Louis Armstrong. Mi presente silencioso ante el cielo que se va iluminando.

Alfonso Franco Tiscareño

  · miércoles 31 de enero de 2018

Foto: Especial

Muchos, muchos años de mi vida creí que el apellido de Louis era Amstrong, de esas cosas que uno sostiene sin siquiera sospechar que se está equivocado. Asimismo, hasta los 9 años de edad creía que me llamaba de otra manera. Háganme el favor. Y hoy, con más de medio siglo de edad, me vienen a caer varios veintes. No cabe duda que el que cree que sabe y se siente muy seguro, ni sabe ni puede permanecer tan secure.

Hace tiempo uno de mis hijos me obsequió un disco de Louis “Amstrong”, como le decía. Mi esposa me hizo ver que no era “Amstrong”, sino Armstrong. Fui al buscador de Google para constatar si era verdad y si había estado equivocado toda mi vida. Y sí, así era, el apellido correcto era éste último. Vaya –pensé- en cuántas cosas más no estaré equivocado. Uno que se siente todo orden y que además lo disfruta, en fin, me equivoqué. Casualmente, y dicen que no existen las casualidades sino el sincrodestino, acababa de ver en el Canal 40 un documental del genial trompetista.

Nativo de los Estados Unidos, el genio del jazz ya palpitaba en mi mente desde que fui aquel niño que no sabía bien a bien cómo se llamaba. Esa música sonaba en los lugares más insospechados, sitios que nada tenían que ver directamente con Satchmo, -Boca de bolsa, el apodo de Armstrong-, porque mi entorno era muy diferente. Estoy hablando de 1963 o 64. A veces, en mi radio, pasándole de estación en estación, de pronto caía en una extraña frecuencia que estaba discutiéndose con una pieza del maestro de la voz gutural y rasposa. No distinguía, ni sabía si era Hello Dolly, Dream a Little dream of me o La Vie en rose. Tan sólo llamaban mi atención, y de rara manera penetraba en mí la voz cavernosa y de gañote apretado del negro de Nueva Orleans.

Resulta que el maestro había estado más cerca de mi vida de lo que hubiera estado consciente. También por medio de las primeras caricaturas que vi en aquella televisión en blanco y negro, ahí estaba la música del gordo de oro negro. Esos curiosos dibujos animados, en ese mundo totalmente absurdo, en donde las persecuciones entre gatos y ratones llegaban al paroxismo y terminaban en la nada. Corrían para allá, para acá, y la música de la trompeta igual de loca y de virtuosa paseaba mis sentidos por mundos inenarrables. Lo denso de la música sólo se intenta describir, aunque nunca se logre totalmente.

Me di cuenta cómo la vida se cose de modos tan insospechados. Son miles e insondables los caminos del Señor. Vaya que sí. Cómo se tejen sin saber a dónde irán a parar. Pero aún en ese aparente caos, subyace el sincrodestino. Hoy queda con cierta claridad ante mis ojos que mis encuentros con Armstrong me han construido de cierta manera. También me doy cuenta que todo pudo haberme pasado desapercibido, pero no fue así. Lo sé mientras mis pies se bambolean y bailan al ritmo de la inteligencia y sensibilidad de On the sunny side of the street. Exactamente, es en lo simple y sencillo donde se encuentra lo verdadero. Su música ilumina este lado de mi calle interior dándome paz, un remanso de aguas tranquilas y luego agitadas, solos de trompeta sacudiendo mi alma, dulzura que me alimenta en la oscura noche sagrada, la noche de los tiempos, el cosmos y su inmensidad. Con esta canción, Louis me enseña a volver a contemplar el mundo de otra forma, los árboles, el cielo, los colores y hasta a los amigos. Tienes razón, Louis, qué maravilloso es todo si lo sabemos mirar con los ojos del asombro. El asombro, la máxima cualidad de la filosofía. Saber mirar para, como dicen los budistas, comprender el interser, que todo está en todo. Qué importa si eres negro o blanco, en verdad no encuentro la diferencia, no veo la razón para maravillarse porque alguien sea rubio. Ambos me causan admiración y asombro. Exacto, es eso, sin nombre, sin fronteras, si me llamara piedra o rana, qué importa, soy y no soy, mi nombre es yo soy y se disuelve en la nada, en las notas musicales recorriendo mi sangre y mis entrañas. Ese sí soy. Un amigo perenne de Louis Armstrong o “Satchmo”, el del brazo y la palabra fuerte, el de pulmones de volcán, el trompetista de fuego en el corazón, el caballero, el self made man, el que después nadó en billetes verdes. Su frente bañada en sudor era una catarata de pasión. Hoy, a varias décadas de distancia, Armstrong renace en mi corazón como un jazz suave al ritmo de su flow. Me une a una remembranza, que va desde la niñez, hasta el presente. Gracias, Louis por iluminarme con esta canción desde que tenía 11 años: What a wonderfull world.

Termino bailando, limpio mi cuerpo, con Mack the Knife. La bailo con mi amada entre los brazos. No necesito más, sólo la total atención para sentir esa música, su cadencia, sus rupturas, para que nos revele lo que guarda en lo profundo de ella. Cierto, es una pieza con una historia brutal, incluso muchos no quisieron montarla hasta que por fin tu aceptaste, Louis. Dijiste que te recordaba a algunos tipos rudos que habías conocido en Nueva Orleans. Habías corrido mundo, Satchmo, mucho mundo, los barrios más bajos, los arrabales. Solo de ahí podía surgir alguien como Mack. Y sin embargo la canción es tan sabrosa, tan rítmica, con esa repetición constante de la tonada principal.

El mismo Louis había participado en su juventud en algunos actos delictivos menores, de alguna forma entendía más allá del rango común lo que significaba esa letra de Mack the Knife. Ese origen turbio, el origen en la miseria brutal, lo marcaron por completo en los suburbios de Nueva Orleans, pero también la calle determinó su amor absoluto por la música al escuchar a los grandes músicos callejeros en su lugar de origen, toda su fuerza, su virtuosismo, su alegría y tristeza, al tocar y cantar.

La huella siniestra del racismo también dejó su impronta en el carácter de Armstrong, lo construyó fuerte, decidido, determinado. Y fue de una familia judía, también discriminada, de quien recibió apoyo para no terminar como un delincuente más. Del señor Karnofsky recibió la primera trompeta que marcaría para siempre el rumbo de su vida. A falta de padre, que lo abandonó, el viejo blanco judío se convirtió en su apoyo. Lección clara de que el racismo es nefasto, y que la solidaridad y el amor son productivos, florecientes, luminosos.

Y de esos barrios y vivencias surgió su voz grave, extraña, con un oscuro fondo, con sabor a esclavitud y campos de algodón. Dicen que no hay mal que por bien no venga. De una ruptura del músculo orbicular de la boca, producto de su forma de tocar la trompeta, sumado al tabaco y al alcohol, le vino esa voz única, sin parangón. Louis es un todo que conjunta además una mirada tierna, bonhomía, una gran simpatía y carisma, y una voz que deja huella, que no pasa desapercibida, que no puede olvidarse nunca una vez que se ha escuchado.

Al amanecer, recorro el Periférico de la Ciudad de México, hacia el oriente, a 90 kilómetros por hora. Escucho esta música bella, ese piano, el contrabajo, las percusiones, los solos, el conjunto, mientras observo cómo va amaneciendo, cómo va apareciendo esa franja rojiza en el horizonte, cómo va abriéndose camino la luz, y entonces entiendo que simplemente soy lo que soy, entonces descubro el momento más bello y eterno: mi presente silencioso ante el cielo que se va iluminando.

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