/ lunes 26 de febrero de 2018

Oruga que murió antes de ser mariposa / Interrupción de la lectura

No se termina de ser hombre racional desde lecturas pasadas. La conclusión implica definición y ésta, por su parte, está en constante movimiento. De ahí que —como lector— sea más bien una oruga que murió antes de ser mariposa: cuando creí tener alas, resultó que sólo eran muñones de una triste e incompleta sensación-de-ser.

Y aunque la lectura como búsqueda fue constante, nunca pasó de ser un triste pabilo de luz (realidad casi extinta). Quiebres literarios (internos) a la vez que gramaticales (externos) dieron como resultado un abrir y cerrar de puertas no siempre precisas: libros para-ser o para-no-ser, desde páginas infinitas en tinta de fuga. Después de todo, la construcción ontológica-lectora es cosa de insistir en la lectura (consciente o inconsciente).

Y en esa constante lectura (no siempre victoriosa), perdí horas-de-ser. Caí ante las fieras que me persiguieron como presa. Confundido y sin camino me extravié al querer volar siguiendo destinos inútiles e insubstanciales. Mi torpeza lectora me condujo hasta textos que nunca echaron raíces. En ese sentido quedé inmóvil en una velocidad continua: así se desplazaban las páginas en las que me perdía.

Por eso la inmovilidad como conciencia: porque no se puede volar siendo aún oruga. Las palabras no son para todos. Cada quien hace nido y alas en diferentes momentos escriturísticos. «Ser» y «no-ser» desde la lectura implica un constante recorrido en fuga; pero las alas de mariposa saben esperar.

Aun así, cuando se es oruga, qué se puede esperar de la vida. Cuando se tiene ante los ojos el horizonte, no hay mayor tentación que apurarse a crecer. La vida se vuelve motivo de búsqueda hacia el exterior. Todo está afuera: las voces, los cuerpos, la voz, la realidad. Sólo el silencio se atreve a interrumpir esa búsqueda, aunque su sonido es casi nulo; por eso hay que poner mucha atención, para poder escuchar al silencio. Y las orugas —hay que reconocerlo— somos malas para eso. Casi todo el tiempo estamos pensando en nuestra propia realidad apuntalada.

Así pasaron mis años de lectura: entre buscar hacia afuera y tratar de ver hacia adentro (oruga en posición fetal). Sin embargo, no hubo relación entre estos dos movimientos que —al final— terminaron por difuminarse. El exterior nunca llegó hasta mis puertas, y el interior terminó por morirse: las raíces que no crecen se ahogan en sus propios sueños.

Por eso, reconocerse como oruga es el principio de nuestra propia voz. Es el primer paso para advertir que la lectura no es un tren descarrilado que nos lleva de manera fatal, sino un barco pequeño que se mueve entre el vaivén de los años; años que nos llenan de experiencia cuando sabemos mirar nuestra pertinaz pequeñez.

Al respecto hay que aclarar que ʻexperienciaʼ no significa acumulación de años, sino —más bien— una posición crítica ante la realidad que somos (y estamos siendo). Las orugas, en ese sentido, tejemos desde nuestro «ser-ahí» y nuestro «hablar-aquí» una realidad en constante movimiento.

Al final el ahí y el aquí terminan por configurar una silueta que aspira a volar como mariposa. Los intersticios que los separan no son del todo reales. Así la experiencia se nos vuelve cuchillo de doble filo. Y, ¡ay!, cuántas veces nos hemos cortado con nuestra propia voz; porque ser-voz no es solamente hablar, sino estar (con todas las consecuencias de ese estar) en la realidad en la que irrumpimos. Al respecto piénsese en el zumbido de abeja que llena espacios en urdimbre de repetición.

Después de todo, la lectura es la posibilidad de que la no-realidad sea más real que la realidad misma. Los lectores-orugas sabemos que en ella (la lectura) todo puede suceder, por eso la necesidad de los moldes escriturarios salvíficos: aquellos que nos regresan a nuestra propia humanidad de orugas, sin que por ello nos quieran educar como gusanos.

Por el contrario, estos moldes tienen la particularidad de burilar las aristas que nos impiden crecer como mariposas, pero solamente cuando nosotros —como lectores— aprendemos a reconocer y a utilizar las letras. En otras palabras: las voces de los libros son nuestras propias voces cuando aprendemos a leer como orugas, lejos de pretensiones bufas que sólo buscan simular ser lectores.

Pero yo no soy del todo oruga: recién he empezado a ser raíz, tierra, olvido. Así mi ser se ha difuminado con las palabras de los demás. Por eso hoy me tejo con hilos de sustancia ajena; mis voces se nutren, además, de sensaciones inacabadas en grama. En ese sentido, no puedo afirmar que sea un lector consumado. La realidad es que apenas si puedo levantar la mirada hacia un espacio indefinido. Hoy la ortografía se me ha vuelto metafísica; la literatura, lógica; y la sintaxis, ética. Cada página que he leído es testigo de la difuminación de mi propio ser. No hay, en ese sentido, nada más que decir, excepto que apenas he empezado a leer; es decir, a ser-siendo desde la palabra escrita (interrumpo la lectura, para empezar a leer).

