Un gato paseaba por el filo de la barda frente a la casa de Norady. Era una vecindad pequeña de sólo seis casas en las que habitaban otras tantas familias. Uno de los departamentos fue desocupado y a las pocas semanas llegaron a habitarlo Santé y su familia. El lugar era muy pequeño, y la mamá de Santé empezó a comentar con los vecinos lo incómoda que se sentía ahí, ya que ella venía de un departamento bastante grande, el cual tuvo que desocupar porque, aparte de que se lo pidieron, era muy frío y oscuro, y le había ocasionado una enfermedad en el pecho.
A Santé le resultó muy desagradable cambiarse a ese lugar, a ese rumbo. No conocía a nadie, dejaba lejos a sus amigos, pero todo era por procurar el bienestar de su madre. Por eso, aunque a regañadientes, aceptó mudarse a esa casa que era una auténtica ratonera. Las primeras noches no podía ni dormir debido a que a menos de cincuenta metros pasaba el tranvía, y el sonido de las llantas metálicas sobre la vía, parecía originarse adentro de su casa.
El único medio para seguir ligado a su lugar de origen, a su antiguo y amado barrio, al que lo vio crecer desde pollito, era su bici. Le era a Santé lo que el caballo al cowboy. Era su corcel. De llantas anchas, freno de pedal, asiento de banana. Siempre tenía que estar en buenas condiciones, había que cuidarla de ponchaduras y banquetazos. Así que periódicamente la arreglaba de una u otra cosa. Trabajaba en el patio de la vecindad, a pleno sol. Durante las primeras semanas aquel patio tan sólo funcionó como pista de aterrizaje para caer al nido, dormir, comer, escuchar música y dejarse atender por la mamá y la hermana. Su casa era como un útero, siempre un retorno seguro, cálido. Cuando llegaba, la luz era puesta a medias con esos interruptores de moda entre los clasemedieros. Aquello era de veras un regazo apetecible. Al otro día, temprano, despegaba para ir a la prepa cinco, su muy amada prepa cinco. Regresaba a la una, comía y despegaba en su birula a su antiguo barrio. Así fueron los primeros tres meses de su llegada a la vecindad.
Al paso del tiempo, ya más reposado, Santé salía al patio. Habiendo cruzado unos cuantos buenos días, buenas tardes, con sus vecinos, tomó la suficiente confianza. Los saludos siempre iban acompañados por la sinfonía en motor mayor, claxon 438, música de fondo a la que los inquilinos ya estaban acostumbrados. Sabían que al abrir el zaguán los desbordaría un torrente de humo y ruido; el anuncio del parto de los Ejes viales que pronto modernizarían a la ciudad. Y aunque tan sólo se había desplazado una colonia, a él le parecía casi haberse cambiado de país. A China.
*
El gato, dueño de la barda, volvió a hacer su aparición, bordeando ahora por un flanco de la escalera que conducía a la azotea. Santé estaba tendido a la mitad del patio en medio de llaves, tuercas, balines de la masa, llantas, la cadena, en fin, con la bicicleta totalmente desarmada. Mientras trabajaba Santé pensaba: “Muchos han de amar su bicicleta como yo a la mía. Es mi caballo alado para recorrer las calles. Nunca he ido demasiado lejos, pero un buen cacho de la ciudad sí que lo he recorrido. Y qué tal esos días en que con mi hermano y amigos nos internamos en el misterio de la oscuridad nocturna para respirar el aire fresco, el poco tráfico, el silencio, y la belleza de la noche. Regresamos a casa hasta las 0.30 o una de la mañana, un tanto cansados, para reposar en la seguridad de nuestras casas. Ah, mi amada bicicleta, qué buenas aventuras he vivido contigo”.
Viéndolo bien, el patio no era tan repugnante. Lo rodeaban muchas plantas y flores distintas: dalias, azucenas, primorosas, diente de león, huele de noche y otras más. Las casa estaban dispuestas alrededor de un patio cuadrado, unas enfrente de otras.
Norady estaba lavando trastes en la cocina y desde ahí veía al gato y su andanzas. Al regresar la vista a sus quehaceres la mirada de Norady y Santé se encontraron por primera vez. Ella era una niña de dieciséis años, hermosa y nueva como una flor a punto de abrirse. Su cuerpo estaba ya desarrollado, sus piernas se erguían musculosas y torneadas. Destilaba ya una sensualidad animal. Los instintos de ambos despertaron y con ello su historia. En aquel encuentro de miradas no se adivinaba nada, porque nadie sabe exactamente qué pasará mañana.
Los encuentros y las miradas mutuas eran más frecuentes, poco a poco derivaron en coqueteos que subían y bajaban como las olas. Santé comenzó a fijarse en ella más detenidamente. Ver el cuerpo ligero y la sensualidad de Norady le hacía sentir que todos sus sentidos se alteraban. Sentimientos arrebatadores que sólo podían terminar en un encuentro demoledor de lujuria. Todo en un abigarrado y confuso paisaje mental que él no comprendía ni le interesaba entender. Esa fuerza desconocida, que empezó a crecerle, llenaba su vacío.
A sus 17 años Santé no había amado ni tenido una novia de esas que llamaban formales. No sabía lo que era tener una mujer entre los brazos y besarla. Y si alguna vez había besado, no fue como él quería y se imaginaba. Aquellos besos tuvieron para él un sabor raro, como la electricidad que se siente al colocarse una pila cuadrada en la boca.
Norady a los 16 años tampoco había tenido grandes experiencias. Era una adolescente que comenzaba a ser mujer. Era fresca y lozana.
En una de sus escapadas fuera del útero, haciendo relinchar su bicicleta, se encontró a Norady en la puerta de salida a la calle. La mirada se convirtió en palabra
-¡Hola!¿me das permiso de pasar?, dijo nerviosamente Santé.
-¡Hola! -respondió ella-, adelante.
Sólo fue eso, nada más . De toda la gama de tonalidades de voz, la de Norady le pareció exquisita. Era dulce, suave, con un tempo muy tranquilo. Partieron de ahí, pero ese lugar lo sintieron como algo muy especial desde entonces, como si tuviera una vibración particular que ellos con su encuentro había formado. Ella tropezó con una cubeta que estaba bajo la toma de agua. Él se enredó y estuvo a punto de caer hacia la calle, luego partió intentando hacer piruetas en la bici.