La textualidad del texto es un asunto dinámico. Para ello hago una primera afirmación: los textos se bifurcan. Esto significa varias cosas: primero, que los textos tienen la capacidad (o posibilidad) de bifurcarse, es decir, que se cruzan entre ellos, o al menos que hay un punto en el que convergen al unir sus cauces escriturísticos; segundo, que se da por sentado que son <los textos> los que se bifurcan, es decir, que lo hacen desde su ser-siendo-texto[s], una vez que han salido de las manos del autor; tercero, que hay (o puede haber) un texto mayor que es (resulta ser) la suma de las diferentes bifurcaciones; cuarto, que en los textos hay movimiento, de otro modo sería imposible que se bifurcaran (tómese en cuenta que refiero la bifurcación de los textos, no del lector que los hace suyos); quinto, que la bifurcación es un proceso continuo, no algo dado (estático) por sentado, en ese sentido se colige que su ser depende de los mismos textos que lleven a cabo dicho proceso (el de bifurcación).
A partir de lo anterior, puedo decir —con temor a no ser exacto— que cada texto es el texto. Esto es la suma de cada texto, a la vez que el propio texto desde su individualidad. De ello se colige que la vecindad entre uno y otro texto no es ni exacta ni absoluta. Su movimiento refiere una ontologización constante de la palabra. No se agota al ser <este texto>, pues es el texto. Así, desde la singularidad, aparece la pluralidad que puede ser un constante ser-siendo desde la propia escritura que arroja múltiples posibilidades de aprehensión.
Es como la muerte, en cada muerto está la muerte. Tal y como lo refiere Borges en su poema “Remordimiento por cualquier muerte” (Editorial Sudamericana, Obras completas 1, pág. 36):
Libre de la memoria y de la esperanza,
ilimitado, abstracto, casi futuro,
el muerto no es un muerto: es la muerte.
[Fragmento]
De ahí la razón de Heráclito, cuando afirmó que nadie se mete dos veces en el mismo río porque ni el río es el mismo río, ni el hombre es el mismo hombre cuando se mete por segunda vez. Con la muerte sucede igual, nadie es el mismo muerto cuando muere. Nadie se mete en un mismo río llamado muerte, cada uno es <la muerte>; el río infinito, la posibilidad imposibilitada al haber rebasado la orilla de la misma muerte. No hay —en otras palabras— una muerte compartida, sino una, solo una forma de morir desde el propio agotamiento del ser.
Crátilo, alumno de Heráclito, sostuvo el sentido natural del lenguaje al momento de referirlo en su devenir cotidiano. Contrario a esta tesis, Hermógenes sostenía que el lenguaje es cultural; sin embargo, no se puede estar de uno u otro lado solamente. No es cuestión de oposiciones dialécticas sino de reflexiones dialógicas. A partir de ello —me parece— el lenguaje es el punto de unión entre la naturaleza y la cultura, o bien, entre los diversos textos que se tocan en las cimas (a veces simas) de la comunicación y la dependencia.
Borges continúa:
Como el Dios de los místicos
de Quien deben negarse todos los predicados,
el muerto ubicuamente ajeno
no es sino la perdición y ausencia del mundo.
[Fragmento]
Así, la unión entre el Dios de los místicos, al igual que el lenguaje de los muertos que crean su propio río, niega cualquier predicado posible. Porque la realidad ha quedado —a partir de su comunicación— subsumida en la lateralidad del río, del poema, del verso. Y todo esto no es sino ausencia, ausencia de ser en el mundo cuando todavía se es mundo. Después, cuando se ha cruzado el límite, cuando se ha entrado al río, cuando se ha muerto, el mundo no es sino una referencia oblicua, que no hace Poiesis en la memoria.
Borges termina su poema:
Todo se lo robamos,
no le dejamos ni un color ni una sílaba:
aquí está el patio que ya no comparten sus ojos,
allí la acera donde acechó su esperanza.
Aun lo pensamos
podría estar penando en él;
nos hemos repartido como ladrones
el caudal de las noches y de los días.
[Fragmento]
Y yo agrego: nos hemos repartido como ladrones sus noches y sus días, sus voces y silencios, su ser y su no ser, al momento de que lo hemos puesto en nuestra boca, en nuestra intención, en nuestro ser-de-voz.
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Por eso los textos se bifurcan y multiplican, porque en cada uno hay una aprehensión [re]creativa, una Poiesis que nunca termina, porque en cada recoveco del río, o de la vida, incluso de la muerte, está un nuevo lector que leerá —y quizá haga suyo— un nuevo texto.