El movimiento feminista ha recuperado bríos en años recientes. Las protestas, contundentes y audibles, se manifiestan en las calles, las redes sociales, los ámbitos académicos y laborales. Acciones radicales como los paros universitarios demuestran que las mujeres no estamos dispuestas a tolerar la convivencia con agresores que han permanecido en una cómoda impunidad durante décadas. Pareciera que todo es miel sobre hojuelas en este nuevo despertar femenino, la “sororidad”, el compañerismo irrestricto, la solidaridad a espuertas, el “yo te creo”, el reconocimiento profesional entre congéneres, la defensa de los derechos fundamentales y demás muestras de congruencia ideológica se dan por sentado, por lo que resulta impensable cualquier dejo de deslealtad entre féminas.
Quisiera convencerme de que en el corazón de todas las mujeres se ha encendido la llama del feminismo, me gustaría creer que entre cada una de nosotras se ha asentado el deseo de hermanarnos con las demás, pero lo cierto es que, en la convivencia cotidiana con muchas de mis colegas, resiento una clase de violencia misógina que, si bien ha existido desde que tengo memoria, ahora se ha sofisticado para camuflarse detrás de los buenos modales y la supuesta argumentación lógica, que de lógica no tiene nada.
Sé que no soy la única que detecta esta clase de comportamientos, probablemente tú, estimada lectora, también has debido soportar una conversación como esta:
“Querida (el “querida” no puede faltar), lo que te voy a decir es la verdad (ella cree conocer mejor la verdad y te va a hacer el favor de revelártela porque considera que vives engañada), no quiero que lo tomes a mal, pero yo tengo más experiencia en este tema (presupone que tiene mayor experiencia, aunque desconozca tu trayectoria) porque he vivido de cerca sucesos que tú no (ella es una mujer de mundo, claro está). Nunca me había tenido que meter en el trabajo de mis colaboradores (insinúa que eres inferior al resto de tus colegas, en especial los masculinos), pero esto que hiciste me parece muy equivocado y te lo tengo que decir (ella parece ver lo que tú eres incapaz de notar). Si no fuera realmente importante, jamás te hubiera pedido que habláramos (sugiere que mereces un regaño porque hiciste lo que creías conveniente, te guiaste por tu experiencia e intuición, mismas que ella subestima). ¿No sabes que la decisión que tomaste no tiene que ver con lo que necesita nuestra organización/institución/empresa/compañía? (¿no te das cuenta de que eres una empleada que debe obedecer órdenes y que no estarías en donde estás si no fuera porque ella te llamó?). No puedes tomar decisiones que se alejan de lo que es sensato (bueno, pues parece ser que eres una insensata). Vas a tener que cambiar lo que hiciste, lamento que hayas invertido tiempo, esfuerzo, dedicación, corazón, estudio y dinero en algo que no funciona (la obedeces o la obedeces, no le importa escuchar tus argumentos ni valorar tu punto de vista). No puedo presentar tu trabajo tal y como está, espero que lo entiendas (tu quedarás a la sombra, ella será la que se pare delante de ti, así que no tiene caso que trates de imprimir tu visión en este proyecto). Espero que tengas la sensibilidad y la inteligencia para hacer los cambios necesarios (si te obstinas en defender tu postura, demostrarás que eres estúpida y desencadenarás un pleito innecesario)”.
Y lo extraño es que, probablemente, tu trabajo, ese trabajo sobre el que aquella fémina poderosa tiene la delicadeza de escupir, ha sido aplaudido por otras personas. Sí. Lo que algunos te celebran es denostado por aquella que está sentada en alguno de los muchos tronos que nuestros sistemas de convivencia laboral y académica han creado. El poder envilece, eso es sabido, pero es profundamente entristecedor que los lugares preeminentes que han sido tan difícilmente conquistados por las mujeres acaben por servir para afianzar la violencia que el feminismo intenta erradicar mediante sus múltiples lugares de discusión, diálogo y protesta. Algunas mujeres que levantan la voz en contra de las injusticias misóginas pueden acabar por reproducir los modelos ante los que fingen oponerse. Es fácil convertirse en activista de escritorio y defender lo que parece correcto, pero es en la práctica cotidiana en donde debemos demostrar que el discurso no es una mera herramienta para obtener beneficios personales ni un decorado detrás del que ocultamos nuestra verdadera ideología.
Si la crítica de una mujer hacia el trabajo de otra es legítima, no debe acompañarse de giros retóricos humillantes ni de argumentos huecos en los que se manifiesta un evidente deseo de sobajar a la interlocutora. El diálogo es la base de cualquier conciliación y si este es anulado a priori existe un innegable abuso de poder. Es importante detectar esta clase de situaciones y oponerse a ellas. Las mujeres, por herencia cultural, tendemos a subestimar nuestra labor y a aceptar las ofensas con una calma pasmosa, por eso conviene aguzar la atención para entender el cariz de cada intercambio. Ni la paranoia defensiva ni la sumisión son favorables, la inteligencia analítica debe ser el filtro para saber si una conversación es equilibrada y respetuosa o soterradamente violenta.
Las mujeres necesitamos ser absolutamente críticas entre nosotras, puesto que ningún movimiento colectivo puede ser verdaderamente trascendente si sus integrantes traicionan los principios fundamentales que inspiraron la defensa de una causa. Las feministas compartimos ideales y añoranzas, la congruencia ante estos es la que nos mantendrá unidas. Levantar la voz ante cualquier tipo de violencia, ejercida por un hombre o por una mujer, es una obligación ética que refuerza el compromiso con la larga lucha que las mujeres hemos sostenido de muy diversas maneras desde hace siglos.