/ jueves 4 de noviembre de 2021

Más sangre que bodas en Bodas de Sangre

Tinta para un Atabal

Cuando comenzamos el proyecto de la puesta en escena de Bodas de sangre imaginaba cómo sería el resultado, pero nunca se asemejó a lo que realmente viví.

Comenzamos un proceso creativo en medio de una pandemia que azotó al mundo, que arrasó la forma en como vivíamos y como percibíamos al otro. Sin embargo, un grupo de personas nos reuníamos (de la nueva manera en que nos empezamos a reunir) para arrancar con el proyecto que la directora de la compañía nos compartía. Nos propusieron el texto y supimos que el señor García Lorca nos acompañaría durante largo tiempo, que íbamos a contar con un escenario ambulante, que al cuerpo y a la voz los teníamos que preparar más de lo normal porque el teatro de calle así lo exigía y que -la mejor parte para mí- íbamos a recorrer lugares a donde pocas veces se podía presenciar un acto teatral. Eso fue lo que movió mi corazón y mi alma para ser parte de este proyecto.

Tuvimos nuestros primeros ensayos por Zoom. Entre el elenco, el equipo creativo, de producción, vestuario, publicidad y logística nos íbamos familiarizando a través de una pantalla. Asímismo, la directora nos llevaba por los diferentes caminos de las posibilidades que podría tomar nuestro montaje, hasta que fuimos tomando decisiones en conjunto sobre el texto y los personajes de esta tragedia, Bodas de Sangre de Federico García Lorca.

Después, fue necesario salir de las pantallas, no podíamos seguir de esa manera mientras el cuerpo nos pedía experimentar, mientras el personaje nos exigía levantarnos y probar. Así que empezamos nuestras primeras sesiones presenciales… con miedo pero con muchas ganas de hacer teatro, de vernos a los ojos aunque fuera a 1.5 metros de distancia pero en un mismo lugar, con cuerpos vivos alrededor. Tomamos muy en serio las medidas de sanidad y elaboramos un rol de limpieza para mantener a salvo nuestro lugar de trabajo y a nosotros mismos. Vivíamos una incertidumbre terrible porque el semáforo epidemiológico cambiaba constantemente y eso nos impedía ensayar y avanzar con el montaje, además de atrasar también el estreno y, por lo tanto, la gira.

Resultaba extraño probar la nueva normalidad en el teatro desde los ensayos. Hablar con cubrebocas, limpiar a cada instante la duela, usar caretas, tener distancia con los otros cuerpos; incluso debíamos cuidarnos el doble en la vida cotidiana porque ahora un proyecto y la salud de un número de personas dependían de la nuestra. Nos hacíamos pruebas en cuanto sentíamos algún síntoma, siempre salvaguardando la salud de los compañeros y la propia.

Entre los ensayos, el avance en las escenas, el semáforo epidemiológico, el descubrimiento del personaje que nacía, llegamos a diciembre. Pronto nos encontramos con la obra totalmente marcada, ya había entradas y salidas, marcajes de las escenas y algún acercamiento de nuestros personajes.

Después llegamos a uno de los momentos más emocionantes del proceso: conocer el carrito que llevaría nuestro pequeño mundo por todo el estado. Ahora, era necesario ir marcando en este carrito lo que ya se había trabajado en el salón de ensayos: subir, bajar, cantar, ver al otro, sentir al otro, porque era teatro de calle. Así, llegó nuestro estreno. Con emoción, felices, orgullosos de nuestro trabajo que, a pesar de tanta incertidumbre, estaba listo para nacer.

La Novia de Bodas de sangre

Ella y yo nos conocimos en diciembre pasado. Hemos estado juntas, escuchándonos, aprendiendo una de la otra, sosteniéndonos, admirándonos, creyendo una en la otra; yo, tomando de su fuerza y ella tomando mi cuerpo, caminábamos juntas cada función, nos dábamos la libertad de tomar lo que necesitábamos una de la otra, jugábamos con los demás personajes, veíamos sus ojos, reaccionábamos a sus palabras, a su cuerpo… encontrarme con La Novia, fue otro de los grandísimos regalos que me dio este proyecto. Encontrarme con una mujer enorme, a quien yo le temía al inicio del proceso pero que, mientras pasaba el tiempo, descubrí no solo su profunda fuerza y determinación sino su gentileza y su forma tan única de amar.

Algo muy curioso dentro del largo proceso de ir conociendo a mi personaje -La Novia-, fue que la mayoría de las veces, desde que la conocí, me sentía con los ojos vendados. A pesar de que tenía el acompañamiento de mi directora y mi coach actoral, iba a la deriva, con algunos aspectos claros, pero sin rumbo. Eso me exigía probar, probar y probar: conmigo, con mis compañeros, en mi casa, en la escena, en función. Me confundía en las indicaciones, pero tampoco tenía tiempo para frustrarme o perderme en el proceso; al contrario, todo lo anterior me obligaba a tener mi percepción y atención al doble. Recuerdo mucho una frase que dice la maestra Teresa Rábago: “Vieja, tú no importas. ¡Lo que tú sientas no importa! Deja que sea tu personaje el que sienta”.

