Peter Brook y la dirección de escena

Tinta para un atabal

David Quintero

  · sábado 18 de mayo de 2019

Fotos: Especiales

Entre la obra escrita por el dramaturgo y las interpretaciones de los actores media un enorme espacio creativo que muchas veces es completamente invisible a los ojos del espectador: se trata de la labor y oficio del director de escena. Por estos días una figura trascendental del teatro mundial, figura protagónica en el contexto de la dirección escénica como lo es Peter Brook, ha sido distinguido con el Premio Princesa de Asturias del gobierno español, razón de más justificable para reflexionar en torno a la labor del director de escena.

El director escénico como figura creativa plena y autónoma, surge en el teatro de manera muy reciente, apenas hacia finales del siglo xix y principios del xx. ¿Quiere esto decir que antes de esta época las escenificaciones teatrales eran un amasijo caótico? En absoluto: existen importantes antecedentes de la figura del director de escena que lo suplieron de manera harto efectiva.

En la Grecia Clásica (sigo v a. de C. y posteriormente) existía el Corego, un ente que aglutinaba las labores del director de escena, el coreógrafo y el productor, de acuerdo a la concepción actual que tenemos de estas actividades. La diferencia estriba en que casi por regla general era el mismo dramaturgo quien se asumía como Corego, por lo tanto se podría decir que la “dirección” era una simple extensión de las labores del dramaturgo.

Otra figura que podría funcionar como el símil del director de escena es definitivamente el Capo Cómico, de la Italia renacentista. El “Jefe de los actores” (significado de Capo Cómico) era generalmente uno de los integrantes más antiguos de la compañía y por lo tanto, el que contaba con más experiencia; en él recaían muchas responsabilidades, desde actividades administrativas, organizativas, creativas y un largo etcétera. Para nuestros estándares actuales, el Capo Cómico era una suerte de director artístico de la compañía y su labor propiamente dicha como “director de escena” consistía en preparar la escenificación de un texto determinado mediante el reparto de personajes entre los actores, de acuerdo a su jerarquía dentro de la compañía, así como el orden y acomodo de los actores sobre la escena, de acuerdo al criterio de importancia y lucimiento de los principales integrantes de la agrupación. La corrección de errores y el entrenamiento para una formación teatral también eran sus responsabilidades.

Muchas de las actividades, como la supervisión de ensayos, sobrevivieron a la figura del Capo Cómico y fueron adjudicadas al Regisseur (del alemán ‘regidor’). El Regisseur era una especie de asistente técnico en una compañía; no tenía la capacidad de tomar decisiones creativas pero sí la responsabilidad de ensayar y corregir errores en una escenificación.

Curiosamente la figura del Regisseur ha sobrevivido hasta nuestros días en el contexto de la danza: el Regisseur, sin ser un coreógrafo y por lo tanto sin el derecho a tomar decisiones creativas, se encarga de la supervisión de ensayos de coreografías.

¿Qué es lo que a final de cuentas distingue a la figura del director de escena en la actualidad, ya concebido como un creador? Precisamente la capacidad de crear una obra artística autónoma e independiente en cada uno de sus montajes. El director de escena debe entender que su labor creativa no radica en la ilustración-traducción de una obra dramática al lenguaje escénico.

Pero tampoco se trata de un mero intérprete de las ideas expuestas por un dramaturgo en su obra. Su trabajo consiste en crear una puesta en escena como producto artístico, en coordinación con otros creadores como el dramaturgo, el actor, el escenógrafo, el iluminador, etc.

Para ejemplo basta un botón: Sueño de una noche de Verano, Hamlet, La Tempestad de William Shakespeare, Marat-Sade de Peter Weiss, El Mahabharata (¡con duración de 9 horas en escena!), Panorama desde el puente de Arthur Miller, Carmen de George Bizet, Ubu rey de Alfred Jarry y un largo etc. son sólo algunas de las puestas en escena de Peter Brook. Cada texto ha recibido un enorme respeto y cuidado, no obstante cada uno de sus montajes conservan una autonomía tal que han logrado un lugar trascendental en el aprecio y admiración colectivo no sólo como obras artísticas sino como obras maestras patrimonio de la humanidad en el contexto teatral.

El premio Princesa de Asturias concedido a Brook este año no es más que el corolario de una enorme trayectoria profesional que le ha significado ser un referente obligado para todos aquellos que conformamos la comunidad teatral, con especial dedicatoria a aquellos interesados en la dirección escénica; hay que estudiar sus puestas en escena, escucharlo hablar y entender cómo ha logrado alcanzar el lugar del mejor director del mundo. Gracias a internet hoy por hoy las nuevas generaciones tienen acceso a este valioso patrimonio y el desaprovecharlo sería un error por demás absurdo.

En nuestro país gozamos de una enorme herencia cultural en lo que a dirección escénica se refiere: nombres de la talla de Seki Sano, Fernando Wagner, Dimitrio Sarrás, Héctor Mendoza, Ludwik Margules, Luis de Tavira, Julio Castillo, entre muchos otros, son referentes ineludibles para la escena mexicana porque han marcado una línea de importancia innegable para la formación del director de escena en México.

Afortunadamente Peter Brook, en su faceta de pedagogo, se ha preocupado por este fenómeno y nos ha legado una serie de textos imprescindibles para la formación del director que con el paso del tiempo se han vuelto enormemente accesibles: El espacio vacío, El punto de desplazamiento, La puerta abierta, Shakespeare, La calidad de la misericordia y La punta de la lengua, son algunos de los textos de Brook que forman su legado para las nuevas generaciones.

¡Larga vida a la Dirección de Escena y larga vida a Peter Brook!