/ miércoles 2 de octubre de 2024

¿Por qué es necesario contar con una verdadera política cultural?

El libro de cabecera


El debate en torno a la necesidad de una política cultural efectiva ha cobrado fuerza en los últimos años, particularmente desde las ciencias sociales y el ámbito de la gestión cultural comunitaria. En este sentido, resulta esencial repensar las dinámicas que hasta ahora han marcado la promoción y el desarrollo de las actividades culturales en distintos estados y municipios, como es el caso de Querétaro. A pesar de la larga tradición de acciones culturales impulsadas por gobiernos locales, persiste la ausencia de una verdadera política cultural. Este vacío no solo limita el impacto de dichas actividades, sino que impide un desarrollo integral y sostenible en la comunidad.

Es importante aclarar que la mera realización de eventos culturales no constituye, por sí sola, una política cultural. En el ámbito de la gestión cultural, este fenómeno se conoce como “eventitis”, un término que denota la tendencia a centrarse en eventos esporádicos sin una visión de largo plazo. Estos eventos, aunque visibles en redes sociales y medios, carecen de un marco articulado de principios y objetivos. En otras palabras, son acciones sin un propósito claro, lo que impide que se articulen como una estrategia coherente y orientada a satisfacer las necesidades comunitarias.

La aparición del concepto de política cultural en las agendas gubernamentales representa un avance, pero su implementación en muchos estados sigue siendo limitada. En Querétaro, por ejemplo, solo la capital cuenta con una Secretaría de Cultura, mientras que otros municipios, como San Juan del Río, apenas cuentan con direcciones o áreas específicas de cultura. La falta de infraestructura institucional es un obstáculo que debe superarse para avanzar hacia una política cultural sólida y consistente.

Uno de los mayores problemas de esta situación es la improvisación y frivolidad que caracteriza la gestión cultural en muchos municipios. Las actividades artísticas y culturales suelen responder a las demandas inmediatas o a los intereses de la administración en turno, en lugar de estar orientadas a las necesidades y prioridades comunitarias. Esto genera un panorama donde todo es efímero, emergente y, a menudo, irrelevante en el largo plazo. Sin una articulación de estas actividades dentro de un marco de prioridades comunitarias, se pierde la oportunidad de generar un impacto real y transformador en la comunidad.

La gestión cultural comunitaria plantea, precisamente, la necesidad de centrar las políticas culturales en las demandas y aspiraciones de las comunidades locales. Esto implica una ruptura con el modelo de gestión asistencialista («llevar cultura para todos», como si las comunidades carecieran de cultura), que ha sido la norma en muchos contextos, y un avance hacia un enfoque participativo, donde la comunidad sea protagonista en la definición y ejecución de las acciones culturales. En este sentido, una política cultural debe orientarse hacia el fortalecimiento del tejido social y el empoderamiento de los actores locales, generando procesos de agenciamiento cultural que les permitan identificar y dirigir sus propios proyectos culturales.

Uno de los desafíos más evidentes en la implementación de una política cultural efectiva es la escasez de recursos. Sin embargo, como bien señala Ezequiel Ander-Egg[1], un buen alcalde es mejor que un abundante presupuesto. La falta de recursos no debe ser excusa para la ausencia de políticas culturales, sino un incentivo para la creatividad y la búsqueda de soluciones innovadoras que permitan hacer más con menos. En este sentido, es fundamental contar con gestores culturales profesionales que puedan articular las acciones culturales en un modelo racional y eficiente, adaptado a las realidades económicas y sociales de cada contexto. Ejemplo de lo anterior, es el Centro de Desarrollo Cultura de Moravia, en Medellín, Colombia. Desde su creación, este centro cultural ha sido lugar para encontrarse y compartir a través de los aprendizajes y las diversas manifestaciones del arte y la cultura en comunidad. Los encuentros surgen en momentos de curiosidad, creación, conversación y participación. Las expresiones abren espacios para la representación y la proyección, y posibilita la creación en múltiples formas: desde el cuerpo y la voz, los muros del barrio, los escenarios públicos, los intercambios culturales, las lecturas, las memorias vivas de los territorios y las acciones colectivas[2].

