Su cuerpo era una escultura entre las gotas de la lluvia. El olor a humedad los excitaba más. Santé se acercaba, estaban atentos a cualquier movimiento, la besaba rápido, la acariciaba. Se sentía en una especie de teatro guiñol, o mejor dicho en un anfiteatro, había un adelante y un atrás del escenario. Al tocarla, Norady movía sensualmente su cuerpo. Las caricias la derretían, mientras Santé iba y venía, vigilante, sumergiendo la cara en el cuello de ella. Comenzó a hablar muy suave: -Niña, te quiero más que a nadie en el mundo, me encantas, muñequita…mmmhh…
En realidad, Santé nunca había podido besar bien a Norady, qué más hubiera querido él que nunca había besado bien a una mujer. Y, a pesar de su más ardiente anhelo, no podía realizarlo como él lo imaginaba. Sus labios se ahogaban en ese ardiente fuego que no era apagado. Y en la prepa tampoco se podía, sólo encuentros también prontos y fugaces. A diario, día tras día, esperaba el momento en que alguien no estuviera, en que se pudiera, pero no, siempre estaba alguien cerca, y si no había nadie, el miedo a que de pronto algún familiar de ella apareciera en el horizonte, era freno suficiente para no intentarlo. Pero, oh, qué paradoja, sentados, encubiertos por una cobija que simulaba respeto y castidad, era más fácil acariciar todo lo que se podía. Aunque fuera rápido, una pasada, esta era suficiente para paladear el calor de su cuerpo y disfrutar de su olor personal, su perfume, pero de besos nada y ese fuego insatisfecho quemaba no sólo sus cuerpos sino sus almas.
Los días siguientes pasaron a otras formas y variantes de su amor autodidacta. Ella sentada, él parado; ella adentro, él afuera. Estudiando y conversando, tejiendo ilusiones.
Hasta un día en que insólitamente no había nadie, Norady lo llamó para que fuera a su casa, y para su gran sorpresa la puerta estaba entreabierta. Santé empujó la puerta y ahí estaba ella, desnuda como una mujer salida de un cuadro de Botticelli, como una aparición celestial y afortunada, desde el fondo del último cuarto de su casa, envuelta en una toalla que luego abrió, que desplegó como los pétalos que caen de una flor. Desnuda. Santé nunca había visto a nadie así. Se impresionó, sintió todo el poder que tiene una mujer, toda la vida estaba ahí, en ella, en ese momento. Era como una aparición, una epifanía. Como siempre, todo fue muy rápido, ella dejó la puerta abierta para que él la viera. Para eso lo había llamado. Momento fugaz, pero revelador. Como hierro candente lo marcó para siempre. Eso era una mujer…
En los hechos, la madre de Norady consentía los actos de su hija, es más, deseaba conocerlos. Quería saber de qué se reían, de qué hablaban, estar cerca de ellos. A Santé no le disgustaba tanto, la pasaban bien, platicaba con la señora, se reían. Podría decirse que la señora Terrazas hasta sentía cariño por él, su futuro yerno. La doña no había podido estudiar y veía con buenos ojos que su hija anduviera con un futuro profesionista, que además -creía ella- era tranquilo, sin vicios. Santé estaba en la prepa en el área de físico-matemáticas, iba para ingeniero petrolero.
Alguna vez salió el tema de la política, y la mamá de Norady afirmó que no le interesaba hablar de eso porque no servía para nada. –A fin de cuentas, siempre gana el mismo, ¿o no?- sentenció con sabiduría. Eran los tiempos del invencible PRI, del pensamiento único, del carro completo. Cada nuevo presidente se convertía en un semidiós, inatacable, perfecto, incuestionable, superdotado, infalible, sabio, salvador de la Patria, un mesías amado y vitoreado por las masas acarreadas en cuanto baño de pueblo se organizaba a lo largo y ancho del país. Lo que usted diga, Señor Presidente. La señora Terrazas no sabía si existían otros partidos políticos o no, ni le interesaba. No podía distinguir un partido de otro y nunca votaba. Santé era crítico del partidazo, deseaba que esos tiempos de dedazo y semidioses terminara para siempre y que nunca más volviera.
La señora se llamaba Eulalia Benítez, pero como que ya no le gustaba su nombre, había adoptado el apellido de su esposo de manera natural, además de que así se usaba en esos tiempos. Ahora era la señora Terrazas, se oía más respetable, según decía. Su esposo, don Mario, el padre de Norady, era un hombre trabajador, que al volver a casa seguía trabajando en una cosa o en otra pintando, cocinando, arreglando una puerta, saliendo a pasear con su familia, o yendo a la peluquería de la esquina para platicar con los cuates que ahí se reunían. Era hijo de campesinos arraigados en la ciudad desde los años treinta del siglo veinte. Hombre dicharachero, platicador, y que siempre que contaba un chiste éste era invariablemente colorado.
La mamá de Norady gozó en secreto, en silencio, la fogosidad de su marido. Don Mario Terrazas era impulsivo y ardiente. La señora le mostró a Santé fotos de cuando ella era joven. En una, ella iba caminando en una calle del Centro de la Ciudad de México. El sol brillaba a plenitud, quizá sería a principios de los sesentas, su vestido se dibujaba en el aire abriendo el espacio. El cabello le caía al hombro, chino y brillante. Era la sexta hija de un total de once.
Santé se preguntaba si era posible que los padres quisieran prolongar su juventud por medio de sus hijos. Le resultaba triste la falta de experiencia del joven para comprender la vida, como esto de que una madre persiguiera por todos lados a la hija, intentando trazarle su destino. “Péinate así; te compré esta ropa; hoy no sales; esta es tu ropa interior”. Era indiscutible que Santé contaba con la simpatía de doña Eulalia Benítez, si no, ¿cómo podría andar con Norady?, y eso lo enfurecía. Él, que no aceptaba órdenes de nadie, dependía ahora totalmente de esta señora matriarcal.
La actitud de Norady era de total sumisión, nunca levantaba la voz ni gritaba, cuando se enojaba sólo lloraba. Esto también exasperaba a Santé que hubiera querido respuestas violentas y cortantes como estaba acostumbrado él mismo. Por ejemplo con su padre, el hombre que ahora era su padre, que cuando el señor decía para acá, Santé decía para allá. Nunca podía hablar con él con calma y profundidad, decirle lo que pensaba, lo que le angustiaba, sus anhelos. Siempre terminaban tensos y aferrados cada uno a lo suyo.