Aunque horrible e inoperante, el puente de Santa Bárbara parecía una obra definitiva, cimentada en la cotidianidad del rumbo a fuerza de usarlo como única opción de vialidad. No sé si sea un rasgo distintivo de los queretanos. Ya sea por la maldita costumbre, por resignación, por negligencia de las autoridades o por una renuncia cómplice a nuestras aspiraciones como ciudadanos, los queretanos solemos acostumbrarnos a las cosas defectuosas. Eso ocurría con el puente de Santa Bárbara, obra hoy extinta sobre cuyos imperceptibles restos se construye un nuevo distribuidor vial.
En el viejo puente era común torear camiones, caminar entre basura y olor a meados, y correr despavorido sobre las imperceptibles líneas peatonales que los automovilistas usaban como salida de pits. Aunque siempre había semáforos, rara vez se respetaban; aunque algunas veces había policías, nunca se les respetaba.
—¡Que no hay paso, cabrón! ¡Entiende!— grita Mary a un auto que, por ignorar las indicaciones de la mujer, casi la atropella. Mary es una mujer de bandera, no en la acepción que aconseja la RAE, sino porque trabaja como banderera vial en la obra del viaducto Santa Bárbara. Su misión es desviar a los autos que se dirigen a Paseo Constituyentes hacia vías alternas.
—Este no le bajó ni tantito, hija, ¿estás bien?— pregunta preocupada Rosy, una morena cuarentona, morena, con el rostro tapiado de arrugas y con una trenza que sobresale sobre su chaleco rosa fosforescente que le queda enorme, al igual que su par de botas industriales.
—¡Déjalo, hija! Allá abajo lo van a regresar y ahorita que pase por aquí arriba va a ver…— resuella Mary más como consuelo que como amenaza. Mary es muy alta, porta un casco blanco con una franja fosforescente y una bandera naranja raída por el uso del tránsito diario.
Por la avenida Camino a Coroneo, recientemente rebautizada como Boulevard Metropolitano Corregidora-Huimilpan, llegan a circular entre 60 mil y 150 mil vehículos, de acuerdo con el mensaje que compartió el gobierno municipal de Corregidora en sus redes sociales el pasado mes de abril, unos días antes de que iniciara la demolición del viejo puente, que ya contaba con una edad de treinta años.
La tarea de las bandereras comienza todos los días desde las 07:00 horas. Su función es relativamente sencilla: apoyar en la orientación vial de los vehículos mientras duran las obras.
—Ora sí no me traje nada de desayunar, hija— se queja Rosy sobándose su abultado abdomen.
—Ahorita le decimos al güey de la moto que nos fíe algo, hija, que no sea ojete— responde convencida Lucy mientras sigue bandereando la fila de vehículos que poco a poco comienza a tornarse más densa. Son las 07:12 horas.
Tere y Lupe, dos de las bandereras más jóvenes, les toca cerrar el paso peatonal que cruza paseo Constituyentes, a un costado del paso subterráneo en construcción.
—Mira, Lupe, ahí viene la camioneta del pinche loco que la otra vez casi atropella a la muchacha.
—¿A la del CBtis?
—Sí, la que pasa diario en su bici. Le valió madres que le marcara el alto para que pasara la muchacha.
La camioneta es una Hilux doble cabina color blanco, con los rotulados característicos de vehículo utilitario.
—¿Y dónde están los policías?
—¡Ay, Lupe! Esos güeyes nomás están aquí cuando viene el presidente municipal.
—Pero la otra vez estuvo uno aquí con nosotras.
—Sólo los primeros días de la obra. Después ya les valió madres— repone Tere. No obstante, al igual que las bandereras, los policías también lidian con la torpeza o la furia de las automovilistas.
Para las 07:25 horas, la fila de vehículos ya alcanza una longitud de casi un kilómetro sobre la lateral de Paseo Constituyentes. Sobre Hércules, vía alterna, ya se ha formado un cuello de botella en su intersección al Boulevard Metropolitano Corregidora-Huimilpan.
—¿Cómo llego a plaza Citadina?— pregunta angustiado un hombre con lentes, corbata y recién rasurado.
—Date vuelta en “u” por aquí, más adelante hay un camino de terracería, llegas al callejón de La Saca, por ahí te metes y…
—¡Pero es que tengo prisa! Voy a una entrevista de trabajo.
—Por ahí sales pegadito a Citadina— le responde Mary con frágil paciencia. Los autos detrás del postulante suenan con violencia sus cláxones.
—¡Pero el Google Maps me manda por aquí!— replica el hombre, escrutando impotente la pantalla de su celular. Los cláxones ahora entonan al unísono mentadas de madre.
—¡Pues sí, mijo, pero…!
El auto da un arrancón y desaparece con rumbo al Libramiento Sur-Poniente. Aquel hombre jamás llegará a su entrevista de trabajo.
Obreros, gerentes, vecinos, burócratas, ciclistas, maquiladoras, oficinistas, torteros, estudiantes, conductores de tráiler, instructores de gimnasio, docentes, deportistas, mecánicos, conductores de Uber, amas de casa, despachadores de gasolina, agentes de seguros, comerciantes, indigentes, repartidores de Rappi, trabajadores de la misma obra… todas las personas que coinciden en esta zona se entraman en una tensión inducida por su hipertrofiada noción individualista del concepto de movilidad: todos quieren moverse a su tiempo, a su modo, a su destino.
Son las 14:00 y el tráfico se intensifica. En las primeras semanas de septiembre, las lluvias interrumpieron el avance de las obras, sobre todo en el paso subterráneo, el cual presentó desprendimientos de tierra y filtraciones de agua.
—¿Ya para cuándo cree que abran este tramo?— le pregunto a Mary, señalando el paso superior que va de Paseo Constituyentes al Boulevard Metropolitano Corregidora-Huimilpan.
—¡Ay, mijo! Ojalá que se caiga la trabe, como la que se les cayó en Bernardo Quintana.
—¡Cómo dice eso!
—Si acaban el puente se nos acaba el trabajo. Y yo no quiero dejar de trabajar. No sé qué voy a hacer después de esto.
Mientras Mary da indicaciones a un automovilista que necesita ir al Home Depot, Rosy regresa a su puesto con cara de hambre. No pasó el güey de la moto.
—No te me vayas a desmayar, mija— la exhorta Mary.
—Ya le dije al de las Filos que me fíe una de milanesa, que mañana le pago.
—Uy, no creo que te fie nada ese güey— porfía Mary desviando a la ruta 69.
—Ya me la dio, mira— dice Rosy presumiendo una bolsa de plástico con una torta inmensa dentro.