Intenso y apasionado por esas aventuras que emprendía en la vida, Rafael Lozada Maldonado supo disfrutar cada momento de su existencia, pues sin abandonar el rigor propio de sus ocupaciones profesionales, siempre las aderezó con sentido del humor y entrega.
Periodista por vocación, ocupó muy diversas responsabilidades en ese ámbito, tanto en la radio, donde colaboró, en su momento, con el general Rodríguez Familiar, como fundamentalmente en la prensa. En su casa del Diario de Querétaro, donde formó parte del equipo pionero, desarrolló una larga carrera de servicios y llegó a ser, incluso, director.
Algún tiempo formó también parte del periódico El Sol de México, en la capital del país, pero acabó regresando a su tierra natal para desarrollar trabajos periodísticos lo mismo de policía que de sociales e información general. La crónica taurina y deportiva fue su especialidad, y consolidó un equipo de publicidad al que dedicó muchos años de su vida hasta convertirse en un elemento insustituible.
Alguna vez confesó, en estas mismas páginas que están cumpliendo sesenta años, que siempre deseó, de niño, uno de aquellos carritos de pedales para los que la economía familiar era insuficiente, pues durante su infancia su familia pasó dificultades económicas, debido a la persecución sobre su padre por parte del entonces gobernador, Saturnino Osornio. Fue precisamente por ese deseo insatisfecho que, muchos años más tarde, organizó por trece años lo que llamó “El Gran Premio de Navidad”, una competencia popular y multitudinaria con esos juguetes, a la que entregó todo su entusiasmo y cuyas ganancias donó a la casa de cuna El Oasis del Niño.
También lo hizo con la promoción que solía hacer para el Corral de Comedias, donde Paco Rabell le abrió nuevamente las puertas de un escenario teatral, que ya había descubierto en la década de los cincuenta del pasado siglo, cuando representaba comedias al lado de Manola Carriles, las hermanas Perusquía y Antonio Gutiérrez, y cuando también se había hecho amigo entrañable, y hasta compadre, de Jorge Papadimitriu Galván, quien hasta estas tierras había llegado como representante del Instituto Nacional de Bellas Artes.
Con esa entrega que solía dispensar por sus gustos y sus amigos, apoyó rotundamente al torero Jorge Gutiérrez, vendió espacios publicitarios sin descanso, y se dio tiempo hasta para credencializar a sus conocidos, fotografía incluida, como miembros de un extraño club que, según la credencial referida, autorizaba a conducir “en estado burro”.
Dicen que en sus muy iniciales juventudes alguien se equivocó al aludir a su apodo popular, el de Chamuco, llamándole, sobrenombre que adoptaría para siempre.
De alguna manera, Rafael Lozada, siempre con su cámara fotográfica colgada del cuello y la broma a flor de piel, nunca dejó de ser aquel adolescente que, junto con su amigo Francisco Juaristi, decidió emprender la aventura de viajar a España de polizón, pero fue detenido por la policía antes de llegar a San Luis Potosí. En aquella oportunidad su amigo entrañable le habría compartido: “Creo que piensan que somos nosotros”.
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Y sí, era él, desde entonces inconfundible, de inagotable sentido del humor, de pluma fresca y presta, amigo a muerte de sus amigos, comprometido con un trabajo que jamás padeció, antes bien, que disfrutó a plenitud, como su misma vida.