Al escribir una pieza teatral, quien la ha concebido sabe que deberá proveer de carne a sus ideas. Es decir, la dramaturgia conlleva la responsabilidad de convertir en seres humanos ficcionales las abstracciones del intelecto, por lo que los temas trascendentales que nos ocupan y preocupan deberán reducirse a las dimensiones físicas de un cuerpo que habla, se mueve e interactúa con otros cuerpos.
Así pues, el teatro nos permite confrontar las problemáticas complejas a través de una estrategia “reduccionista” que no le resta relevancia a cada situación abordada, al contrario, puede volverla cercana y accesible, puesto que, a menos de que padezcamos algún desorden psíquico, todos experimentamos una connatural empatía hacia el prójimo (y, en el teatro, ese prójimo es el personaje). Temas tan complejos como la culpa, el deseo de venganza, la guerra, la iniquidad social o la locura trascienden sobre las tablas puesto que frente a nosotros aparece un ser humano que sufre en carne propia los embates de la existencia. La abstracción con cuerpo, ese personaje, tiene una historia particular, una biografía propia, un entorno específico, una identidad delimitada por una serie de circunstancias que, aunque nos parezcan muy reconocibles y cercanas, no nos pertenecen. Ese es el juego magistral de este arte: nos invita a ser el otro sin dejar de ser nosotros mismos.
Y usted se preguntará, ¿de dónde viene esta reflexión y a dónde pretende llegar? Entremos en materia. Hace un par de semanas osé publicar en este mismo espacio, al que agradezco la libertad de expresión que nos concede a todos los colaboradores, una breve reflexión en torno al ascenso profesional vertiginoso que experimentan algunos artistas adinerados que emulan (o descaradamente plagian) propuestas extranjeras “vanguardistas”. Para hablar sobre este tema que escuece, eché mano de dos personajes hipotéticos, uno de ellos era un joven que desde pequeño estuvo en contacto con toda clase de estímulos artísticos e intelectuales y que se deslizó sin obstáculos hacia la fama y la fortuna. La otra era una joven de clase media (si es que eso existe en nuestro país) que entró en contacto con el arte progresivamente y tuvo que empecinarse para estudiar teatro y ejercer como profesional de la escena. A través de estos dos personajes me interesaba acercar a los lectores a una problemática por demás compleja que aqueja a un sinnúmero de artistas en este país: la visibilidad de un creador se relaciona, mayoritariamente, con ciertas condiciones socioeconómicas favorecedoras que, eventualmente, lo catapultarán hacia el reconocimiento público e institucional. Indiscutiblemente, cuando un grupo de “expertos” avalan el trabajo de algún joven creador, se instaura un sesgo de confirmación; tanto el público como los colegas del joven creen que debe existir una razón de peso para que los consagrados ofrezcan tal espaldarazo. La ilusión es difícil de resquebrajar. Una vez que un nombre ha sido inflado, realzado y destacado con negritas, inevitablemente atraerá a más espectadores, mismos que propagarán en cadena la fama del elegido. Cabe destacar que un nombre masculino será más fácilmente digerido, aclamado y aceptado por la comunidad artística y los espectadores.
Al momento de escribir el artículo llamado “Dinero llama dinero” eché mano de la estrategia dramatúrgica para abordar un asunto escabroso, concebí a dos personajes cuyas situaciones vitales los mantenían en conflicto: uno se presentaba en grandes teatros y aparecía en todas las carteleras institucionales; mientras que la otra trabajaba en espacios alternativos de poca afluencia. Esperaba que los lectores, potenciales espectadores teatrales, pudieran reflexionar acerca de su relación con el teatro (y con la oferta artística nacional) a partir del reconocimiento de dos situaciones ficticias verosímiles. Deseaba, también, evidenciar que existe una infinidad de propuestas arriesgadas, originales y fascinantes que se presentan en espacios marginales, alternativos e independientes. Cada personaje del texto que escribí fue elaborado a partir de un sinfín de retazos heterogéneos, de tal manera que pudiera conservar su anonimato literario y no fuera relacionado con ninguna persona real del teatro mexicano; pero las redes sociales, insidiosas por naturaleza, comenzaron a especular.
Unos días después de que compartiera el artículo en el caralibro, algunos colegas lo colocaron en sus respectivos muros. Empezaron a llover comentarios de todos tipos, desde los más desaprobatorios hasta aquellos que aplaudían el coraje de hablar acerca de un tema tan controversial. Enojada conmigo misma por caer en la trampa de las redes, empecé a leer las opiniones y sentí bullir en mi interior una rabia terrible. ¿Cómo era posible que un escrito pudiera desvirtuarse de tal manera? ¿Por qué algunas personas lo tachaban de “reduccionista” y otras aseveraban que yo, la autora, estaba ensañada con alguien y aproveché el espacio para desquitarme? ¿Era necesario que los lectores más agudos me defendieran a capa y espada? ¿No hablaba el escrito por sí mismo? ¿Por qué uno que otro autor decía que no había plasmado “la totalidad” de casos y perspectivas que existen entre los teatreros mexicanos? ¿No se daban cuenta de que la síntesis es primordial en un artículo de opinión? ¿Querían una tesis doctoral? ¿Esperaban que plasmara el abanico social completito? No pude abstenerme y escribí un comentario. Grave error.
