/ jueves 1 de febrero de 2024

¿De quién es el corazón del personaje? 

Tinta para un Atabal

“Hay un espectáculo invisible reservado a aquel

que sea capaz de aventurarse en el laberinto

de la mente del actor;

un espectáculo que empieza a suceder

frente a aquel que sucumbe a la tentación

de ingresar por los intrincados pasillos

en los que transitan muchas ficciones,

sueños, olvidos, ángeles extraviados

que determinan lo que hacemos hoy

o lo que haremos mañana”.

El espectáculo invisible. Luis de Tavira


Para muchos, actuar significa subirse a un escenario y hablar y moverse como lo haría otro que no es él, sino él mismo jugando a ser lo que no es. Por eso se ha dicho que un buen actor es aquel que sabe fingir muy bien, que sabe mentir a tal grado que logra convencerse a sí mismo de que lo que pasa ahí, en ese espacio de ficción, es verdad. La experiencia nos va enseñando que, por el contrario, la verdad escénica implica dejar a un lado la mentira y el aparentar ser lo que no se es, porque nadie se lo cree.

Es por ello que una de las actividades más complejas al interpretar un personaje en escena, es sin duda, la presencia. Darnos cuenta de que para hacer teatro no basta pararse en el escenario y repetir unos diálogos y contar una historia y moverse. “Si algo permanece impune sobre el escenario, deja de existir”. Si esto es cierto, entonces el personaje existe solo si el actor logra estar de principio a fin en presente, respondiendo a una situación dada, persiguiendo un objetivo y accionando de manera sintética, lógica y coherente.

Accionar en escena no es sinónimo de movimiento externo porque el motor principal, el que hace que realmente exista un personaje es el pensamiento. Porque aunque un actor sienta mucho, la falta de pensamiento concreto y claro, enfocado, solamente atraerá vacío e inutilidad a la escena, convirtiendo la palabra en información y la posible vida en ausencia: la no presencia.

¿Por qué puedo afirmar que esta es una labor compleja? Porque desentrañar el pensamiento de un personaje implica un proceso de análisis al que en la generalidad no le damos tiempo. Implica hacernos preguntas, pensar en las implicaciones, establecer relaciones, dudar de nuestras propias afirmaciones, entrar en terrenos desconocidos, no dominados, no aprendidos, nunca antes visualizados que, indudablemente nos harán enfrentarnos con nuestros propios miedos y demonios internos. Sostenernos en el pensamiento del personaje pondrá a prueba nuestra confianza, nuestra humildad para dejarlo ser sin quererle imponer una máscara (falsa) con la que nos sentiremos protegidos y a salvo. Lo que realmente sucede es que entre más nos escondemos, más evidenciamos nuestras carencias frente al público restando vida a la escena, accionando y resolviendo y creyendo que estamos haciendo teatro.

Foto: Cortesía | Atabal

Ahora bien, si solo se tratara de conocernos a nosotros mismos y de aceptar nuestra propia condición humana, pues ya está, nos concentramos en superar aquello que individualmente somos para vivir como lo haría un personaje. Pero el teatro es colectividad, es comunidad, por lo que la labor se vuelve todavía más compleja, pues tenemos también que enfrentarnos y reafirmarnos en la mirada de otros seres que, como nosotros, están luchando por superarse a sí mismos y trascender en sus personajes.

Y llegamos al punto. El problema de estar en escena no es el ¿qué hacer? sino el ser. Es una de las tantas cosas en las que hay que reflexionar, apropósito de la construcción del personaje. Para comenzar a entender qué estamos haciendo en el teatro, es importante hacernos cargo de nuestra propia fragilidad, caminando hacia el más profundo desierto del encuentro con nosotros mismos y con el otro, para construir vida. ¿Cuáles serían los obstáculos (o demonios) que podríamos encontrar en ese desierto? A decir algunos:

Ignorancia, mezquindad, egocentrismo, mediocridad, auto engaño, negación, auto contemplación, auto flagelación, simulación, envidia, resentimiento, manipulación, sobrevaloración, auto destrucción, hipocresía, soberbia, prepotencia, victimización, engaño, traición, deslealtad, autocastigo, adulación, extorsión, autocompasión, chantaje, timidez, mendacidad, argucia, desestima, intriga, odio, desesperación, estupidez, tontería, aburrimiento, indiferencia, necedad, terquedad, desprecio, ambición, avaricia, pereza, desapego, ira, suplantación, falsedad, violentación, humillación y miedo.

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Pareciera tan sencillo construir una ficción, crear mundos, lograr la presencia y que el teatro no caiga en la prisión perpetua de “lo mismo”. Por el contrario, quienes hemos recorrido el desierto, sabemos que para lograrlo, es necesario aventurarse sin miedo por linderos peligrosos que nos permitan primero descubrirnos y luego luchar cada día por aceptarnos, trasgrediendo las convenciones de lo que nos ha dado por llamar, acaso sin pensar: teatro.

