Musas, naturaleza, bacantes y megalomanía

Vitral

Alfonso Franco Tiscareño

  · miércoles 12 de junio de 2019

Mi musa es buena, no me pide nada, no me exige. No es como esa que devora al poeta John Keats en La belle dame sans merci, que quiere apoderarse de la personalidad del creador. Mi musa es benévola, ni siquiera pretende ser un ente extraño que posea de pronto mi persona. Es tan sólo un estado, se presenta sin más, y a veces viene específicamente a un llamado mío. Con el solo hecho de ponerme a trabajar ella se presenta, no me es ajena, soy yo mismo sumado a una conexión con la lattice, la red cósmica, el espíritu, la mente universal. ¡Oh, sí, musa buena, vienes del hálito de vida exhalado por la divinidad! No sé si así será en todos los casos, no lo sé..

Es también ese fuerte impulso que llama a la puerta del ser y dice: dame salida, materialízame, te voy a dictar algo. Y tiene que ser en ese preciso momento, porque si no es así seguro volverá, pero será otra cosa lo que traiga, ya no lo mismo ni con la misma forma. Cada llamada es única e irrepetible, como un copo de nieve, donde ninguno es igual a otro.

A mi musa tan sólo debo ofrendarle cariño y respeto, no me obliga, no me castiga. Con el amor y el agradecimiento está contenta y dispuesta a trabajar con lo que soy. Es verdad que a veces he de tocar específicamente a su puerta, y cierto es que a veces no me contesta, no me abre. En esos días debo esperar, y mientras, trabajo muy a gusto dedicado a la lectura, a transcribir, armar y estudiar. Al ver mi dedicación, ella aparece, llena de regalos, en el momento más inesperado y de las maneras más fantásticas. Así es mi musa, una entidad que va de la biología a la bioquímica, al ser espiritual pasando por lo ecléctico, magnético y emocional. La musa atiende a quien le llame. No es privilegio de unos cuantos iluminados, pero ¿quién en medio de la actual vulgaridad y la ignorancia supina está interesado en su consejo? ¿Quién en medio del torbellino de la violencia y la superficialidad está preocupado por saber que existe? ¿Quién en medio de las corruptelas, la tranza, la megalomanía y la posesión desmedida, está buscando momentos de inspiración artística? Las musas siempre están a la espera del llamado del que quiera crear mundos diferentes y sublimes, ese es su trabajo, revelarnos las maravillas posibles en la tierra. ¡Benditas sean!

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“Dominar a la naturaleza, someterla”, se nos dice tranquilamente, sin pena, desde que somos niños. ¿Dominar? Porqué mejor no se nos enseña a amarla y respetarla. Quizá por ahí algún maestro lo intente, o quizá esté por ahí el tema vagamente incluido en los programas de estudio. Debería ser más generalizado, más intenso. Un concepto filosófico, científico, práctico, permanente, compartido con los niños desde muy chicos. Conocerla, amarla, respetarla, trabajar con ella para que esto ayude a evitar la debacle que nos amenaza. Si niñas y niños supieran que son parte de ella, desarrollarían la conciencia necesaria para salvar al mundo. Esta transformación abarca a la familia, la escuela, el barrio, las ciudades, y debería comenzarse de inmediato.

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Señala Eduardo Schuré en su capítulo “Orfeo”, del libro Los grandes iniciados: “En aquellos tiempos, la Tracia era presa de una lucha profunda, encarnizada. Los cultos solares y los cultos lunares se disputaban la supremacía… Había guerra a muerte entre los sacerdotes del sol y las sacerdotisas de la luna”. Los ritos lunares, los de las mujeres, eran voluptuosos, con orgías. Esto me hace pensar que, al igual que los hombres, las mujeres siempre han sido muy ardientes, pero su ardor es receptivo y violento; coqueto y salvaje; suave y brutal; aparentemente manso y pasivo, pero volcánico y poderoso; aparentemente conquistado, pero es el que exige y obliga a la atención total. El hombre que se acerque ingenuamente a una mujer será despedazado, aniquilado. Para evitar esto, el hombre debe saber perfectamente cómo manejar sus armas, cómo blandirlas, y así el encuentro con una mujer puede convertirse en energía creadora para ambos. Una mujer puede enloquecer a un hombre, y viceversa. Querer someter a una mujer es absurdo. Ni aunque la tapen con ropas, ni aunque la encierren o la golpeen, podrán dominarlas porque su manera de ser es necesaria para el mundo de la vida. No se trata de una competencia, sino de una conjunción. No de dominar, sino de acoplarse.

