/ lunes 26 de noviembre de 2018

Texto desde su descomunal silencio | Gigante de cuerpo difuso

Litertura y Filosofía

Ver no es sólo ver lo que está ante la vista. Implica reconocer lo que no se ve, lo que se intuye: lo latente es real cuando se piensa. Es una forma de colegir no sólo lo que trasciende al texto, sino también lo que le hizo surgir como corpus de-letras in situ.

En su inmensidad la letra trasciende la idea primigenia del autor | Gigante | incluso lo sobrepasa. No hay posibilidad —en ese sentido— de «ser» desde la negación. La mole in crescendo es afirmación continua. Su peso no detiene la rueda escriturística que no cesa de girar en el papel que alguna vez fue virgen. Entonces, sin pausas existenciales, el blanco del infinito (realidad que hace lectura), se inunda de letras-de-voz.

Como consecuencia cada silencio se agranda, in|ex|conmensurable, hasta volverse grumo de caos en papel-de-granito. El cosmos escriturístico se vuelve, en este sentido, interpelación de sí y para sí. Sensación inacabada que pende de un hilo roto en la idea primigenia del autor (el que escribió originalmente el texto y el que lo recrea al leer).

De ahí que la escritura no sea necesariamente del tamaño de la lectura. Los intersticios de la voz reacomodan el texto hasta volverlo infinito. Fuga que hace posible el sentido del texto-abierto. Por eso la gramatología no es solo voz o silencio. El recuerdo, la posibilidad, las múltiples sensaciones, las continuas interrupciones e intervalos fragmentan y —en ese sentido— reorientan la totalidad del texto. En otras palabras: su totalidad es dinámica.

Por eso, para advertir el sentido del texto, hay que leer desde el descomunal silencio | Gigante de cuerpo difuso que ahonda en realidades de mármol. De ahí que las escritura sea un constate reacomodo de la voz que permite imaginar la realidad que evanece y se desvanece.

Papel para escribir y leer | Ser para seguir-siendo | Enfrentar la letra que hace raíz | Embrilla —en pocas palabras— que afirma la in-mensidad (sin medida) del texto|. Así, todo es parte de una totalidad que se fragmenta y, a la vez, se desfragmenta continuamente, al momento de hacer aprehensión lato sensu (s. l.) del ápice textual que deviene en sí. Implicación es imbricación. Tejido que cubre el constante destejimiento de la realidad de leer.

Por eso el texto-gigante es lectura que desenmascara cualquier fragilidad no enunciada por el corpus escriturístico. En todo caso hay que tomar en cuenta que la realidad de las letras no es (no puede ser) cerrada. Cada palabra se modifica al momento de descontextualizar su territorio. Pero, ¿qué territorio pueden tener las palabras? No hay forma apodíctica de ubicarlas en una sola dimensión.

Quizá la fragmentación sea, incluso, una forma de territorialización dinámica. Los espacios de la hoja escrita sobrepasan las luces que ahogan el silencio del margen. La profundidad del texto es, en este sentido, inasequible para la materialización del ser que lee.

Cada lector se hace y deshace desde su particular posición de lector. El tamaño se vuelve primordial para la comprensión del texto. Se lee como aquellos gigantes mitológicos de la antigüedad. Se lee así porque el texto mismo es gigante. Se lee así porque texto y lector son gigantes de su propia construcción ontológica en grama.

Lo descomunal es laberinto que desenvuelve la corporalidad del texto. Ir y venir entre líneas y espacios que sugieren silencios detona silencios que marcan nuevas territorializaciones. Desde ellas el cuerpo crece. Avanza en un constante ir y venir por el texto.

Fuga para escribir. Escribir para leer. Leer para ser. Ser para no ser desde una doble negación. ¿Qué más se le podría pedir al texto? Las características no sustanciales no dejan de ser esencia y paciencia de lo que se lee.

Si el texto careciera de su giganticidad correría —de hecho— la posibilidad de perder su propia identidad dinámica. De ahí que aunque el texto sea pequeño en la cantidad de palabras, su lectura lo hace inmenso. Cada lector le añade algo. Su cuerpo, en este sentido, no deja de crecer.

La factibilidad es cuestión de materia e idea. No hay movimiento sin sustancia que mover, pero tampoco existe la sustancia sin el tiempo y los aspectos contingentes que le dan sentido y orientación. ¿Cómo dejar de ser gigante si la palabra es —de suyo— gigante; si cada instante que se desfragmenta se vuelve parte de una cadena infinita?

Ser y no ser no son extremos que se alejen como el efecto dopler: son puntas que convergen en situaciones específicas. La lectura es un espacio preciso. No hay determinaciones acabadas, incluso si se hace una conclusión de lo que se leyó. La relectura nos vuelve al momento primigenio de nuestra comprensión lectora.

El gigante no es un ser para el olvido. Cada vuelta de hoja abre el habla en situaciones específicas de ser. Por eso el texto desde su descomunal silencio es un gigante de cuerpo difuso: porque su ser no puede subsumirse en una realidad acabada.