La articulación y coordinación de las actividades culturales, orientadas por una visión de largo plazo y por principios comunitarios, debe culminar en la formulación de una política cultural que integre el conjunto de acciones en un modelo coherente y transparente. Este modelo debe combinar componentes políticos, ideológicos y técnicos, y ser capaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes del contexto local. Una política cultural bien estructurada no solo permite un uso más eficiente de los recursos, sino que también garantiza que las actividades culturales tengan un impacto real en la vida de la comunidad.

En última instancia, la construcción de una política cultural desde la base comunitaria implica reconocer el poder transformador de la cultura. La cultura no es un lujo o un añadido, sino un derecho y una herramienta esencial para el desarrollo social. En este sentido, la gestión cultural comunitaria debe ser vista como un proceso de construcción colectiva, donde los diversos actores —incluyendo a los gobiernos locales, organizaciones culturales y la comunidad— trabajen juntos para generar proyectos que respondan a las necesidades y aspiraciones de la sociedad.

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Un ejemplo relevante de este enfoque es el programa Cultura Comunitaria[3], que ha buscado promover la participación activa de los grupos sociales, colectivos y comunidades históricamente excluidos del diseño y ejecución de las políticas culturales. Este programa reconoce que la participación comunitaria es fundamental para que los proyectos culturales sean sostenibles y significativos. La plena participación, donde las comunidades gestionan y ejecutan sus propias acciones culturales, es el objetivo final de este tipo de programas, y un modelo que debería replicarse en otros contextos.

La construcción de una política cultural desde la base comunitaria es un proceso complejo, pero necesario. Requiere de una visión a largo plazo, de la colaboración entre diversos actores y, sobre todo, de la voluntad de poner las necesidades y aspiraciones de la comunidad en el centro de la agenda cultural. Solo así podremos avanzar hacia una política cultural que no solo promueva la cultura, sino que la utilice como herramienta para el desarrollo y la transformación social.


[1] Ander-Egg, E. (2005). La política cultural a nivel municipal. Buenos Aires-México: Lumen Humanitas.
[2] Disponible en https://centroculturalmoravia.org/
[3] Disponible en https://culturacomunitaria.gob.mx/
[4] Ander-Egg, E. (2005). La política cultural a nivel municipal. Buenos Aires-México: Lumen Humanitas.


El debate en torno a la necesidad de una política cultural efectiva ha cobrado fuerza en los últimos años, particularmente desde las ciencias sociales y el ámbito de la gestión cultural comunitaria. En este sentido, resulta esencial repensar las dinámicas que hasta ahora han marcado la promoción y el desarrollo de las actividades culturales en distintos estados y municipios, como es el caso de Querétaro. A pesar de la larga tradición de acciones culturales impulsadas por gobiernos locales, persiste la ausencia de una verdadera política cultural. Este vacío no solo limita el impacto de dichas actividades, sino que impide un desarrollo integral y sostenible en la comunidad.

Es importante aclarar que la mera realización de eventos culturales no constituye, por sí sola, una política cultural. En el ámbito de la gestión cultural, este fenómeno se conoce como “eventitis”, un término que denota la tendencia a centrarse en eventos esporádicos sin una visión de largo plazo. Estos eventos, aunque visibles en redes sociales y medios, carecen de un marco articulado de principios y objetivos. En otras palabras, son acciones sin un propósito claro, lo que impide que se articulen como una estrategia coherente y orientada a satisfacer las necesidades comunitarias.

La aparición del concepto de política cultural en las agendas gubernamentales representa un avance, pero su implementación en muchos estados sigue siendo limitada. En Querétaro, por ejemplo, solo la capital cuenta con una Secretaría de Cultura, mientras que otros municipios, como San Juan del Río, apenas cuentan con direcciones o áreas específicas de cultura. La falta de infraestructura institucional es un obstáculo que debe superarse para avanzar hacia una política cultural sólida y consistente.

Uno de los mayores problemas de esta situación es la improvisación y frivolidad que caracteriza la gestión cultural en muchos municipios. Las actividades artísticas y culturales suelen responder a las demandas inmediatas o a los intereses de la administración en turno, en lugar de estar orientadas a las necesidades y prioridades comunitarias. Esto genera un panorama donde todo es efímero, emergente y, a menudo, irrelevante en el largo plazo. Sin una articulación de estas actividades dentro de un marco de prioridades comunitarias, se pierde la oportunidad de generar un impacto real y transformador en la comunidad.

