/ martes 21 de agosto de 2018

Postdata, los presentes y pasados de Octavio Paz

En Posdata Octavio Paz revela una grieta en el sector desarrollado de la sociedad mexicana, asimismo un ferviente deseo de cambio. No obstante, ni la grieta se ha cerrado ni el deseo de cambio ha logrado articularse en un programa concreto y realista capaz de encender la voluntad de la gente, esa voluntad que no podríamos reducirla a un momento sufragista, so pena de pecar de ingenuidad desmemoriada. Para Octavio Paz hay un vacío en la vida política mexicana: el Gobierno y los partidos de oposición no han podido decirnos qué México quieren y con qué medios piensan alcanzar sus fines. El avasallador embate del partido del presidente electo no necesariamente implica que dicho vacío vaya a desaparecer por salvoconducto del partido único.

Para Paz, los partidos únicos no aparecieron lo mismo en países fascistas (Italia y Alemania) que en países con movimientos revolucionarios que tomaron el poder, como en el caso de la extinta URSS o México. Tanto en la década de los setenta como en la actualidad, lejos de disiparse, el fenómeno se extiende por todos los paises pobres, es decir, naciones del entonces llamado Tercer Mundo. Por causa o consecuencia, esto ha generado la aparición de los dogmatismos ideológicos. La ortodoxia es el complemento natural de las burocracias políticas y eclesiásticas. En una nación en donde privó la feligresía por sobre el electorado, esta opción eventualmente encontrará su realidad en un estado autoritario y monolítico.

Paz compartía la repulsión por las ortodoxias y sus obispos con el pagano Celso, quien no dudó en confrontar a los cristianos primitivos y su creencia en una verdad única. Ayer como ahora, al parecer el partido mexicano no es un partido ideológico; como el Partido del Congreso de la India, el nuevo partido de Estado es una coalición de intereses (de otro modo no se podría explicar la participación del PES con Morena). Quizás por ello en México no hay terrorismo o movimientos inquisitoriales. Ha habido violencia estatal y violencia popular, pero nada parecido al terrirismo ideológico del nazismo y el bolchevismo.

El libro El positivismo en México de Leopoldo Zea analiza un periodo decisivo para la conformación y comprensión del México contemporáneo. Zea propone un riguroso examen de la función histórica de dicha corriente filosófica en nuestro país, y explica cómo ésta fue adoptada por las clases dominantes. Tanto en Europa como en México, el positivismo fue la filosofía destinada a justificar el orden social imperante. No obstante, al llegar a nuestro país, ésta cambia de naturaleza: “Allá el orden social era el de la sociedad burguesa: democracia, libre discusión, técnica, ciencia, industria, progreso. En México, con los mismos esquemas verbales e intelectuales, en realidad fue la máscara de un orden fundado en el latifundismo. El positivismo mexicano introdujo cierto tipo de mala fe en las relaciones con las ideas”. El positivismo mexicano tuvo un enfoque erróneo en su acercamiento a la realidad social —neolatifundismo, caciquismo, peonaje, dependencia económica del imperialismo— y las ideas que pretendían justificar dicha realidad. Lo peor, sus postulados sirvieron para sustentar una mala fe sui generis desde la misma conciencia de los positivistas mexicanos, lo que propició una escisión psíquica: los que juraban por Comte y Spencer no eran unos burgueses ilustrados y demócratas, sino los ideólogos de una oligarquía de terratenientes, dice Paz.

Un señalamiento importante que ofrece Posdata señala que la historia auténtica de una sociedad tiene que ver con ideas explícitas pero, sobre todo, con las creencias implícitas. En diálogo intertextual entablado por Paz con José Ortega y Gasset éste distinguía dos dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias viven en capas más profundas del alma y por eso cambian mucho menos que las ideas. Por ejemplo, dice Paz, todos sabemos que la Edad Media fue tomista, el siglo XVII cartesiano y que ahora mucha gente es marxista (los remanentes de un pensamiento marxista anacrónico siguen vigentes). Sin embargo, en Londres, en Moscú y en París, la gente sigue leyendo tratados de astrología que tienen sus orígenes en Babilonia, o acuden a prácticas mágicas del neolítico. Lo que a Octavio Paz le interesó en el caso de México, es decir, la idea que sustenta El laberinto de la soledad fue rastrear aquellas creencias que se creían enterradas.