Ver no es sólo ver lo que está ante la vista. Implica reconocer lo que no se ve, lo que se intuye: lo latente es real cuando se piensa. Es una forma de colegir no sólo lo que trasciende al texto, sino también lo que le hizo surgir como corpus de-letras in situ.

En su inmensidad la letra trasciende la idea primigenia del autor | Gigante | incluso lo sobrepasa. No hay posibilidad —en ese sentido— de «ser» desde la negación. La mole in crescendo es afirmación continua. Su peso no detiene la rueda escriturística que no cesa de girar en el papel que alguna vez fue virgen. Entonces, sin pausas existenciales, el blanco del infinito (realidad que hace lectura), se inunda de letras-de-voz.

Como consecuencia cada silencio se agranda, in|ex|conmensurable, hasta volverse grumo de caos en papel-de-granito. El cosmos escriturístico se vuelve, en este sentido, interpelación de sí y para sí. Sensación inacabada que pende de un hilo roto en la idea primigenia del autor (el que escribió originalmente el texto y el que lo recrea al leer).

De ahí que la escritura no sea necesariamente del tamaño de la lectura. Los intersticios de la voz reacomodan el texto hasta volverlo infinito. Fuga que hace posible el sentido del texto-abierto. Por eso la gramatología no es solo voz o silencio. El recuerdo, la posibilidad, las múltiples sensaciones, las continuas interrupciones e intervalos fragmentan y —en ese sentido— reorientan la totalidad del texto. En otras palabras: su totalidad es dinámica.

Por eso, para advertir el sentido del texto, hay que leer desde el descomunal silencio | Gigante de cuerpo difuso que ahonda en realidades de mármol. De ahí que las escritura sea un constate reacomodo de la voz que permite imaginar la realidad que evanece y se desvanece.

Papel para escribir y leer | Ser para seguir-siendo | Enfrentar la letra que hace raíz | Embrilla —en pocas palabras— que afirma la in-mensidad (sin medida) del texto|. Así, todo es parte de una totalidad que se fragmenta y, a la vez, se desfragmenta continuamente, al momento de hacer aprehensión lato sensu (s. l.) del ápice textual que deviene en sí. Implicación es imbricación. Tejido que cubre el constante destejimiento de la realidad de leer.

Por eso el texto-gigante es lectura que desenmascara cualquier fragilidad no enunciada por el corpus escriturístico. En todo caso hay que tomar en cuenta que la realidad de las letras no es (no puede ser) cerrada. Cada palabra se modifica al momento de descontextualizar su territorio. Pero, ¿qué territorio pueden tener las palabras? No hay forma apodíctica de ubicarlas en una sola dimensión.

Quizá la fragmentación sea, incluso, una forma de territorialización dinámica. Los espacios de la hoja escrita sobrepasan las luces que ahogan el silencio del margen. La profundidad del texto es, en este sentido, inasequible para la materialización del ser que lee.

Cada lector se hace y deshace desde su particular posición de lector. El tamaño se vuelve primordial para la comprensión del texto. Se lee como aquellos gigantes mitológicos de la antigüedad. Se lee así porque el texto mismo es gigante. Se lee así porque texto y lector son gigantes de su propia construcción ontológica en grama.

Lo descomunal es laberinto que desenvuelve la corporalidad del texto. Ir y venir entre líneas y espacios que sugieren silencios detona silencios que marcan nuevas territorializaciones. Desde ellas el cuerpo crece. Avanza en un constante ir y venir por el texto.

Fuga para escribir. Escribir para leer. Leer para ser. Ser para no ser desde una doble negación. ¿Qué más se le podría pedir al texto? Las características no sustanciales no dejan de ser esencia y paciencia de lo que se lee.

Si el texto careciera de su giganticidad correría —de hecho— la posibilidad de perder su propia identidad dinámica. De ahí que aunque el texto sea pequeño en la cantidad de palabras, su lectura lo hace inmenso. Cada lector le añade algo. Su cuerpo, en este sentido, no deja de crecer.

La factibilidad es cuestión de materia e idea. No hay movimiento sin sustancia que mover, pero tampoco existe la sustancia sin el tiempo y los aspectos contingentes que le dan sentido y orientación. ¿Cómo dejar de ser gigante si la palabra es —de suyo— gigante; si cada instante que se desfragmenta se vuelve parte de una cadena infinita?

Ser y no ser no son extremos que se alejen como el efecto dopler: son puntas que convergen en situaciones específicas. La lectura es un espacio preciso. No hay determinaciones acabadas, incluso si se hace una conclusión de lo que se leyó. La relectura nos vuelve al momento primigenio de nuestra comprensión lectora.

El gigante no es un ser para el olvido. Cada vuelta de hoja abre el habla en situaciones específicas de ser. Por eso el texto desde su descomunal silencio es un gigante de cuerpo difuso: porque su ser no puede subsumirse en una realidad acabada.


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