La gestión cultural comunitaria plantea, precisamente, la necesidad de centrar las políticas culturales en las demandas y aspiraciones de las comunidades locales. Esto implica una ruptura con el modelo de gestión asistencialista («llevar cultura para todos», como si las comunidades carecieran de cultura), que ha sido la norma en muchos contextos, y un avance hacia un enfoque participativo, donde la comunidad sea protagonista en la definición y ejecución de las acciones culturales. En este sentido, una política cultural debe orientarse hacia el fortalecimiento del tejido social y el empoderamiento de los actores locales, generando procesos de agenciamiento cultural que les permitan identificar y dirigir sus propios proyectos culturales.

Uno de los desafíos más evidentes en la implementación de una política cultural efectiva es la escasez de recursos. Sin embargo, como bien señala Ezequiel Ander-Egg[1], un buen alcalde es mejor que un abundante presupuesto. La falta de recursos no debe ser excusa para la ausencia de políticas culturales, sino un incentivo para la creatividad y la búsqueda de soluciones innovadoras que permitan hacer más con menos. En este sentido, es fundamental contar con gestores culturales profesionales que puedan articular las acciones culturales en un modelo racional y eficiente, adaptado a las realidades económicas y sociales de cada contexto. Ejemplo de lo anterior, es el Centro de Desarrollo Cultura de Moravia, en Medellín, Colombia. Desde su creación, este centro cultural ha sido lugar para encontrarse y compartir a través de los aprendizajes y las diversas manifestaciones del arte y la cultura en comunidad. Los encuentros surgen en momentos de curiosidad, creación, conversación y participación. Las expresiones abren espacios para la representación y la proyección, y posibilita la creación en múltiples formas: desde el cuerpo y la voz, los muros del barrio, los escenarios públicos, los intercambios culturales, las lecturas, las memorias vivas de los territorios y las acciones colectivas[2].

La articulación y coordinación de las actividades culturales, orientadas por una visión de largo plazo y por principios comunitarios, debe culminar en la formulación de una política cultural que integre el conjunto de acciones en un modelo coherente y transparente. Este modelo debe combinar componentes políticos, ideológicos y técnicos, y ser capaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes del contexto local. Una política cultural bien estructurada no solo permite un uso más eficiente de los recursos, sino que también garantiza que las actividades culturales tengan un impacto real en la vida de la comunidad.

En última instancia, la construcción de una política cultural desde la base comunitaria implica reconocer el poder transformador de la cultura. La cultura no es un lujo o un añadido, sino un derecho y una herramienta esencial para el desarrollo social. En este sentido, la gestión cultural comunitaria debe ser vista como un proceso de construcción colectiva, donde los diversos actores —incluyendo a los gobiernos locales, organizaciones culturales y la comunidad— trabajen juntos para generar proyectos que respondan a las necesidades y aspiraciones de la sociedad.

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Un ejemplo relevante de este enfoque es el programa Cultura Comunitaria[3], que ha buscado promover la participación activa de los grupos sociales, colectivos y comunidades históricamente excluidos del diseño y ejecución de las políticas culturales. Este programa reconoce que la participación comunitaria es fundamental para que los proyectos culturales sean sostenibles y significativos. La plena participación, donde las comunidades gestionan y ejecutan sus propias acciones culturales, es el objetivo final de este tipo de programas, y un modelo que debería replicarse en otros contextos.

La construcción de una política cultural desde la base comunitaria es un proceso complejo, pero necesario. Requiere de una visión a largo plazo, de la colaboración entre diversos actores y, sobre todo, de la voluntad de poner las necesidades y aspiraciones de la comunidad en el centro de la agenda cultural. Solo así podremos avanzar hacia una política cultural que no solo promueva la cultura, sino que la utilice como herramienta para el desarrollo y la transformación social.


[1] Ander-Egg, E. (2005). La política cultural a nivel municipal. Buenos Aires-México: Lumen Humanitas.
[2] Disponible en https://centroculturalmoravia.org/
[3] Disponible en https://culturacomunitaria.gob.mx/
[4] Ander-Egg, E. (2005). La política cultural a nivel municipal. Buenos Aires-México: Lumen Humanitas.

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