Si algo nos debería haber enseñado el teatro a quienes lo ejercemos como profesión es a mantenernos al margen de la explicación y el comentario. Una obra se desarrolla dentro de los límites del escenario, los personajes permanecen inmersos en el ámbito de la ficción y no deben explicar sus razonamientos a quienes los espiaron desde las butacas. Los personajes viven sus vidas, al igual que lo hacemos nosotros, por lo que la dramaturgia no debe intentar aleccionar a los espectadores, sino que debe mostrar una serie de conductas humanamente posibles. Al finalizar la función, los espectadores podrán elucubrar, comentar, disertar, analizar y despotricar acerca de las acciones de los personajes, pero, deseablemente, no identificarán al dramaturgo o dramaturga con ninguno de esos personajes. Se asumirá que aquella historia intenta revelar un segmento de la complejísima e inextricable existencia humana con el fin de que cada miembro de la audiencia se pregunte por su propia realidad, por la naturaleza de sus propias acciones y por la postura ideológica que ha adoptado al momento de afrontar problemáticas similares a las de los personajes. Si los personajes no están bien delimitados y sus acciones son inverosímiles, es fácil desconectarse de la historia. Si, por el contrario, los espectadores sienten que esas criaturas ficticias podrían estar deambulando por el mundo, se comprometerán con ellas. El escritor debe quedar siempre detrás de sus criaturas, debe eludir el deseo de adoctrinar, de pavonearse o de usar su pieza como un reflector. Es terrible que la audiencia salga del teatro y haga comentarios como estos: “¿Eso que vimos le habrá pasado al dramaturgo?” “Seguro quiso atacar a alguien y usó su obra para vomitar su coraje” “Solo había dos personajes y faltaron como veinte para que se reflejara la realidad social a la que pertenecen” “El tema es infinitamente más complejo y la dramaturga solo mostró una porción ínfima de lo que ocurre en nuestra actualidad”. También es desolador que esos comentarios se emitan en torno a un escrito inspirado en personajes.
Las redes sociales nos están haciendo olvidar que lo importante no es el escritor, sino el texto. Nos están orillando a emitir juicios de valor constantemente, a leer cualquier escrito de manera exageradamente personal y tendenciosa. Cuando me sentí humillada por algunos de los comentarios que mencionaban expresamente mi nombre, caí en la trampa. Me molestó pensar que mi imagen estaba siendo empañada por una comprensión equivocada de lo que había escrito. Deseé encontrarme cara a cara con esas personas para hacerles notar que no estaban leyendo con suficiente atención el texto. Olvidé que los personajes debían defenderse por sí mismos y que yo, para todas esas personas a las que ni siquiera conozco, también soy un personaje que crearon a la medida de sus necesidades. Mi nombre de Facebook, mi nombre mediático, no es más que un producto, una ficción que ha sido elaborada a partir de las consignas capitalistas que rigen las redes sociales. Somos personajes-producto que estamos expuestos a que los consumidores nos deploren o alaben, somos juzgados por “nuestro desempeño” y cada escrito que compartimos por ese medio difícilmente podrá desligarse de la identidad alienada que las redes han diseñado para cada uno de nosotros.
Sí, “dinero llama dinero” y tal parece que cada vez que emitimos una opinión a través de las redes sociales nos estamos convirtiendo en un producto más atractivo, más redituable, más deseable. Merecemos más atención porque somos más inteligentes, más agudos, más capaces, más elocuentes. Cada comentario lleva una marca registrada, la del nombre que lo emitió, por lo que la discusión no se lleva a cabo con base en argumentos, sino a partir de ganancias y pérdidas que serán cuantificadas por likes.
Esta es otra razón de peso para seguir haciendo teatro: porque ahí la presencia de los personajes es tan contundente que arroba la mirada del espectador y lo conduce por la ficción para que se olvide de quien escribió la pieza. También agradezco seguir escribiendo en el periódico, porque, a pesar de que los artículos se compartan en las redes sociales, la publicación semanal periodística se imprime en papel y está contenida en un espacio que la acota, que le confiere autonomía y les permite a los lectores hablar sobre el texto y no sobre la marca registrada a la que se adscribe. Cuando hablaba de los reflectores que hacen que ciertos artistas relumbren, destellen y enceguezcan, también me refería al espectáculo de las redes sociales, que nos mantienen demasiado ocupados construyéndonos una reputación imaginaria. Apelo nuevamente a que busquemos los espacios presenciales, alternativos, marginales y públicos en los que aún podemos tener la libertad de reflexionar íntimamente sin demostrarles a los demás cuánto valen nuestros pensamientos, sin etiquetar nuestras ideas para venderlas como mercancía intelectual.