En la psique del mexicano subyacen dos realidades recubiertas por la historia y por la vida moderna: realidades ocultas y realidades existentes. Un ejemplo es nuestra imagen de la autoridad política. En ésta conviven elementos precolombinos, restos de creencias hispánicas, mediterráneas y musulmanas. Tras la máscara de respeto a nuestro Señor Presidente se oculta la imagen tradicional del Padre. La iconografía de la familia mexicana, dicho sea de paso, es una realidad muy poderosa ya que representa al hogar en el sentido original de la palabra: centro y reunión de los vivos y los muertos, a un tiempo altar, cama donde se hace el amor, fogón donde se cocina, ceniza que entierra a los antepasados. Para Paz, la familia mexicana ha atravesado casi indemne varios siglos de calamidades y sólo hasta ahora comienza a desintegrarse en las ciudades. En la familia los mexicanos fecundan sus creencias, valores y conceptos sobre la vida y la muerte, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, lo bonito y lo feo, lo que se debe hacer y lo indebido. ¿Quién es el epicentro de la familia? El padre. El centro paternal se bifurca en la dualidad patriarca (el que protege, es bueno, poderoso, sabio) y macho (el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado mujer e hijos). En una equivalencia simbólica, conjugando las dos realidades, la autoridad mexicana se inspira en estos dos extremos: el Señor Presidente y el Caudillo.

En América Latina los caudillos nacen con la Independencia (Perón, Castro, por ejemplo; Díaz, Carranza, Obregón, Calles, en México). El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que crea la ley, que legitima la ley. El Presidente es el hombre de la ley: su poder es institucional o, más recientemente, metainstitucional. Los presidentes mexicanos son dictadores constitucionales, no caudillos. Tienen poder mientras son presidentes; y su poder es casi absoluto, casi sagrado, pero lo deben a la investidura.

En el caso de los caudillos hispanoamericanos, el poder no les viene de la investidura sino que ellos le dan a la investidura el poder.

@doctorsimulacro

En Posdata Octavio Paz revela una grieta en el sector desarrollado de la sociedad mexicana, asimismo un ferviente deseo de cambio. No obstante, ni la grieta se ha cerrado ni el deseo de cambio ha logrado articularse en un programa concreto y realista capaz de encender la voluntad de la gente, esa voluntad que no podríamos reducirla a un momento sufragista, so pena de pecar de ingenuidad desmemoriada. Para Octavio Paz hay un vacío en la vida política mexicana: el Gobierno y los partidos de oposición no han podido decirnos qué México quieren y con qué medios piensan alcanzar sus fines. El avasallador embate del partido del presidente electo no necesariamente implica que dicho vacío vaya a desaparecer por salvoconducto del partido único.

Para Paz, los partidos únicos no aparecieron lo mismo en países fascistas (Italia y Alemania) que en países con movimientos revolucionarios que tomaron el poder, como en el caso de la extinta URSS o México. Tanto en la década de los setenta como en la actualidad, lejos de disiparse, el fenómeno se extiende por todos los paises pobres, es decir, naciones del entonces llamado Tercer Mundo. Por causa o consecuencia, esto ha generado la aparición de los dogmatismos ideológicos. La ortodoxia es el complemento natural de las burocracias políticas y eclesiásticas. En una nación en donde privó la feligresía por sobre el electorado, esta opción eventualmente encontrará su realidad en un estado autoritario y monolítico.

Paz compartía la repulsión por las ortodoxias y sus obispos con el pagano Celso, quien no dudó en confrontar a los cristianos primitivos y su creencia en una verdad única. Ayer como ahora, al parecer el partido mexicano no es un partido ideológico; como el Partido del Congreso de la India, el nuevo partido de Estado es una coalición de intereses (de otro modo no se podría explicar la participación del PES con Morena). Quizás por ello en México no hay terrorismo o movimientos inquisitoriales. Ha habido violencia estatal y violencia popular, pero nada parecido al terrirismo ideológico del nazismo y el bolchevismo.

