Nací en el mero centro de la Ciudad de México, en el mero centro de Tenochtitlán. Soy tenochca hasta el tuétano. Cada quien cree que su barrio, su pueblo, su ciudad, su país, es el mejor, el más grande, el más importante. Hay algo de razón, pero no toda. Hay razón porque el lugar en donde nace uno es sagrado, simplemente por haber visto la luz de la vida ahí por primera vez. Falta razón al creer que es el único lugar importante, todos los son, y cada uno guarda algo valiosísimo para cada quien. En mi caso, me agrada mucho haber nacido en un lugar que es clave para la historia de la humanidad, en el centro de la cultura nahuatl, de la cultura mexica.
Cuando iba en la primaria y contemplaba ese “códice” en donde aparece una águila en el centro de unos canales que dividen a la ciudad en cuatro cuartos iguales, me quedaba absorto pensando, imaginando, cómo pudo haber sido aquello. Y esa águila, parada sobre un nopal, me dejaba ver que habíamos sobrevivido a pesar de la barbarie de la invasión española. Nuestra bandera actual aún tiene, también en el centro, a una águila majestuosa. Aunque niño, podía captar muy bien que ese era nuestro mito fundacional, que teníamos origen, historia, bases, memoria.
Porque ¿qué es de un pueblo sin memoria? Nada, sólo polvo en el viento. A pesar de los avatares que nuestra historia, personal y social, tengan, eso es lo que construye nuestro devenir, nuestro ser en el mundo. Aquella imagen en el Códice Mendoza la vi por primera vez en la primaria, pero no fue en un libro, sino en un álbum de estampas que por allá de los sesentas del siglo pasado estaban de moda. Toda la chiquillada juntábamos estampas para los diferentes álbumes que coleccionábamos. De animales, de personajes, de dinosaurios, históricos, etc.
Mis padres no nacieron en la Ciudad de México. Son de lo que antes se llamaba la provincia. De un rancho en Zacatecas, mi madre, y mi padre de un pueblo de Guanajuato. Ambos vinieron a México, y como en el cruce de los acueductos del Códice Mendoza, sus caminos se cruzaron, se enamoraron.
Al centro de la ciudad llegó a vivir mi madre, inmigrante de Zacatecas y Aguascalientes. Su orfandad la trajo para acá, ¿destino? ¿ karma? Seguido me hago esas preguntas, pero nunca encuentro respuestas. Mis abuelos maternos murieron como consecuencia de los sustos, persecuciones y bombazos de la guerra cristera. Enfermaron y ya no pudieron recuperarse.
Cuando mi madre llegó al D.F. huyendo de la orfandad, habitó en un cuarto rentado en la céntrica calle de 5 de mayo. Ahí conoció a mi padre, un estudiante de Derecho en la UNAM. Se amaron, mi madre se embarazó y regresó a esa habitación con un niño entre los brazos. Y según me contó mi madre, siempre estuvo atendida por gente desconocida, nueva, que no eran familiares, porque ella estaba aquí nada más con su hermano. En concreto, recuerdo que siempre mencionaba a una señora, que Dios la tenga en su gloria. ¿Cómo se llamaba? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo era? Quién sabe. De cualquier manera la bendigo. A cada segundo podríamos estar bendiciendo a alguien importante en nuestras vidas, hoy lo hago por ella. Esta señora la ayudó mucho. Creo que incluso cuando ella tuvo que volver al trabajo, esa señora me cuidaba y me atendía. Repito, no era de la familia, podría haber desaparecido y quién sabe qué hubiera sido de mí. Afortunadamente eran otros tiempos, la gente estaba mucho menos maleada que ahora.
A mi mamá le daban celos porque cuando empecé a hablar también le decía mamá a la señora, a las dos. Ese dato es muy interesante e importante. Me pregunto cuánto pueden influir en la psique profunda de una persona, de un niño, de un bebé, circunstancias como ésta.
Esa bendita señora también ayudó a mamá cuando recién parida cogió una fiebre que pudo haberla matado. Le habían dejado adentro un pedazo de placenta y eso le había generado una infección mortífera. No sé de qué manera le asistió, a qué médico fueron, el caso es que mi mamá aventó ese resto afuera, y pudo reponerse para amamantarme creo que un par de meses porque se le fue la leche. Quizá porque muy pronto se embarazó de mi hermano.
Me imagino que esa casa en la que vivíamos era medio oscurona, de cuarto grandes con techos altos, y cargados con toda la vibrota del lugar elegido por los mexicas para levantar su historia. Ese momento maravilloso, mágico, en que la luna llena se reflejó en una noche oscura sobre el lago de obsidiana. Y ahora, sobre esos lagos, se levanta el Centro de la ciudad, pero de aquella casa no sé ni cómo era ni en dónde estaba. Veo que todos los que escriben sus autobiografías o plasman sus recuerdos, son capaces de contar sabrosamente sus orígenes, yo no, no tengo los elementos, los desconozco, antes no lo había considerado, no estaba consciente. Lo único que sé con certeza es que era en el Centro y que era en la calle 5 de mayo. Es fácil echarle la culpa al destino, no quiero hacerlo. Son las circunstancias concretas de cada quien, generadas en actos concretos. No hay azar. No es que una fuerza secreta y oscura quiera borrar o torcer las circunstancias claves de nuestras vidas. Son las acciones de los seres que están involucrados las que son determinantes. Y así quiero asumirlo, para tener bien claro, aún con esas carencias, cuáles son los momentos claves de mi vida, y así poder conformarme, reconstruirme, rehacerme. Es lo más sano, lo más vital. ¡Para qué habría de inventarme una génesis maravillosa, casi mítica? Así como es me parece maravillosa y conforma mi mito, mis arquetipos. No sé cómo fue el zaguán, no sé cómo fue la puerta de entrada, si había pasillos, escaleras, para dónde daban las ventanas ni cómo era la cama. Aún si negara todo esto, seguro está en mi inconsciente grabado con fuego, ni con maldad ni con bondad, simplemente como hecho concreto. Eso sí, está grabado en lo más profundo de mi ser, y quizá esta sea la manera en que me doy cuenta.
Esa casa, ese ¿edificio?, no sé si viejo, si arruinado, si aún esté de pie, es vital, porque fue donde todo comenzó, bajo esa condiciones. No había tías, primas, hermanas, abuelas. Sólo la Providencia, la bendita Providencia, y esa señora. Cómo era ella, no lo sé, nunca lo sabremos, podría inventar, imaginar, lo único real es que lo desconozco por completo, pero sé de sus actos, de sus maravillosos actos, y eso me da un perfil muy claro de su alma a la que casi la palpo. Cuidar a mi madre, darle un té caliente, una pastilla, cobijarla, y, sobre todo, escucharla. Mi madre era muy platicadora y seguro le contó cosas, quizá hubo llanto, quizá. Muchas cosas sólo tienen el estatuto de un quizá. Y la señora también me cuidó a mí, también me cobijó y debe haberme abrazado, dirigido una palabras, ya que según me contó mi madre esa señora me quería mucho.
Esta historia no busca conmiseración ni lástima, simplemente buceo en el ser más profundo buscando cimientos para reconstruir mi presente, que es lo más importante. Sólo miro, observó, con eso basta, para entender, saber, conocer; para sanar cualquier herida, para llenar cualquier vacío, para ser íntegro, para los otros, para convivir, para vivir mejor. Al menos esa es la apuesta. El mundo es muy complejo, lo que ya fue será otra vez, pero tiro mis dados, que también juegan y construyen. Enciendo la luz, las luces. Sólo hago un corte en el continum de la vida.