En recientes fechas escuché a una funcionaria del sector cultural proclamar con una seguridad fulminante que “el teatro independiente no existe”. Como directora de una pequeña agrupación escénica que ha debido abrirse paso contra viento y marea, semejante afirmación me indignó, debo aceptarlo, así que me dediqué a despotricar en su contra durante dos horas. Después de que mi esposo y mis amigos escucharon mis airados vituperios, uno de esos compinches míos me espetó: “sé lo suficientemente independiente, independízate de las independejadas. Que las necedades de esa clase de señoras te importen un bledo”. El consejo me pareció sensato, pero, después de meditar durante días, llegué a la conclusión de que es necesario hablar de la importancia que tiene el teatro independiente en nuestro país.
No es justo que, por la miopía de ciertos artistas y funcionarios acostumbrados a trabajar únicamente cuando las arcas se abren para ellos, se ignore la lucha cotidiana de los grupos que crean al margen de estas prerrogativas acomodaticias (o fifís, por si alguien prefiere ese bonito término que está tan en boga). Las compañías independientes se mantienen unidas por el irrefrenable deseo de decir algo que les parece importante, por la necesidad de crear ficciones poderosas, por la convicción de que las historias que se comparten sobre la escena pueden remover consciencias; saben que, en muchas ocasiones, las ganancias serán mínimas o nulas, pero no por ello dejan de escribir obras locas, de pedir prestados los sillones a sus abuelas, de comprar vestuario de segunda mano en el Tepe o la Lagunilla, de convertir basura en utilería (pequeños tesoros que aparecen en las calles), de vivir en departamentos diminutos en los que se acumulan cubos de madera que sirven para construir castillos shakesperanos o instalaciones vanguardistas. Muchas de las personas que laboran en instancias culturales y una gran cantidad de productores privados enamorados de la pecunia no se imaginan la resiliencia en la que viven miles de artistas que, con dinero o sin dinero (hago siempre lo que quiero), se obcecan en levantar sus proyectos.
Y sí, claro, de vez en cuando cae algún apoyo, alguna beca o una dádiva del gobierno para producir una obra, pero no por ello se mancha el expediente ni pierde un creador su libertad. Ese es el error de la funcionaria que asevera que el teatro independiente no existe. Ella piensa que, por el hecho de que un artista acceda esporádicamente a algún estímulo de carácter público, está aceptando que su quehacer es insostenible de cualquier otra manera. ¡Qué falacia feroz y peligrosa es esta! ¿Por qué? Porque esta clase de discursos sirven para sustentar tres ideas erróneas que a veces los mismos artistas independientes acaban por creer.
Idea errónea uno: Con dinero baila el perro, y si el perro no baila nadie querrá ir a ver la obra.
Cuando un artista accede a algún estímulo público, recibe un espaldarazo. Se crea la ilusión de que fue elegido por contar con méritos mayores que los de muchos de sus pares. Por eso, cuando debe enfrentarse nuevamente a la austeridad, se siente invalidado o injustamente expulsado de la “élite artística”. Para mantener la resistencia, el artista independiente necesita entender que los apoyos del gobierno deben repartirse equitativamente para que la “élite” desaparezca. Un creador que, después de obtener un estímulo, se queda atrapado en la necesidad de vivir del erario público, perderá su libertad y le dará la razón a la funcionaria que no confía en que pueda hacerse teatro sin una beca. El camino es difícil, sin duda, y la precariedad en la que a veces nos encontramos los artistas puede ser desalentadora, pero el hecho de reducir las opciones y esperar subvenciones permanentes del gobierno, impide que se generen nuevos modelos de producción que se opongan a las políticas neoliberales que estigmatizan a los artistas como seres “improductivos” o “inútiles” para la sociedad. Lo que hacemos no puede medirse en la escala de la “productividad capitalista” y esa no es una falta, es una virtud. Podemos integrarnos a la sociedad sin depender siempre del erario público ni obligarnos a crear “mercancías”. La mirada independiente es la que puede abrir caminos para dignificar el arte y afianzar su importancia social.
Idea errónea dos: Del arte no se vive, a menos de que encuentres la gallina de los huevos de oro.
