El texto es una medusa, tiene cabellos que miran —entre líneas— con ojos viperinos |serpientes de mil palabras|. Su cabeza puede volver piedra a cualquier lector descuidado: quien crea —ingenuamente— que tiene al texto en sus manos. Sólo Perseo supo dominarlo. Sólo quien es un lector-perseo sabe que hay textos que no son de fiar.
Pero no hay textos de origen medusa. Cada uno pasa por diversos procesos: lecturas y relecturas, escrituras y reescrituras, argumentos y contra-argumentos. Sufre constantemente cambios esenciales que modifican su sustancia (al menos su apariencia). Mítica forma de aparecer y desaparecer de la realidad —escriturística y lectora— en forma de Medusa.
Ni Dánae, madre de Perseo, pudo impedir la lucha entre su hijo y la Medusa: cada quien lee lo que decide leer. Cada quien se enfrenta a su[s] texto[s] medusa. Incluso las tres Grayas: Pefredo, Enio y Dino (hermanas nacidas ya viejas y con un solo ojo), pueden vaticinar el final de la lectura; de ahí que la vejez no sea sinónimo de comprensión absoluta. La Medusa consumará el destino de cada lector, el que se acerque a ella desprevenido. Sin embargo, no todo está perdido: hay perseos, lectores que lograrán derrotar al texto-medusa. Pero no cantemos aún victoria. No hay que olvidar que la Medusa no está sola: sus hermanas Esteno y Euríale (las tres Gorgonas), también pueden convertir en piedra a quien las mira a los ojos.
En el caso del texto, éste —como Gorgona— convierte en piedra a quien se conforma con repetirlo (los ojos del texto se convierten en los ojos del lector). La repetición es, en este sentido, una forma de condena: impide ser quien se es, vuelve copia a quien no mira con sus propios ojos. La repetición, a modo de Tántalo y Sísifo, se vuelve el sentido del sin-sentido: la negación de la libertad. Por eso tanto las Grayas como las Gorgonas no dejan de ser hermanas (las seis): en todas ellas hay un destino que cumplir. Son fatalidades-lectoras para quien no sabe vencerlas.
Es por ello que de la disponibilidad que tenga el lector, de seguir siendo lector en sí, será el grado de su hazaña. La lectura, lejos de ser derrota, se podrá convertir en triunfo. No hay términos medios: o se cae en el texto, o se sigue de pie después de haberlo leído. Y para ello no hay que olvidar que Medusa es la única mortal (a diferencia de sus hermanas, ella puede morir). ¿Qué significa esto en el caso del texto? Que su cuerpo —el texto— está sujeto a la vida (ser leído) igual que los que lo acechan (los lectores). Por eso los perseos-lectores tienen la posibilidad de vencerla: leer y no convertirse en piedra después de haber leído.
En otras palabras: el lector avezado es capaz (podría serlo) de leer el texto-Medusa y salir triunfante con la cabeza del texto en la mano, mostrándola a sus próximos adversarios para derrotarlos: medusa como argumento, no como conclusión. Después de todo el texto es (puede ser) anti-texto de otro texto: medusa versus medusa. Así, con reflexiones y críticas propias, el lector de medusas puede ser un Perseo-lector.
El otro, el lector que se deja vencer por el texto (antes, durante o después de la lectura), cae inmisericordemente ante las letras que se vuelven lápidas: epitafios y cenotafios en que se inmola la frialdad de la afirmación escriturística, mármol para edificar estatuas, junto a la sequedad del hastío-lector | leer [ser] hasta dejar de ser [no-ser] |.
Pero hay una excepción: los lectores irascibles: ellos se mantienen en el margen. Su lectura no es como la de los demás; no son Perseos (semi-dioses) pero tampoco hombres derrotados. Aunque —hay que aclarar— eso no los convierte en ʻtérminos medioʼ: entre la derrota y la victoria. La razón es que sus ojos están hechos de una materia distinta. Leen con la rabia que les da sentido para seguir existiendo, pero desde una existencia no-lectora. De hecho, más que leer el texto, nunca dejan de leerse a sí mismos; con o sin el texto, lo que les importa es su propia existencia. Por eso suelen callar lo que han leído. No se enfrentan al texto, pero tampoco huyen de él. Lo mantienen latente, entre los intersticios de sus recuerdos. Por eso su silencio es diferente al de los lectores vencidos. Éstos —a diferencia de aquellos— callan como callan los muertos antes de morir, cuando verdaderamente están cerca de la nada, cuando hablar no tiene ya sentido, cuando comprenden que la muerte les ha ganado esa batalla.
Los lectores que vencen o pierden se enfrentan al texto-Medusa. Los otros, los irascibles, leen porque no les queda más remedio. De ahí su irascibilidad. Por eso no aprecian el texto más allá de su apariencia. La obligación les gana antes de empezar la batalla.
Por su parte, Perseo, al igual que Teseo y Hércules, no es un guerrero (no es un profesional de la lectura). Se enfrenta al texto desde su propia soledad y vacío, desde su condición de semi-dios, desde la posibilidad de perder la batalla (lectura) y ceder ante la mirada-viperina del texto. Por eso, a diferencia de la siguiente generación de héroes (los puramente humanos), los que se enfrentarán a otros hombres igual que ellos, los semi-dioses (los perseos) leen sin dirigir grandes ejércitos, no atacan o defienden ciudades (Troya). Se enfrentan al texto desde su propia lectura, sólo con las amas de la razón, la imaginación y el recuerdo. No hay dios ni hombre que los guíe, carecen de rastreadores de textos previos, y no cuentan con perros para acorralar a la presa. El texto-Medusa es tanto su opositor como el campo de batalla. En todo caso el lector Perseo sabe que cada texto es diferente, aunque haya coincidencias, cada uno tiene su propia Medusa; en ese sentido el rival puede ser una Gorgona o una Graya.
De lo que no hay duda es que el texto es un híbrido mortal para ingenuos. Leer no es cosa menor. En ello se puede correr el sentido de la vida.