Teoría social, mamás, abuelos y bombas molotov

El libro de cabecera

Carlos Campos | Colaborador

  · viernes 11 de octubre de 2019

Herbert Marcuse en un acto en la Universidad Libre de Berlín en 1967 / Cortesía

Stuart Jeffries (1962) es escritor, periodista y crítico cultural. Ha trabajado en el diario británico The Guardian durante más de veinte años, llegando incluso a alcanzar el puesto de subeditor. También ha fungido como corresponsal del medio en París. Ha hecho crítica de televisión y de espectáculos y colabora además en otros medios como The Financial Times y Psychologies. Actualmente vive en Londres.

En su Gran Hotel Abismo. Una biografía coral de la Escuela de Frankfurt (Turner, 2018), Jeffries abre con un prólogo contracorriente en donde nos cuenta cómo, en 1969, poco antes de su muerte, Theodor Adorno dijo en una entrevista: “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con cocteles molotov?” (*)

Esta anécdota pone en relieve el principal problema de la Escuela de Frankfurt: nunca optó por la revolución. A pesar de que su principal influencia teórica, Karl Marx, había afirmado en la célebre undécima tesis sobre Fauerbach que “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de transformarlo”, los intelectuales de la Escuela de Frankfurt habrían de mandar al carajo esta tesis.

¿Por qué sigue gozando de preeminencia, por momentos acrítica, la Escuela de Frankfurt en ciertos círculos académicos contemporáneos? Su trascendencia no es gratuita. Desde su aparición en 1923, el Instituto de Investigación Social perteneciente a la Universidad de Frankfurt del Meno, evitó todo contacto con los partidos políticos y mantuvo un agudo escepticismo por los movimientos sociales y luchas políticas. Además de Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Friedrich Pollock, Franz Neumann y Jürgen Habermas (Walter Benjamin se cuece aparte) fueron los intelectuales principales de lo que posteriormente se denominó Escuela de Frankfurt. Aunque presumían su virtuosismo en el fino arte de criticar las crueldades del fascismo y del destructor y nocivo impacto del capitalismo en el plano social y espiritual de las sociedades occidentales, eran ignorantes supinos a la hora de transformar aquello que tanto criticaban.

Esto llegó a exasperar mucho a los neomarxistas occidentales. György Lukács, por ejemplo, acusó a los miembros más sobresalientes de la Escuela de Frankfurt de haberse hospedado en lo que el propio Lukács llamaba el Gran Hotel Abismo, un hermoso espacio “equipado con toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo”. En este hotel ya se habían hospedado anteriormente otras figuras extractoras del placer perverso del sufrimiento, como Arthur Schopenhauer, por ejemplo.

No obstante, es conocida la apuesta de la Escuela de Frankfurt por la emancipación humana basada en la recuperación y la reconducción de la razón, elemento predilecto de la crítica al que habían dirigido sus baterías por ser considerado un ente utilitarista/iluminista al servicio de las supernaciones, que sirvió para la dominación y el control político mundial.

Mientras en el devenir de la historia, el mundo atestiguaba el ascenso del nazismo al poder, la experiencia del exterminio masivo de judíos, el advenimiento ya inevitable de la Segunda Guerra Mundial, la consolidación del autoritarismo estalinista bajo el cobijo del experimento socialista soviético, el desarrollo del capitalismo avanzaba implacable.

Es precisamente en ese capitalismo que, a través de los aparatos de producción cultural, va a propiciar el surgimiento de uno de los entes predilectos de la crítica frankfurtiana: el despliegue y apogeo de la cultura de masas, concepto que sería sustituido por el de industrias culturales.

Teoría crítica

La Escuela de Frankfurt propuso y defendió la posibilidad de la elaboración de un pensamiento que fuera capaz de cuestionar con profundidad las tendencias totalitarias, excluyentes y conducentes a la dominación del ser humano. Asimismo, apostó por la elaboración de una Teoría Crítica que apuntara a la recuperación del rumbo de la humanidad. El pensamiento social, entonces, es visto no como un asunto solamente teórico sino en su dimensión de la praxis social y en su práctica transformadora y emancipadora. Su examen de la realidad del momento identifica con pesar el autoritarismo político, la reproducción de la desigualdad social, la explotación exacerbada de la naturaleza, la pérdida de la autonomía y la ausencia del sentido crítico de la población.

Ante este escenario de rumbos desviados, se restringen sin remedio las potencialidades del individuo, ya que la razón, como mencionamos arriba, deviene en su versión técnica e instrumental: el triunfo de la racionalidad técnica. Es entonces que la Teoría Crítica se opone a la aceptación de una investigación orientada abiertamente hacia los intereses de ciertos organismos de la administración pública o privada. Se interesa en ofrecer un mayor conocimiento de los medios de comunicación, pero sin ser parte de estos (como aquella divertida anécdota en la que participaron Theodor Adorno y Paul Lazarsfeld, que trataremos en otra ocasión).

Casi de modo tradicional, la Teoría Crítica encontraba en las izquierdas latinoamericanas, tanto en su advocación académica como política, su principal nicho. A pesar de que Adorno habría defendido la retirada de la Escuela de Frankfurt al plano teórico, muchos optaron por la acción. Pero esa acción devino en una agresiva expresión demagógica de la oclocracia.

Si en aquellos años los movimientos estudiantiles y la llamada Nueva Izquierda estaban en su apogeo, mientras Adorno era señalado por no ser lo bastante radical como los líderes de la Sozialistischer Deutscher Studentenbund deseaban (“Si dejamos en paz a Adorno, el capitalismo nunca desaparecerá”), en nuestros días, al momento de terminar de escribir este texto, se confirma el fracaso de los cinturones de paz, maquilado con la carne de cañón de empleados del gobierno de la Ciudad de México y voluntarios, con el propósito de (intentar) contener a los vándalos que participaron en la marcha conmemorativa del 2 de octubre. El preludio del absurdo fue una nueva actuación desde el púlpito del stand up presidencial: “Que tengan cuidado (los encapuchados) porque en una de esas los voy a acusar con sus mamás, con sus papás, con sus abuelos, porque estoy seguro de que los abuelos, los papás y las mamás no están de acuerdo. Me dejo de llamar Andrés Manuel. Estoy seguro de que los ven o los verían como malcriados, que no deben andar haciendo eso, les darían hasta sus jalones de oreja y sus zapes”. Ni teoría social, ni mamás, ni abuelos, ni izquierda crítica y sí muchas bombas molotov.

(*) Entrevista completa: https://newleftreview.org/issues/I233/articles/esther-leslie-introduction-to-adorno-marcuse-correspondence