El libro El positivismo en México de Leopoldo Zea analiza un periodo decisivo para la conformación y comprensión del México contemporáneo. Zea propone un riguroso examen de la función histórica de dicha corriente filosófica en nuestro país, y explica cómo ésta fue adoptada por las clases dominantes. Tanto en Europa como en México, el positivismo fue la filosofía destinada a justificar el orden social imperante. No obstante, al llegar a nuestro país, ésta cambia de naturaleza: “Allá el orden social era el de la sociedad burguesa: democracia, libre discusión, técnica, ciencia, industria, progreso. En México, con los mismos esquemas verbales e intelectuales, en realidad fue la máscara de un orden fundado en el latifundismo. El positivismo mexicano introdujo cierto tipo de mala fe en las relaciones con las ideas”. El positivismo mexicano tuvo un enfoque erróneo en su acercamiento a la realidad social —neolatifundismo, caciquismo, peonaje, dependencia económica del imperialismo— y las ideas que pretendían justificar dicha realidad. Lo peor, sus postulados sirvieron para sustentar una mala fe sui generis desde la misma conciencia de los positivistas mexicanos, lo que propició una escisión psíquica: los que juraban por Comte y Spencer no eran unos burgueses ilustrados y demócratas, sino los ideólogos de una oligarquía de terratenientes, dice Paz.

Un señalamiento importante que ofrece Posdata señala que la historia auténtica de una sociedad tiene que ver con ideas explícitas pero, sobre todo, con las creencias implícitas. En diálogo intertextual entablado por Paz con José Ortega y Gasset éste distinguía dos dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias viven en capas más profundas del alma y por eso cambian mucho menos que las ideas. Por ejemplo, dice Paz, todos sabemos que la Edad Media fue tomista, el siglo XVII cartesiano y que ahora mucha gente es marxista (los remanentes de un pensamiento marxista anacrónico siguen vigentes). Sin embargo, en Londres, en Moscú y en París, la gente sigue leyendo tratados de astrología que tienen sus orígenes en Babilonia, o acuden a prácticas mágicas del neolítico. Lo que a Octavio Paz le interesó en el caso de México, es decir, la idea que sustenta El laberinto de la soledad fue rastrear aquellas creencias que se creían enterradas.

En la psique del mexicano subyacen dos realidades recubiertas por la historia y por la vida moderna: realidades ocultas y realidades existentes. Un ejemplo es nuestra imagen de la autoridad política. En ésta conviven elementos precolombinos, restos de creencias hispánicas, mediterráneas y musulmanas. Tras la máscara de respeto a nuestro Señor Presidente se oculta la imagen tradicional del Padre. La iconografía de la familia mexicana, dicho sea de paso, es una realidad muy poderosa ya que representa al hogar en el sentido original de la palabra: centro y reunión de los vivos y los muertos, a un tiempo altar, cama donde se hace el amor, fogón donde se cocina, ceniza que entierra a los antepasados. Para Paz, la familia mexicana ha atravesado casi indemne varios siglos de calamidades y sólo hasta ahora comienza a desintegrarse en las ciudades. En la familia los mexicanos fecundan sus creencias, valores y conceptos sobre la vida y la muerte, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, lo bonito y lo feo, lo que se debe hacer y lo indebido. ¿Quién es el epicentro de la familia? El padre. El centro paternal se bifurca en la dualidad patriarca (el que protege, es bueno, poderoso, sabio) y macho (el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado mujer e hijos). En una equivalencia simbólica, conjugando las dos realidades, la autoridad mexicana se inspira en estos dos extremos: el Señor Presidente y el Caudillo.

En América Latina los caudillos nacen con la Independencia (Perón, Castro, por ejemplo; Díaz, Carranza, Obregón, Calles, en México). El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que crea la ley, que legitima la ley. El Presidente es el hombre de la ley: su poder es institucional o, más recientemente, metainstitucional. Los presidentes mexicanos son dictadores constitucionales, no caudillos. Tienen poder mientras son presidentes; y su poder es casi absoluto, casi sagrado, pero lo deben a la investidura.

En el caso de los caudillos hispanoamericanos, el poder no les viene de la investidura sino que ellos le dan a la investidura el poder.

@doctorsimulacro

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