Esa es la enseñanza que me dejan aquellas mujeres, las Bacantes de la mitología griega, que entre sus extremos orgiásticos y hasta criminales, tras el velo, esconden el brutal poder sexual femenino, que exige y se alimenta del poder fálico, que quiere y merece gozo sublime, intenso, enloquecedor. Verdades que no son fáciles de confesar so riesgo de parecer socialmente una desvergonzada, verdades que cualquiera puede comprobar al tener contacto íntimo con una mujer. Su romanticismo es real, pero es sólo el primer paso; su dulzura es sincera, pero es la antesala del desfogue total.

El hombre que logra enloquecer sexualmente a una mujer, puede confesar humildemente que ha vivido. Esto no lo logra cualquiera, y aunque es una hazaña, el goce sublime de la sexualidad, del encuentro de fuego entre un hombre y una mujer, es sólo el principio. El amor, la solidaridad, el cariño, y hasta el descubrimiento de lo sagrado, son pasos necesarios, porque con todo su poder cósmico y energético, la pura sexualidad no es suficiente. La realidad última es el descubrimiento, la toma de conciencia, de que el otro es un ser sagrado, un regalo de la vida, del universo. De que el encuentro con el otro posibilita el encuentro con uno mismo, el conocimiento de sí. El otro es la diferencia, nuestra complementación y nuestro espejo. Sin esa comprensión el sexo queda reducido a algo muy animal, satisfactorio de momento, placentero, pero muy limitado. Una deformación del potencial humano, puesto que sólo pretende someter y humillar a la mujer. Limitado, porque no logra satisfacerla ni siquiera sexualmente. Vulgar, porque no hay trascendencia.

¿Es delicioso el encuentro entre una mujer y un hombre? Sin dudarlo, pero hay que llevarlo más allá, hasta un territorio en donde a partir del placer intenso y turbador, se descubra que somos sagrados. Eso es lo que me enseñaron las Bacantes.

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Todo comienza con el gran ego del ser humano. Ego que proviene de su desarrollo ontológico, de la necesidad de su seguridad en el mundo, de su necesidad de supervivencia, de su impulso de existir, de defender lo vital. Pulsión de vida, diría Sigmund Freud. Ya después, rodeado de esas mismas circunstancias originarias que no le han abandonado, pero sometido a otras condiciones sociales, culturales y de contexto, el ego se convierte en una forma de avasallar a otros, ya conscientemente, a sabiendas. La imposición de nuestros dioses a otros grupos sociales, es el caso superlativo; la imposición a otros de nuestra visión del mundo, nuestra charla, nuestros temores, nuestros gustos, sin escuchar a los otros, ya es un avasallamiento. Muchas veces se lleva a cabo sutilmente, otras con gran cinismo. Y así se reproduce, de abajo hacia arriba, y de arriba hacia abajo, la dinámica del poder. Éste va de la mano con el ego, va abrazado de la megalomanía. Primero yo, después yo, y si queda algo yo. No hay voz para los demás, o se finge que la hay. En esa dinámica de ego y poder se desarrolla toda la historia de la humanidad. Una historia de invasiones, guerras, utilización de la mujer como botín, como mueble, una historia de agandalle, egolatría, intolerancia, supremacía, y falta de consideración para con los otros. Sin una crítica feroz hacia esta circunstancia, sin un entendimiento autocrítico para con nuestras actitudes, no hay forma de cambiar la realidad. Gobiernos vendrán y se irán. Promesas volarán por los aires. Líderes y salvadores se pasearán por las plazas públicas. Sin crítica y sin autocrítica a la génesis de la relación ego-poder, no habrá cambios posibles en la sociedad. Vamos comenzando.


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