Bien conocida es, por quienes conocimos a José Luis de la Vega, su propensión a la camaradería franca, a la solidaridad desenfadada y a la didáctica lúdica. A quien esto escribe le consta eso y más. Quiero aprovechar estas líneas para platicar un poco acerca de su forma de ver la vida y la manera en que, poco a poco, fue tornándose en mi maestro y amigo, al grado de afirmar que pienso y actúo como lo hago, en gran parte gracias a mi continuo contacto con él, con sus letras y con su cosmovisión.
Seguro estoy que apenas leído este primer párrafo, con entrecortadas risas, ya se habría deslindado y dicho que así me conoció, a lo que yo respondería con un: “Oh, prof, pérame, dejame seguir…”, a lo que me diría: “Síguele, güey, vas bien…”, seguido de otra risotada, cosa que aprovecharía yo para insistir:
Yo le conocí a finales de los años ochenta; estudiaba en la preparatoria Sur y él daba clases ahí. No fue mi maestro en aquella ocasión, pero el resto de la vida sí. Tres décadas interactuando con quien hace apenas tres días falleció ha hecho que se me caiga la concha y me sienta vulnerable, triste, emputado y poco ganoso de escribir, por eso que mejor estoy platicando esto. “…se me caiga la concha y me sienta vulnerable, pinche Ciego tan sentimental”, interrumpiría el profe y, como siempre, y como nunca, cuanta razón tendría…
No es que el dolor me anuncie artritis reumatoide y mis falanges se nieguen a dejar aquí testimonio de la sensación de vacío, tampoco es que la sustancia oftálmica que amenaza con interrumpir por segundos lo que escribo, me anuncie una vista cansada, además de miopía, mucho menos esta repentina sed que está a punto de hacerme levantar e ir a buscar una cerveza, un tequila, un mezcal, un ron, un pulque o cualquier bebida espirituosa con cual decirle: “A tu salú, mi Prof., yo te quiero un chingo”. No. Es que en realidad me pesan las manos, es que quiero llorar, es que quiero ir a libar algo y despedirle como se merece, es que quiero dejar aquí constancia de tanto cariño que le profesé, que le profeso… “…Uh, ya empezaste, cabrón”, me volvería a decir, soltando esas carcajadas tan conocidas por tantas generaciones de estudiantes, de rivales políticos, de cantineros, de familiares, de correligionarios y de amigos; es aquí donde quisiera insertarme yo, donde espero me hubiese albergado José Luis, en aquel mismo sentimiento de amistad que el que yo le obsequiaba.
Aquí, José Luis, encendería un cigarro sin filtro, guardaría el encendedor en la bolsa de la camisa, le daría una buena fumada y haría el ademán de interrumpir mi perorata cursi, pero se quedaría callado y, con la mano, haría el ademán de “síguele, síguele…”. Ahora yo, nomás por no dejar, le diría: “…ora qué, pinche Prof, a ver, ora qué…”, a lo que, sonriendo, diría: “…qué se ha visto”.
El título de esta intervención, por cierto, es el motivo de mis líneas, nada más que el profe me distrae: En la vida, no sólo en los diferentes talleres que intentamos (siempre como maestro, por supuesto pero siempre, también, como compañero), José Luis de la Vega arrojaba luces, como no queriendo la cosa, pero también de una manera contundente, cuando se trataba de hacerlo con diálogos, en el sentido platónico. Sin embargo –y he aquí el título– su ironía, remanente actual de la mayéutica socrática, era la finísima manera de colaborar para que su interlocutor (o sea nosotros) encontrara alguna veta para el auto reconocimiento. Sócrates, con su mayéutica, propone que el maestro pregunte al alumno y no el alumno al maestro; así, aquel sacará el conocimiento que trae consigo, gracias a las preguntas que recibe. La versión actual (que no última) de este método es la ironía, y Jose Luis, el Profe, el Chamula, mi amigo y maestro, era fino para ello: “¿Sí chismoso?”, me dirá, nomás por no dejar lugar a dudas. Le diré: “…No, neta, pinche José Luis, nomas que a lo mejor no te das cuenta…”. Riendo me espetará: “Bueno y si me doy cuenta, qué, güey…?”.
Intentando no salirme del tema, después de las carcajadas de rigor, en todos los encuentros que durante seis lustros tuve con mi querido amigo y maestro, me sirvo un… un güisqui, sí esta vez estaremos libando un güisqui, con agua quina y hielos. Habrá algo de fondo, entre Miles Davis, Janis Joplin o Tchaikovski. Tal vez cinco o seis amigos más en derredor, pero como yo escribo esto, nomás en la mesa, como muchas veces, mi Profe y yo.
“A ver, pinche Ciego –me dirá–, si vas a poner algo, así de pinche sentidito porque me fui, por que eres ateo y no crees volverme a ver ya nunca, ni en forma de lombriz, ni en tus sueños…”. “No, pérame, güey, pérame –le interrumpiré–, en mis sueños sé que sí, pinche subconsciente es cabrón, sé que sí, pero ese no es el punto”. “Ja, ja, ja –reirá de nuevo– ¿Si ese no es el punto, entonces cuál es? Si vas a hablar de mí, nomas di que yo siempre andaré aquí, en la necia…”. “Eso ya lo sabemos todos, maese” –le contestaré, mientras me levanto a orinar. “No todos, pinche Chucho, no todos… ¿ves? – Me contestará, a punto de soltar otra de sus clasiquísimas frases– : Por eso los hacen chechos…”.
Retornando yo del baño ya no le encontraré, ni en la sala, ni con los demás amigos. Se habrá ido. Se habrá ido mi amigo y maestro, José Luis Enrique de la Vega Estrada…