“En el escenario cabe la distancia que hay entre el corazón del personaje y la estrella más remotamente imaginable”.

“Hay un espectáculo invisible reservado a aquel

que sea capaz de aventurarse en el laberinto

de la mente del actor;

un espectáculo que empieza a suceder

frente a aquel que sucumbe a la tentación

de ingresar por los intrincados pasillos

en los que transitan muchas ficciones,

sueños, olvidos, ángeles extraviados

que determinan lo que hacemos hoy

o lo que haremos mañana”.

El espectáculo invisible. Luis de Tavira


Para muchos, actuar significa subirse a un escenario y hablar y moverse como lo haría otro que no es él, sino él mismo jugando a ser lo que no es. Por eso se ha dicho que un buen actor es aquel que sabe fingir muy bien, que sabe mentir a tal grado que logra convencerse a sí mismo de que lo que pasa ahí, en ese espacio de ficción, es verdad. La experiencia nos va enseñando que, por el contrario, la verdad escénica implica dejar a un lado la mentira y el aparentar ser lo que no se es, porque nadie se lo cree.

Es por ello que una de las actividades más complejas al interpretar un personaje en escena, es sin duda, la presencia. Darnos cuenta de que para hacer teatro no basta pararse en el escenario y repetir unos diálogos y contar una historia y moverse. “Si algo permanece impune sobre el escenario, deja de existir”. Si esto es cierto, entonces el personaje existe solo si el actor logra estar de principio a fin en presente, respondiendo a una situación dada, persiguiendo un objetivo y accionando de manera sintética, lógica y coherente.

Accionar en escena no es sinónimo de movimiento externo porque el motor principal, el que hace que realmente exista un personaje es el pensamiento. Porque aunque un actor sienta mucho, la falta de pensamiento concreto y claro, enfocado, solamente atraerá vacío e inutilidad a la escena, convirtiendo la palabra en información y la posible vida en ausencia: la no presencia.

¿Por qué puedo afirmar que esta es una labor compleja? Porque desentrañar el pensamiento de un personaje implica un proceso de análisis al que en la generalidad no le damos tiempo. Implica hacernos preguntas, pensar en las implicaciones, establecer relaciones, dudar de nuestras propias afirmaciones, entrar en terrenos desconocidos, no dominados, no aprendidos, nunca antes visualizados que, indudablemente nos harán enfrentarnos con nuestros propios miedos y demonios internos. Sostenernos en el pensamiento del personaje pondrá a prueba nuestra confianza, nuestra humildad para dejarlo ser sin quererle imponer una máscara (falsa) con la que nos sentiremos protegidos y a salvo. Lo que realmente sucede es que entre más nos escondemos, más evidenciamos nuestras carencias frente al público restando vida a la escena, accionando y resolviendo y creyendo que estamos haciendo teatro.

Foto: Cortesía | Atabal

Ahora bien, si solo se tratara de conocernos a nosotros mismos y de aceptar nuestra propia condición humana, pues ya está, nos concentramos en superar aquello que individualmente somos para vivir como lo haría un personaje. Pero el teatro es colectividad, es comunidad, por lo que la labor se vuelve todavía más compleja, pues tenemos también que enfrentarnos y reafirmarnos en la mirada de otros seres que, como nosotros, están luchando por superarse a sí mismos y trascender en sus personajes.

Y llegamos al punto. El problema de estar en escena no es el ¿qué hacer? sino el ser. Es una de las tantas cosas en las que hay que reflexionar, apropósito de la construcción del personaje. Para comenzar a entender qué estamos haciendo en el teatro, es importante hacernos cargo de nuestra propia fragilidad, caminando hacia el más profundo desierto del encuentro con nosotros mismos y con el otro, para construir vida. ¿Cuáles serían los obstáculos (o demonios) que podríamos encontrar en ese desierto? A decir algunos:

Ignorancia, mezquindad, egocentrismo, mediocridad, auto engaño, negación, auto contemplación, auto flagelación, simulación, envidia, resentimiento, manipulación, sobrevaloración, auto destrucción, hipocresía, soberbia, prepotencia, victimización, engaño, traición, deslealtad, autocastigo, adulación, extorsión, autocompasión, chantaje, timidez, mendacidad, argucia, desestima, intriga, odio, desesperación, estupidez, tontería, aburrimiento, indiferencia, necedad, terquedad, desprecio, ambición, avaricia, pereza, desapego, ira, suplantación, falsedad, violentación, humillación y miedo.

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Pareciera tan sencillo construir una ficción, crear mundos, lograr la presencia y que el teatro no caiga en la prisión perpetua de “lo mismo”. Por el contrario, quienes hemos recorrido el desierto, sabemos que para lograrlo, es necesario aventurarse sin miedo por linderos peligrosos que nos permitan primero descubrirnos y luego luchar cada día por aceptarnos, trasgrediendo las convenciones de lo que nos ha dado por llamar, acaso sin pensar: teatro.

“En el escenario cabe la distancia que hay entre el corazón del personaje y la estrella más remotamente imaginable”.

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