Eso hice y fue en ese momento cuando pasé a la etapa que me daba miedo: dejar ser al personaje. Entonces comenzaron a pasar dentro de mí muchas cosas que me asustaron porque nunca antes había tenido una experiencia así con un personaje, hasta ahora no me había tocado un proceso actoral tan exigente y, personalmente, hasta ese momento tampoco había sentido una responsabilidad tan grande con mi compañía; tuve miedo incluso de saber si me estaba enamorando del personaje de Leonardo; pero después, todo fue tomando su curso. La directora siempre se mostró totalmente dispuesta y accesible para apoyarnos, entonces me acerqué a ella con mucha pena, me daba vergüenza exponer el miedo de saberme poco profesional al mezclarme con mi personaje frente a Leonardo, pero ella me pudo tranquilizar al decirme: “Maritza, es normal. Es normal que te enamores de Leonardo y tal vez él también se enamoró de ti. En estos procesos es normal. Sólo deja que suceda, no te claves, no tengas miedo y sigue con tu vida.” Así fue como pude comprender que en ocasiones lo que parece un tabú en las academias o escuelas de arte, se termina entendiendo hasta que se vive.

Teatro sobre ruedas

Y entonces sucedió la magia… llegábamos a cada lugar con un equipo que se encargaba de ver el lugar con anticipación para determinar la logística del carro y de nosotros. Mientras nos movíamos entre las curvas de la Sierra Gorda, nuestro carro-escenario iba lento, dibujando un rastro en la carretera. Llegábamos a un lugar nuevo cada día, con el sol en la cara y el sudor en el cuerpo.

En Cadereyta los niños se asomaban a las ventanas. Tolimán nos abrazó con sus canchas de básquetbol que nos obligaron a comprar un balón y jugar con la gente del lugar. Peñamiller nos mandó unas montañas que veíamos de frente. Arroyo Seco nos sacudió con un buen zapateado; Jalpan, con el calor más fuerte que nunca antes sentí; Bernal, con extranjeros y nuestra gente; Amealco, con nuestras raíces…

Si pudiera elegir un solo momento, el mejor de todos los que vivimos a lo largo de un año, sería cuando miré los rostros de las niñas y los niños indígenas, de las señoras y señores que salían de sus casas para vernos, de las personas que estaban trabajando y nos miraban un ratito para luego seguir en su labor. Esos semblantes, esos ojos, me los llevo para siempre. Ahí, justo en ese instante, pude saber que todo había valido la pena.


Cuando comenzamos el proyecto de la puesta en escena de Bodas de sangre imaginaba cómo sería el resultado, pero nunca se asemejó a lo que realmente viví.

Comenzamos un proceso creativo en medio de una pandemia que azotó al mundo, que arrasó la forma en como vivíamos y como percibíamos al otro. Sin embargo, un grupo de personas nos reuníamos (de la nueva manera en que nos empezamos a reunir) para arrancar con el proyecto que la directora de la compañía nos compartía. Nos propusieron el texto y supimos que el señor García Lorca nos acompañaría durante largo tiempo, que íbamos a contar con un escenario ambulante, que al cuerpo y a la voz los teníamos que preparar más de lo normal porque el teatro de calle así lo exigía y que -la mejor parte para mí- íbamos a recorrer lugares a donde pocas veces se podía presenciar un acto teatral. Eso fue lo que movió mi corazón y mi alma para ser parte de este proyecto.

Tuvimos nuestros primeros ensayos por Zoom. Entre el elenco, el equipo creativo, de producción, vestuario, publicidad y logística nos íbamos familiarizando a través de una pantalla. Asímismo, la directora nos llevaba por los diferentes caminos de las posibilidades que podría tomar nuestro montaje, hasta que fuimos tomando decisiones en conjunto sobre el texto y los personajes de esta tragedia, Bodas de Sangre de Federico García Lorca.

Después, fue necesario salir de las pantallas, no podíamos seguir de esa manera mientras el cuerpo nos pedía experimentar, mientras el personaje nos exigía levantarnos y probar. Así que empezamos nuestras primeras sesiones presenciales… con miedo pero con muchas ganas de hacer teatro, de vernos a los ojos aunque fuera a 1.5 metros de distancia pero en un mismo lugar, con cuerpos vivos alrededor. Tomamos muy en serio las medidas de sanidad y elaboramos un rol de limpieza para mantener a salvo nuestro lugar de trabajo y a nosotros mismos. Vivíamos una incertidumbre terrible porque el semáforo epidemiológico cambiaba constantemente y eso nos impedía ensayar y avanzar con el montaje, además de atrasar también el estreno y, por lo tanto, la gira.

Resultaba extraño probar la nueva normalidad en el teatro desde los ensayos. Hablar con cubrebocas, limpiar a cada instante la duela, usar caretas, tener distancia con los otros cuerpos; incluso debíamos cuidarnos el doble en la vida cotidiana porque ahora un proyecto y la salud de un número de personas dependían de la nuestra. Nos hacíamos pruebas en cuanto sentíamos algún síntoma, siempre salvaguardando la salud de los compañeros y la propia.

