“No quiero teatro para pensar”, me dijo un espectador cuando la refería “Hikari”, de Ana Lucía Ramírez o “Sero positivo”, de Antonio Algarra, como tramas para la reflexión, incluso con efectos o consecuencias inmediatas antes de salir del recinto escénico; además en un momento de entretenimiento y “¡sin la lectura de un libro!”. Tras presenciar Ojitos, de Kali Cano, en El Sótano Teatro, el viernes 11 de marzo, la tercera de sus cuatro fechas de temporada de estreno, diría: “No quiero un teatro que duela, que continúe un dolor”. ¿Dónde está la dramaturgia en Ojitos cuando deja la sensación del continuum nacional, desde el periodismo, desde el reportaje, de la desaparición súbita, involuntaria, violenta, inexplicable de cualquier persona, quizá para su explotación, quizá para su extinción, pero seguro para su negación por parte de quien debiera protegerla: la sociedad organizada en un estado de derecho. No encuentro ninguna exageración-ficción que deje la realidad escénica en el escenario al terminar la función.
Pero qué puede hacer Cano cuando su vocación es el arte, cuando el motor que la mueve, la anima, es el drama, cuando tiene la sensibilidad a flor de piel en una sociedad cuyo mandamás republicano, como más reciente ejemplo de su incompetencia para imponer el orden o siquiera detener el desorden, ante el reclamo europeo parlamentario por el asesinato impune de periodistas, responde airado, envalentonado y ofendido que apenas son seis, ¡los correspondientes a 2022!, entre miles, acusándolos de desinformados. A la vista de innúmeros cadáveres, sus partes o sus restos, sin identificación y de fosas clandestinas es necesaria excesiva imaginación, delirio, para llamar a tal desempeño gobierno.
Sin ficción, ¿dónde está el arte en un texto dramático?, ¿cómo paso página de otra hiriente realidad? En Lomas de poleo, de Edeberto Galindo, por ejemplo, la brutalidad de los feminicidios es tan descarnada, la denuncia tan inverosímil, que me queda el refugio de remitir a la necesaria exageración dramática y teatral los hechos presenciados: que un cuerpo no va a ser verdaderamente violentado en escena, menos vivo y acongojado, aunque los violadores me resulten revulsivos; en cada función necesitarían una actriz reemplazante y simplemente no hay loco/a que coma lumbre; no sería actriz. En Necrópolis, cabaret la parodia de la brutalidad me deja en claro que un colgado, aun experimentado, no me hablará, desde una jornada más o no ser que represente al del nuevo día, acerca de su incómoda y asfixiante situación, ni lamentará el peso que le hacen sus lindas botas de piel de víbora; que una pedacería humana, aunque no corresponda a la boca, me platicará la manera como terminó arrojada en un basurero, sin certeza de que todas las partes encostaladas pertenezcan al mismo cuerpo.
Si no la ficción narrativa, quizá quede la poética en el texto de Cano, sutil y delicada, pero de la negación, de lo ido, de lo que ya fue y no volverá a ser o lo imposible de llegar a ser. Para colmo pesa sobre cualquier esperanza, ninguna similar a la superación, el enredijo insoluble de la burocracia para beneficio del burócrata apoltronado en le prepotencia.
La solidaridad sucede en la compartición de la desgracia y el infortunio de las mujeres vueltas buscadoras de desaparecidos, que con carencia escénica multitudinaria, reproduce el que se amotina fortificado en las plazas públicas de cualquier ciudad o comunidad de México. La mayor teatralidad de “Ojitos” está en el reencuentro de las hermanas ¿acaso en el metaforismo de la eternidad? Apostaría porque la provocación de esta sugestión provendría de la experimentada creatividad dramatúrgica de Jean-Paul Carstensen, el director escénico. Con todo respeto —muletilla sexenal— fuera del trazo y el tono (como si fuera poca cosa) la interpretación muy bien descansa en la probada competencia histriónica de la misma dramaturga debutante Cali Kano, Mauricio Figueroa, Flor Moreno que seguramente contagian a Yadira Bárcenas... por si acaso.