Y tuve una visión terrible en donde vi los pedazos de un espejo tirados por todos lados, también había cuarzos y filosos cuchillos de obsidiana manchados de violencia. Había sucedido una gresca enorme en la Plaza Mayor, entre gandallas contra inocentes, entre abusivos contra tranquilos, en donde todos jugaban al nadie sabe nadie supo, salvo por la sangre regada en el piso y los zapatos vacíos, sin dueño, tirados por doquier. Cae uno, cae otro sin parar como si fueran aves derribadas por un aire venenoso, caen como moscas. Sin embargo, pocos transeúntes se detienen a ver qué pasa, la mayoría son indiferentes. Como no es su dolor no les importa. Cae la tarde y hay una luz extrañamente amarillezca. No hace frío ni calor, y a pesar de lo maravilloso de la arquitectura circundante, y del cielo azul con nubes enormes de algodón, la gente, o al menos la que se alcanza a ver, parece zombie, no se conmueven ante nada, no miran a los lados, parece que tuvieran anteojeras. Es como una pesadilla, pero de esas que no sabes que es un sueño de tan real, pero el mundo concreto está ahí, el de los asesinatos, el del crimen, de las guerras, de los muertos por los que nadie llora, sólo sus familiares más cercanos. Y aquí estoy en medio de todo esta visión, levantando un rezo por ellos, un rezo que muchos pudieran pensar que es inútil, pero que me conecta de otra forma al mundo, me da paz o cuando menos relaja mi alma preocupada, me permite lanzar buena vibra compasiva que espero sirva de algo. Mínimo me otorga conciencia acerca del problema.
Nadie se atreva a negar que aquí hubo un nuevo Tzompantli en donde el dolor de algunos no es el dolor de otros, en donde la tristeza cae como penumbra y la desesperanza gélida recae sobre la espalda, en una noche larga y triste. Y ¿quién pudo haber diseñado aquellos Tzompantlis? ¿Acaso fueron mentes desquiciadas, o fueron adoradores de la divinidad? ¿Con qué fin pudieron haberse construido esos muros de cráneos mirándote desde las oquedades de lo que fueron sus ojos? ¿fueron construidos por respeto hacia la divinidad o para infundir miedo al enemigo, o para, desde el poder teocrático, intimidar al pueblo? Una amenaza para cualquiera que quisiera ser diferente. ¿O acaso levantaron esos monumentos porque consideraban a la muerte amiga y consejera, y su presencia en esos muros de cráneos eran el recuerdo de esa amistad inevitable? Hasta ahora nadie sabe nada con exactitud, sólo hay hipótesis, teorías. Pero quizá lo peor es que hayan dejado una huella, en el inconsciente colectivo o incluso a nivel genético, de violencia y de necesidad de hacer sacrificios a dioses inexistentes. Quizá se trate de construcciones –algunas aún permanecen escondidas bajo tierra, ocultas quién sabe en dónde–, que deformaron cultos ancestrales que pudieron ser sagrados, de agradecimiento a las fuerzas de la naturaleza y del cosmos, y que fueron derivando hasta convertirse en crímenes sin razón, que ahora laten inconsciente o genéticamente en las generaciones actuales, en donde se da la violencia por la violencia. La pregunta sigue flotando ahí: ¿qué significan exactamente esos Tzompantlis? ¿para qué se levantaban? ¿Por amor, respeto o miedo sanguinario?
Y ¿quién se compadece ahora de toda esta gente que sufre la violencia actual? ¿dónde está la fuerza del Estado para ejercer su poder? ¿en dónde está incluso la iglesia con su mensaje celestial? No está presente ninguno, o no con la fuerza suficiente, y toda esta gente camina sola y triste, salvo por la solidaridad de algunos, la cual es bueno recibirla, pero no basta ni alcanza para amparar a nadie, porque sólo la justicia, hoy ausente, será el verdadero remedio para borrar tantas lágrimas y ausencias, para cobijar a tantos huérfanos, tantas viudas, tantos hermanos y hermanas solas, tanta madre huérfana de hijos, tanto padre que ha derramado lágrimas de color ambarino. Que nadie se confunda, sólo la justicia traerá paz, sólo cuando la justicia se siente entre nosotros y los culpables paguen sus culpas y no haya políticos que salgan a reír ante las cámaras con una risotada salvaje y cínica. Sólo hasta cuando los jueces y potentados hagan justicia al pobre y al humilde. Sólo hasta entonces podrán los niños reír a gusto en las calles y volver a jugar avioncito o a las escondidillas sin temor a que un degenerado los ataque o los engañe. Sólo hasta que las mujeres puedan pasear luciendo su hermosura, su ropa, su cabello al viento, hasta que caminen con pasos firmes y seguros sea la hora que sea. Sólo hasta que damas y caballeros puedan abordar tranquilos un transporte público con sus carteras abultadas y sus artefactos en la mano. Entonces podremos caminar con alegría para dar gracias a Dios, o a la vida, por la sonrisa de los niños, por la belleza de las mujeres, por el valor de la amistad, por la posibilidad de trabajar y tener anhelos sin que nadie te condene y tache de aspiracionista. Sólo hasta entonces podrán los ojos brillar con claridad a la luz de la luna. Sólo hasta entonces podremos abrazarnos y darnos la paz unos a otros.
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Todas esas calles en el centro de la Ciudad de México son una devoción, un pedimento, un grito desgarrador de justicia. Hay que hacer de este país un país de leyes, de instituciones, no de cacicazgos. Cada calle lo grita, ¿a poco no? Mediten en sus nombres: 5 de febrero, 5 de mayo, 20 de noviembre, Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Simón Bolívar. Cada una grita “justicia, justicia”. De este a oeste, de norte a sur gritan “justicia, justicia”, no más impunidad, no más influyentismo, no más políticos corruptos, no más caciques, no más salvadores. Ciudadanía consciente que partícipe de la creación de un país institucional y justo, es lo que se requiere. Si se fijan ninguna calle del Centro se llama como algún traidor, no, estas calles hacen alusión a hombres con ideales que quisieron construir otro país más justo, el que aún estamos a tiempo de levantar, porque siempre es tiempo. Trabajar en nosotros y entre todos hasta que la justicia se siente entre nosotros, es la meta.