Entre los ensayos, el avance en las escenas, el semáforo epidemiológico, el descubrimiento del personaje que nacía, llegamos a diciembre. Pronto nos encontramos con la obra totalmente marcada, ya había entradas y salidas, marcajes de las escenas y algún acercamiento de nuestros personajes.

Después llegamos a uno de los momentos más emocionantes del proceso: conocer el carrito que llevaría nuestro pequeño mundo por todo el estado. Ahora, era necesario ir marcando en este carrito lo que ya se había trabajado en el salón de ensayos: subir, bajar, cantar, ver al otro, sentir al otro, porque era teatro de calle. Así, llegó nuestro estreno. Con emoción, felices, orgullosos de nuestro trabajo que, a pesar de tanta incertidumbre, estaba listo para nacer.

La Novia de Bodas de sangre

Ella y yo nos conocimos en diciembre pasado. Hemos estado juntas, escuchándonos, aprendiendo una de la otra, sosteniéndonos, admirándonos, creyendo una en la otra; yo, tomando de su fuerza y ella tomando mi cuerpo, caminábamos juntas cada función, nos dábamos la libertad de tomar lo que necesitábamos una de la otra, jugábamos con los demás personajes, veíamos sus ojos, reaccionábamos a sus palabras, a su cuerpo… encontrarme con La Novia, fue otro de los grandísimos regalos que me dio este proyecto. Encontrarme con una mujer enorme, a quien yo le temía al inicio del proceso pero que, mientras pasaba el tiempo, descubrí no solo su profunda fuerza y determinación sino su gentileza y su forma tan única de amar.

Algo muy curioso dentro del largo proceso de ir conociendo a mi personaje -La Novia-, fue que la mayoría de las veces, desde que la conocí, me sentía con los ojos vendados. A pesar de que tenía el acompañamiento de mi directora y mi coach actoral, iba a la deriva, con algunos aspectos claros, pero sin rumbo. Eso me exigía probar, probar y probar: conmigo, con mis compañeros, en mi casa, en la escena, en función. Me confundía en las indicaciones, pero tampoco tenía tiempo para frustrarme o perderme en el proceso; al contrario, todo lo anterior me obligaba a tener mi percepción y atención al doble. Recuerdo mucho una frase que dice la maestra Teresa Rábago: “Vieja, tú no importas. ¡Lo que tú sientas no importa! Deja que sea tu personaje el que sienta”.

Eso hice y fue en ese momento cuando pasé a la etapa que me daba miedo: dejar ser al personaje. Entonces comenzaron a pasar dentro de mí muchas cosas que me asustaron porque nunca antes había tenido una experiencia así con un personaje, hasta ahora no me había tocado un proceso actoral tan exigente y, personalmente, hasta ese momento tampoco había sentido una responsabilidad tan grande con mi compañía; tuve miedo incluso de saber si me estaba enamorando del personaje de Leonardo; pero después, todo fue tomando su curso. La directora siempre se mostró totalmente dispuesta y accesible para apoyarnos, entonces me acerqué a ella con mucha pena, me daba vergüenza exponer el miedo de saberme poco profesional al mezclarme con mi personaje frente a Leonardo, pero ella me pudo tranquilizar al decirme: “Maritza, es normal. Es normal que te enamores de Leonardo y tal vez él también se enamoró de ti. En estos procesos es normal. Sólo deja que suceda, no te claves, no tengas miedo y sigue con tu vida.” Así fue como pude comprender que en ocasiones lo que parece un tabú en las academias o escuelas de arte, se termina entendiendo hasta que se vive.

Teatro sobre ruedas

Y entonces sucedió la magia… llegábamos a cada lugar con un equipo que se encargaba de ver el lugar con anticipación para determinar la logística del carro y de nosotros. Mientras nos movíamos entre las curvas de la Sierra Gorda, nuestro carro-escenario iba lento, dibujando un rastro en la carretera. Llegábamos a un lugar nuevo cada día, con el sol en la cara y el sudor en el cuerpo.

En Cadereyta los niños se asomaban a las ventanas. Tolimán nos abrazó con sus canchas de básquetbol que nos obligaron a comprar un balón y jugar con la gente del lugar. Peñamiller nos mandó unas montañas que veíamos de frente. Arroyo Seco nos sacudió con un buen zapateado; Jalpan, con el calor más fuerte que nunca antes sentí; Bernal, con extranjeros y nuestra gente; Amealco, con nuestras raíces…

Si pudiera elegir un solo momento, el mejor de todos los que vivimos a lo largo de un año, sería cuando miré los rostros de las niñas y los niños indígenas, de las señoras y señores que salían de sus casas para vernos, de las personas que estaban trabajando y nos miraban un ratito para luego seguir en su labor. Esos semblantes, esos ojos, me los llevo para siempre. Ahí, justo en ese instante, pude saber que todo había valido la pena.


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