Existe los productores teatrales privados que levantan proyectos de los que, indudablemente, obtendrán jugosas ganancias. Lo que menos les importa es sostener una compañía por largo tiempo, puesto que su interés radica en producir éxitos de corta o mediana duración y amplio impacto. Actores famosos, textos infalibles, escenografías fastuosas, estímulos fiscales millonarios (EFI teatro), teatros con un aforo considerable, boletos costosos, pocas cortesías y un esfuerzo siempre bien retribuido. Cuando una compañía independiente empieza a emular estas prácticas mercantiles, descubre que el modelo es incompatible con una visión más honesta y profunda del quehacer teatral. Por lo general (no siempre, por supuesto), para tener una taquilla boyante, se vuelve necesario atenuar (u omitir) el riesgo creativo y la experimentación libre. Esta prueba es la que acaba con muchas agrupaciones, pero también es la que, una vez superada, afianza la complicidad entre sus integrantes. Otra muestra de resistencia.
Idea errónea tres: El verdadero teatro profesional es el de los profesionales en los verdaderos teatros.
Existen pocos teatros públicos verdaderamente equipados y estos no pueden cubrir la enorme demanda de los miles de grupos artísticos que hay en el país. Algunos valientes se aventuran a abrir espacios propios y, muchos otros, buscan alternativas en cualquier rincón del mundo que pueda ser sugerente, inquietante o medianamente dramático. El hecho es que se hace teatro en todas partes y que, al abrir estas alternativas, las agrupaciones se rebelan y resisten. Se independizan de la infraestructura canónica y privilegian el encuentro con los espectadores. La toma del espacio es un acto político y evidencia otra faceta importantísima del teatro independiente. Quienes caen en el error de esperar su turno en los primorosos teatros públicos o privados, dejan pasar la oportunidad de crear al margen de la oficialidad. Quizás la funcionaria que no cree en el teatro independiente no sabe cuántos artistas deambulan y se instalan en lugares insólitos en los que ella no sabe que se pueden reunir los actores con el público.
Así pues, quienes rompen con estas ideas y demuestran su talante combativo, son, sin duda, independientes, puesto que no supeditan su labor a ningún parámetro ajeno a su pulsión creativa. En el caso de los teatreros queretanos independientes, hemos contado con un lugar insólito: El Museo de la Ciudad. Es un espacio público, pero se abre irrestrictamente a cualquier expresión artística. En él es posible llevar a cabo cualquier exploración enloquecida. No ofrece dinero para producir las obras, pero Gabriel Hörner, su director, permite que se utilicen las instalaciones con plena libertad. Esta panacea ha catapultado a compañías como Sabandijas de Palacio, aquella a la que pertenezco. La complicidad maravillosa entre lo público y lo independiente es inusual, pero óptima y deseable. El Museo de la Ciudad ha revelado que es posible pensar en alternativas de producción que no han sido implementadas en ninguna otra parte del país (quizás del mundo): Hay lugar para todos todo el tiempo, las taquillas pueden ser dignas, cada rincón del Museo puede convertirse en un espacio escénico.
En una semana estrenaremos un proyecto experimental denominado La habitación como metáfora del mundo. Se llevará a cabo en una de las salas que, por lo general, se utilizan para exposiciones plásticas. A nuestra pieza accederá un solo espectador a la vez, cuestión que, sin duda, no resultará muy redituable. Colocaremos proyectores e instalaremos un equipo de sonido para que la voz de la actriz acompañe al espectador, es decir, acondicionaremos el espacio según nuestras necesidades creativas. ¿Y qué queremos lograr? Queremos que cada persona que asista experimente sensaciones entrañables al recordar, soñar, evocar o imaginar alguna de las habitaciones en las que estuvo o quiso estar. En un intento por rescatar las emociones que la vida cotidiana extingue y opaca, le brindaremos diez minutos de soledad acompañada a aquellos que se refugien en nuestra habitación teatral y ficticia. Y de este modo, intentaremos resistir el embate de quienes quieren ver a los perros bailar, a las gallinas poner huevos de oro y a los actores interpretar guiones predecibles.
Cada viaje por la habitación será único e irrepetible, puesto que dependerá de las memorias que cada espectador comparta con nosotros a través de un formato personal que deberá llenar antes de ingresar al recinto. Improvisaremos para cada persona, nos entregaremos en alma y cuerpo a brindarle una habitación íntima en la que tendrá tiempo y espacio para sí mismo, podrá escucharse, percibir una atmósfera que sólo puede recrearse cuando se tiene libertad de acción… e independencia.