Norady salió a un mandado, por fin, y a Santé le valió gorro la mirada de la tía. Salió y fue tras ella. En la calle discutieron, se abrazaron y siguieron peleando. Él no aceptaba la propuesta de llegar después para disimular, pero la terca realidad se impuso y tuvo que quedarse afuera con la condición de que en cinco minutos entraría y ella saldría a hablar con él aunque fuera unos minutos sin importar que ahí estuviera la tía.
Entró Santé y Norady salió, tal como habían quedado. Eran las cinco treinta de la tarde y la familia reposaba la comida viendo la televisión. Afuera, en cuanto los muchachos se tocaron sintieron otra vez el calor. Se sentaron y él aprovechó para acariciarle la cadera. Justo en ese momento salía Glenda y alcanzó a ver. Como ella se volteó inmediatamente, Santé pensó que no habría mayor problema, quizá hasta habría comprendido, son chavos, se gustan, y por eso había hecho como que no había visto nada… en esos pensamientos estaba cuando salieron como tromba todos los familiares de Norady. El papá, Mario Terrazas, por delante, detrás la tía Erasma, y luego todos los demás. Don Mario gritó: ¡Métete inmediatamente!, y tú -señalando a Santé que estaba inmóvil- no quiero volver a verte con mi hija, cabrón degenerado, morboso!
¿Él le decía eso? ¿Él que tenía siete hijos? La cara de la tía estaba toda troquelada, casi echaba espuma, los músculos tensos, los ojos a punto de botársele, articulaba palabras que no alcanzaba a terminar. Glenda, la cuñada, observaba todo desde la puerta.
Norady entró a la casa con la cola entre las patas, sin chistar una sola palabra ni un murmullo en medio del griterío. Los hermanos la patearon al pasar y se siguieron con Santé hasta que volvió a intervenir don Mario: ¡ya déjenlo, vámonos! Se fueron retirando mientras le decían de groserías a Santé que se quedó sentado ahí entre la pasividad y las lágrimas contenidas. -Hijos de la … , pensó, ¿a poco ellos nunca lo han hecho? ¿y a poco por eso se consideran degenerados y calientes?
Glenda fue la última en entrar y la mirada fija de Santé sobre de ella la hizo bajar la mirada. De la coladera del patio salía un olor fétido. Santé se levantó, la tapó y salió caminando lentamente hacia la puerta. Tenía ganas de llorar, pero no lo hacía, pensarían que era débil, mariquita. Mejor regresarse y romperles los vidrios, pero no, Don Mario se había portado chido otras veces, además, los hermanos saldrían a madrearlo, la madre de Santé y sus hermanos se asustaría mucho y con más razón se opondrían a esa relación. Mejor dejarla ahí, a ver qué pasaba. Cuando cayó la noche, Santé regresó de sus pensamientos y volvió a casa. Norady se la había pasado acostada en la cama de abajo de las literas, arrinconada, llore y llore.
Déjenme ser utópico, pensaba Santé, por qué no nos dejan amarnos en paz, ¿no sería mejor, más sano, más limpio, más didáctico? Simplemente amarnos, incluso hasta sin compromisos, simplemente libres. No habría tanta prostitución, quizá ni enfermedades...mmmm…. No verdad, no es tan fácil, incluso, ¿cuántos desajustes sociales acarrearía esto? No cabe duda que es una utopía imposible, no se pueden seguir a ciegas los dictados de los impulsos sexuales. Por eso los prejuicios sociales son tan fuertes, demasiado, y quizá con razón. Si le jalas el hilo, ¿qué consecuencias se desencadenarían a partir de la permisividad total? No habría sociedad ni cultura ni nada, pensó Santé. Seríamos animales.
Tres semanas después, por fin, se fue la tía y con ella las desazones, llegó un clima respirable. Después del chisme de Glenda las cosas fueron tomando su nivel. A los pocos días, los muchachos estaban sentados otra vez en el patio, conversado, besándose rápido, a hurtadillas, y escuchando buena música. Santé había comprado un disco de George Benson, el Jazz on a Sunday afternoon vol. 1. Y estaba feliz, quería compartirlo. Cuando tenían muchas tareas, trabajaban en silencio con la música de fondo. Si los amigos de Santé llegaban a venir, él los despachaba sin miramientos, con la pura mirada. Quería permanecer todo el día con ella, y lo que estaba de su parte para deshacerse de los demás, lo hacía.
Ese lugar en donde se sentaban era como una cabina para salir al espacio exterior, una cabina ultramoderna, supersónica. Transparente, porque estaba a la vista de todos, pero irremplazable, porque a la vez era su hábitat íntimo. Santé compró diez metros de cable para extender sus audífonos desde el comedor de su casa hasta el patio (a pie del árbol). Estudiaban y platicaban escuchando música muy variada. Mátame suavemente con tu canción, en Sonido 89. Norady y Santé, telefónicamente, se habían hecho amigos del locutor. Era cuando la F.M. se había vuelto una moda, y la A.M era, así decían, para nacos, sobre todo por lo insoportable de los comerciales.
Sonido 89 buscaba ideas y practicas nuevas, radiaba un programa en vivo con discos y temas para desarrollar con la participación del público. Los muchachos a diario proponían temas, cooperaban y escuchaban. Poco meses después, la estación se convirtió en algo impersonal, y la línea de oxígeno les fue cortada a Norady, Santé, y a muchos más. Si no fuera porque él poseía centenas de discos hubieran quedados descubiertos musicalmente. Pero con el arsenal que poseía Santé pudieron seguir como si nada escuchando música de lo más variada, que iba de Mozart a los Rolling Stones, de Rigo Tovar a Mercedes Sosa, del Bossa nova a el Juanga, de Jethro Tull a Jorge Negrete, del Modern Jazz Quartet a Los Ángeles Negros. Siguieron estudie y estudie y ámese y ámese. Sacaron una mesita para colocar los libros y cuadernos, o para escribir a máquina. Lloviera o tronara, ellos estaba ahí sentados. Cuando la lluvia era muy fuerte abrían cuatro paraguas, como un abanico de colores, para guarecerse. La madre de Norady se asomaba y gritaba: -Métanse, está lloviendo mucho-, pero ellos ni respondían. Santé apretaba fuerte la mano de Norady y un rayo caía como para soldarlos. -Ya métete, Norady-, volvía a insistir, enojada, la mamá. Mas ellos seguían ahí, y el suave calor de sus cuerpo, uno junto al otro, los animaba. Ella se tapaba las piernas con una cobija, y él la acariciaba por debajo. Seguía lloviendo. ¡Qué piernas tan torneadas, tan fuertes!