Meter el dedo en el texto: imaginación de aye aye

José Martín Hurtado Galves

  · lunes 28 de mayo de 2018

En el fondo hay algo oculto, algo que no se ve, a pesar de contar con ojos descomunales. Por eso la importancia del dedo en el texto. Hay que meterlo hasta el fondo para descubrir no la idea del autor, sino la nuestra: nuestra propia sabia, el único alimento que da sentido a nuestra imaginación.

El texto está oculto. Una cubierta de letras lo hace invisible. Quien lo ve sólo ve letras: multitud de claves crípticas [grafías] que parecen estar quietas. El rostro del texto parece impenetrable. Tal parece que lo único que se puede hacer es leerlo de manera superficial. Quedarse con lo que dice para todos: mantener el juego de la lectura de piel, circunstancia temporal in situ.

Pero no todos estamos dispuestos a leer | escudriñar | la superficie | grama que hace grumo |. Un instinto lector nos hace saber que el texto tiene algo más que letras, incluso más que un mensaje explícito. La intención del autor no tiene por qué ser la misma que la del lector. En ese sentido el texto se abre a las posibilidades de quien lo hace suyo. Leer y releer es proporcional al tamaño del dedo que recorre el texto como aye aye.

El aye aye lo sabe bien. En el fondo hay algo oculto, algo que no se ve, a pesar de contar con ojos descomunales. Por eso la importancia del dedo en el texto. Hay que meterlo hasta el fondo para descubrir no la idea del autor, sino la nuestra: nuestra propia sabia, el único alimento que da sentido a nuestra imaginación.

El texto nos alimenta hasta saciarnos; sin embargo, el hambre de los lectores es distinta. Cada quien tiene un estómago lingüístico diferente. El mío —por ejemplo— no es fácil de llenar. Además le gusta indagar muchas veces en las minucias | migajas | del texto.

Sigo leyendo, a pesar de la oscuridad. El texto se ha inscrito en mi memoria. Sólo es cuestión de repasarlo para descubrirlo. Mi oscuridad me permite intuir realidades ajenas a la luz.

La oscuridad rodea los árboles en donde habita el aye aye. Pero no hay oscuridad que sea impedimento para continuar con su empeño. El árbol tiene larvas escondidas. El aye aye lo sabe bien. Lo mismo sucede con el texto: la noche provocada por una mirada fugaz hace esconder cualquier idea prístina que hubiera querido aparecer en la superficie para la mirada. Qué bueno que soy como el aye aye: no me convenzo con la primera lectura… tampoco con la última. Por eso no hay última.

Hurgar, hurgar… hurgar hasta que la larva aparezca. Leer, leer.. leer hasta que la imaginación cobre rostro. La racionalidad, en este sentido, no es suficiente. Ningún razonamiento apodíctico puede ofrecerme, a la manera de Kant, la forma de los sueños que surgen del texto. Por eso de vuelta el índice: dedo que extiende mi mirada de lector inconforme.

Pero al igual que el aye aye, los lectores de lo profundo también nos alimentamos de las apariencias semánticas. Hay hojas, frutos, insectos y aves pequeñas que rodean a los textos. Sólo es cuestión de abrir bien los ojos para advertir su presencia en nuestra mirada aquiescente.

El dedo —por su parte— sabe que hurgar es su misión, como ariete-lector. Destino fatal. La intemperancia al leer no es atenuante para dejar de ver lo que no se ve: el trasfondo, lo que se intuye, el aspecto teleológico del texto. Aunque habría que decir que el verdadero descubrimiento lingüístico es el nuestro: grumo de voz-interior que nos permite salir a la superficie de cualquier silencio monótono de la página.

Andar pues por el texto, trepar por él, subir hasta sus ramas más altas implica descubrir sus caminos y los nuestros, laberinto de vericuetos que se bifurcan constantemente. Encuentro que anima al «ser» para seguir siendo-lector del texto y del mismo «ser».

Una palabra cuelga de una frase. Parece indefensa, podría alcanzarla fácilmente y devorarla. Sin embargo, al acercarme me doy cuenta de que sólo es la parte visible de un manojo de silencios con raíz profunda. Pero no acepto la derrota. Sigo la huella que imagino en el silencio. Mi intuición de lector me guía.

No sé cuánto he caminado por esta página. Reconozco algunas palabras, ciertas ideas que no son del todo ciertas. Sin embargo, no sé bien a bien en dónde estoy. El centro de la página puede estar en cualquier parte. De hecho el centro nunca es fijo, siempre es movible. Por eso mi ser como lector es dinámico.

El texto se ha abierto (lo he abierto), es cierto, pero no sé si la vista pueda abrir también su vista. ¿Hasta dónde puedo ver lo que no se ve? Lectura entre líneas | hermeneusis de la intención escriturística del autor | epistemología circular como intención no pronunciada | ave que remonta el vuelo | aye aye que no deja de meter el dedo.

De vuelta al ser y al leer; al leer como ser. A la posibilidad infinita de que en el texto no haya infinitos (sin fin) sino eternidad (sin tiempo). Espacio vital de lectura y ser continuos.

Observo al dedo. No cesa de hurgar. No interrumpe su camino. El texto puede dar más de él. Su cuerpo lleno de sabia no es reconocido por todos. Sólo el lector que cuenta con un dedo como el del aye aye puede mirar lo que no se ve. Y mi dedo de aye aye es incansable. No lo desaniman los fracasos ni las ramas vacías.

Al leer, la posibilidad se abre. La rama crece. El dedo puede viajar más lejos. La mirada hace quiebre en la seguridad que obstruye el movimiento. En ese sentido la realidad del texto se hace realidad en los ojos del lector que sabe ser lector para ese texto.

La oscuridad está pronto a desaparecer. Un nuevo día amenaza con borrar las sombras de la noche. El texto empieza a replegar sus alas. Las páginas regresan a la primera imagen. Voz prístina que no logra des-cubrir la apariencia del texto.

El viento termina por llevarse la última sombra como intención. Un antes y un después cobra sentido. Realidad es ahora re[s] (cosa) i-lidad: posibilidad de que la cosa sea real. Y la ʻcosaʼ es el texto que ha sido tentado por el dedo del lector: índice que conecta —como creación— al lector consigo mismo cuando puede verse a través de la palabra escrita por otro. Un otro que —inclusive— puede ser él mismo (recuérdese el río de Heráclito).