No se termina de ser hombre racional desde lecturas pasadas. La conclusión implica definición y ésta, por su parte, está en constante movimiento. De ahí que —como lector— sea más bien una oruga que murió antes de ser mariposa: cuando creí tener alas, resultó que sólo eran muñones de una triste e incompleta sensación-de-ser.

Y aunque la lectura como búsqueda fue constante, nunca pasó de ser un triste pabilo de luz (realidad casi extinta). Quiebres literarios (internos) a la vez que gramaticales (externos) dieron como resultado un abrir y cerrar de puertas no siempre precisas: libros para-ser o para-no-ser, desde páginas infinitas en tinta de fuga. Después de todo, la construcción ontológica-lectora es cosa de insistir en la lectura (consciente o inconsciente).

Y en esa constante lectura (no siempre victoriosa), perdí horas-de-ser. Caí ante las fieras que me persiguieron como presa. Confundido y sin camino me extravié al querer volar siguiendo destinos inútiles e insubstanciales. Mi torpeza lectora me condujo hasta textos que nunca echaron raíces. En ese sentido quedé inmóvil en una velocidad continua: así se desplazaban las páginas en las que me perdía.

Por eso la inmovilidad como conciencia: porque no se puede volar siendo aún oruga. Las palabras no son para todos. Cada quien hace nido y alas en diferentes momentos escriturísticos. «Ser» y «no-ser» desde la lectura implica un constante recorrido en fuga; pero las alas de mariposa saben esperar.

Aun así, cuando se es oruga, qué se puede esperar de la vida. Cuando se tiene ante los ojos el horizonte, no hay mayor tentación que apurarse a crecer. La vida se vuelve motivo de búsqueda hacia el exterior. Todo está afuera: las voces, los cuerpos, la voz, la realidad. Sólo el silencio se atreve a interrumpir esa búsqueda, aunque su sonido es casi nulo; por eso hay que poner mucha atención, para poder escuchar al silencio. Y las orugas —hay que reconocerlo— somos malas para eso. Casi todo el tiempo estamos pensando en nuestra propia realidad apuntalada.

Así pasaron mis años de lectura: entre buscar hacia afuera y tratar de ver hacia adentro (oruga en posición fetal). Sin embargo, no hubo relación entre estos dos movimientos que —al final— terminaron por difuminarse. El exterior nunca llegó hasta mis puertas, y el interior terminó por morirse: las raíces que no crecen se ahogan en sus propios sueños.

Por eso, reconocerse como oruga es el principio de nuestra propia voz. Es el primer paso para advertir que la lectura no es un tren descarrilado que nos lleva de manera fatal, sino un barco pequeño que se mueve entre el vaivén de los años; años que nos llenan de experiencia cuando sabemos mirar nuestra pertinaz pequeñez.

Al respecto hay que aclarar que ʻexperienciaʼ no significa acumulación de años, sino —más bien— una posición crítica ante la realidad que somos (y estamos siendo). Las orugas, en ese sentido, tejemos desde nuestro «ser-ahí» y nuestro «hablar-aquí» una realidad en constante movimiento.

Al final el ahí y el aquí terminan por configurar una silueta que aspira a volar como mariposa. Los intersticios que los separan no son del todo reales. Así la experiencia se nos vuelve cuchillo de doble filo. Y, ¡ay!, cuántas veces nos hemos cortado con nuestra propia voz; porque ser-voz no es solamente hablar, sino estar (con todas las consecuencias de ese estar) en la realidad en la que irrumpimos. Al respecto piénsese en el zumbido de abeja que llena espacios en urdimbre de repetición.

Después de todo, la lectura es la posibilidad de que la no-realidad sea más real que la realidad misma. Los lectores-orugas sabemos que en ella (la lectura) todo puede suceder, por eso la necesidad de los moldes escriturarios salvíficos: aquellos que nos regresan a nuestra propia humanidad de orugas, sin que por ello nos quieran educar como gusanos.

Por el contrario, estos moldes tienen la particularidad de burilar las aristas que nos impiden crecer como mariposas, pero solamente cuando nosotros —como lectores— aprendemos a reconocer y a utilizar las letras. En otras palabras: las voces de los libros son nuestras propias voces cuando aprendemos a leer como orugas, lejos de pretensiones bufas que sólo buscan simular ser lectores.

Pero yo no soy del todo oruga: recién he empezado a ser raíz, tierra, olvido. Así mi ser se ha difuminado con las palabras de los demás. Por eso hoy me tejo con hilos de sustancia ajena; mis voces se nutren, además, de sensaciones inacabadas en grama. En ese sentido, no puedo afirmar que sea un lector consumado. La realidad es que apenas si puedo levantar la mirada hacia un espacio indefinido. Hoy la ortografía se me ha vuelto metafísica; la literatura, lógica; y la sintaxis, ética. Cada página que he leído es testigo de la difuminación de mi propio ser. No hay, en ese sentido, nada más que decir, excepto que apenas he empezado a leer; es decir, a ser-siendo desde la palabra escrita (interrumpo la lectura, para empezar a leer).

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