Una de las experiencias que marcaron mi vida cuando iniciaba en estos complicados artilugios del arte escénico, fue mi encuentro con La Casa del Teatro. Para muchos de los actores de mi generación (hablo de la década de los 90), repartidos a lo largo del territorio nacional, la presencia de maestros como Luis de Tavira, Rogelio Luévano, Teresa Rábago, Antonio Peñúñuri, Jorge Vargas, entre otros guías de la casa de estudios citada, significó un parteaguas que marcó nuestra vida profesional definitivamente, permitiéndonos acercarnos a una idea de Teatro que antes de este arribo, cuando menos yo, no hubiera siquiera imaginado.
Maestros que con una palabra, con una acción, con una simple mirada, encausaron actitudes cuya adopción haría, tal vez, más transitable el duro camino. Lecciones que en sí mismas eran consignas e indicaciones, sugerencias y revelaciones. Lecciones de paciencia ante el ímpetu de una juventud que quiere correr inevitablemente hacia la escena, porque ése es el lugar y no otro en el que a toda costa queremos estar los actores.
¿De qué manera impactan las palabras de un maestro en la formación de un artista? ¿Cuánto una frase logra transformar su mirada y otorga una dirección a su vida? Tal vez no lo sepamos de cierto en el inicio del camino, pero con el paso del tiempo, vamos sopesando palabra a palabra, gesto a gesto; y aquello que nos golpeó en el ego o en el ánimo, un día se convierte en verdad, en sentido, en postura, en el mayor sostén del trabajo en escena. Ojalá la memoria no me traicione pronto, porque no quiero olvidar; como sí quiero hacer un merecido homenaje a esos seres a los que les debo mucho de lo que ahora soy.
Palabras más, palabras menos, en mi mente permanece el eco de frases como:
* “No te puedes quedar en la orilla del precipicio. El teatro te exige levantar las manos y lanzarte al vacío. ¿Qué va a hacer usted?”.
* “Vaya con su familia, que ahora la necesita, el teatro la espera, pero la vida no. Antes que actores, somos seres humanos”.
* “No siempre el camino más corto es el más interesante. Deje de buscar atajos. Viva”.
* “No hay actores buenos o malos. Hay actores o no hay. Usted decide”.
* “Cuando uno nombra las cosas, debe asumir la responsabilidad que esto conlleva. Y es hora de que deje de decir que es una actriz en formación. Asúmase como tal y trabaje en ello”.
Nunca pasó por mi mente el llegar a ser famosa: figura pública ovacionada y reconocida por participar en el engañoso mundo de las telenovelas, de alguna serie o cinta de cine. Romántica al fin, me cautivó desde siempre el arte efímero, el que se entrega por completo en un instante, el que obliga a vivir aquí y ahora, el arte de los secretos compartidos en la intimidad de la luz o la penumbra, el arte de la percepción y del encuentro mágico de muchos seres que deciden unir su mirada en un mismo punto que es la escena.
“Esta es una carrera de resistencia”, hemos escuchado muchas veces; pero ésta es una sentencia que predispone a vivir a la defensiva en relación al resto de los colegas; porque si damos por verdad este pronunciamiento, las acciones, en consecuencia, encierran la premisa de “el fin justifica los medios”, alimentando un espíritu competitivo que no le permitirá al actor vislumbrar el sentido colectivo del teatro.
Actuar no es una carrera, sino una forma de habitar la vida. Asumiendo que su riqueza radica en que está llena de retos, no de obstáculos y que éstos se superan en colectivo, los cuales, una vez superados, dan pie a otros más complejos y por ello, más enriquecedores.
Con esta perspectiva del teatro he aprendido a caminar. Los responsables son aquellos guías que tuve y que tengo en agradecimiento por haberme enseñado no a actuar, sino a distinguir la diferencia entre querer ser visto y desnudar el alma en escena; entre querer transmitir un mensaje y compartir un punto de vista; entre buscar vanagloriarme con los pequeños triunfos y perseguir el sueño de ser cada día tan solo un poco mejor; entre negar los errores cometidos y aceptarlos para luego convertirlos en aciertos; entre parecer y ser; entre la miseria que traen consigo los actos individualistas en contraste con la riqueza que te brinda el saberte parte y trabajar por tu comunidad.
Nunca sabré bien a bien, cuándo fue el primer momento en el que se cruzó por mi mente la idea de hacer teatro. Sólo sé que un día no resistí la tentación y decidí que quería aprender a actuar. Pero ¡oh, sorpresa!, nadie te enseña a actuar y, aunque es imprescindible que cuentes con una buena técnica, una cierta sensibilidad y hasta un poco de talento; aunque sea requisito indispensable estar dotado de habilidades para ser capaz de convertirte en “otro”, “ser otro” a voluntad, al final te das cuenta de que no es lo más importante. Porque antes que saber actuar hay algo más difícil de asimilar, de aprender, de incorporar y a la larga, de sostener en la vida cotidiana del teatro.
Ese “algo” imprescindible, tiene que ver con la formación humana, con la adopción de ciertos principios que harán que el tránsito por los escenarios tenga un sentido; tal vez imperceptible a los ojos del espectador, pero infinitamente sustancial y trascendente para el actor.
Se trata de decidir el tipo de actor que se quiere ser y, aunque el camino nunca se presenta del todo claro, entre más pronto se llegue a esta conclusión, más certezas y más satisfacciones encontrará en los sacrificios que implica esta forma de vida.
Terminar una carrera, diplomarse o recibir cátedra en talleres aislados en actuación, forma, pero no hace actores; sin embargo, encierra una ventaja y un gran valor: es el mejor, el más sólido de los principios sobre los cuales un actor comienza su verdadera construcción, la construcción de su ser que, afortunadamente, una vez que inició, no terminará jamás.