibe a varios metros de distancia, y si alguien tiene el estómago para acercarse lo suficiente, ya no puede reconocer mi rostro.

Las cuencas de los ojos hundidas, los huesos saltados de los pómulos y la barbilla, los dientes parecen más grandes, pero es un efecto óptico, porque se me han encogido los tejidos de la piel.

Un enjambre de moscas quiere entrar a la habitación, creo que va a romper el cristal de la ventana. Los insectos, con su zumbido penetrante, ya alertaron a los vecinos. Así es la muerte, cuando llega se hace notar.

“Oiga doña Blanca ¿Qué tiene ahí… un perro muerto?”, “No me diga que tiene un muerto, doña Blanca”, “Este olor solo es de difunto”, escucho que dicen los vecinos mientras se tapan las narices con trapos viejos.

Mi madrina les miente. Dice que no, que no hay ningún muerto y que la dejen tranquila. De un golpazo cierra la puerta de la casa. Yo quisiera gritar, que sepan que estoy aquí, atrapado en mi propio cuerpo.

Han pasado diez días. Los vecinos no paran de quejarse, ya no soportan el hedor. Se organizan para rodear la vivienda, se ayudan unos a otros para subir al techo y entrar por el patio, decididos a encontrar el origen del olor nauseabundo.

Y entonces me descubren. Unos chiquillos treparon hasta la ventana de mi cuarto, que está en un segundo piso, y donde el enjambre de moscas también quiere entrar desde hace varios días.

La ventana está cerrada y las cortinas abajo, pero alcanzan a ver mi pobre cuerpo escurriendo los pocos fluidos que aún le quedan, tendido sobre mi cama individual y cubierto por una sábana blanca. Alcanzan a ver que debajo de las telas los gusanos se mueven sobre mi pecho.

Comienzan los gritos. La noticia se esparce como el fuego en un baldío. “¡Doña Blanca guarda un muerto!”.

¡Por fin! ¡Gracias a todos los dioses habidos y por haber! ¡Saldré de aquí! ¡Gracias chiquillos entrometidos! ¡Gracias enjambre de moscas! ¡Gracias olor putrefacto!

***

La policía tardó unas cuatro horas en llegar. Vivimos en un rancho bastante alejado de todo, no hay caminos ni brechas, encontrar el rancho San Vicente es muy difícil, y de no ser por la dramática situación, ningún uniformado habría llegado a estas tierras, nunca antes lo habían hecho. Ahora soy el personaje más famoso del lugar, quién lo diría.

Los policías ya están en el umbral de la casa, pero mi madrina no los deja entrar. Está llorando desconsolada, no quieren que se lleven a su sobrino de apenas 31 años, que murió hace diez días por una enfermedad renal. Pero ella no cree que estoy muerto, ella cree que estoy dormido.

“¡Él me dijo, mi sobrino, que iba a resucitar, él me dijo, no pueden llevárselo! ¡No está muerto, está dormido!”, se arrodilla frente a los policías, “Se los suplico, Dios nuestro señor le dio ese mensaje antes de morir”, “¡Mi niño me pidió que no lo enterrara”!

Tiene razón mi pobre madrina, quien me crió desde que murieron mis padres, yo tenía solo cinco años de edad.

Es curiosa la muerte, nunca fui muy religioso, pero antes de morir, vi que un hombre bajó del cielo, se los juro, no pude verle el rostro porque tenía un resplandor que casi me deja ciego, pero ese hombre me dijo que no tuviera miedo, que yo iba a regresar.

Cuando desperté del trance, le dije a mi madrina lo que vi: “El señor, madrina, me dijo que no tuviera miedo, que yo iba a regresar, que yo iba a volver a la vida, no vaya a enterrarme madrina, no quiero despertarme bajo tierra”, y mi pobre madrina así lo hizo.

“Mire señora usted no puede tener el cuerpo aquí, es un foco de infecciones, mire nomás el olor, mire nomas las moscas. Nos lo tenemos que llevar”, dijo el policía.

Uno de los uniformados vomitó cuando finalmente abrieron la puerta de mi cuarto. A diez días de haber muerto, mi cuerpo ya parecía el de un adolescente, más flaco, con menos grasa y menos carne pegada a los huesos, con la piel viscosa por los líquidos que escurren de mi hígado y mi riñón enfermo.

La salida de mi casa fue escalofriante y morbosa, los vecinos grabaron todo con sus celulares y me viralizaron en internet. Nunca San Vicente había sido tan popular.

***

Con el tiempo mi madrina se repuso de mi muerte y de aquella aparatosa invasión a su humilde casa, donde sostuvo mi mano en aquellos últimos minutos, cuando la obligué a hacerme una promesa que no podría cumplir.

Yo trabajaba el campo y al campo volví, enterrado a los pies de un huizache. Ahora, sintiendo que la tierra me aprieta las costillas, sé que aquel mensaje divino no existió, que fui víctima de mis fiebres y mis miedos, pero entonces ¿Es esta la verdadera muerte? ¿Por qué sigo consciente de la vida que transcurre varios metros por encima de mis restos?

¿Es esta la verdadera muerte o es solo una pausa? ¿Estamos todos los muertos en este limbo? ¿A la mitad del camino?

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**Sobre la autora

"Cuando era niña, mi mamá me contaba historias de una vieja tripona que se asomaba desde el cielo y que amenazaba con comerme si no me dormía. Esa imagen me aterraba. Ahora temo haberme convertido en esa vieja, que se asoma siempre al lado oscuro de la cotidianidad".

Alma Gómez (Jalisco, 1990) estudió periodismo y escribe desde hace más de una década. Ha trabajado en El Occidental, La Jornada Jalisco, El Universal Querétaro y Diario de Querétaro

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