Las fotografías capturadas por un ciego, las sinfonías compuestas por un sordo, las cuerdas de una guitarra pulsadas por un músico que perdió dos dedos, la ejecución dancística de un bailarín sin piernas: este despliegue de virtuosismo artístico evidencia que el cuerpo, sin importar lo fracturado que pueda estar, no limita jamás las posibilidades expresivas, la tenacidad del espíritu.
El cuerpo, ese habitáculo biológico cuya caducidad es innegable y en el que se revelan las huellas indispensables de nuestra identidad (nuestro rostro, nuestra complexión, nuestra estatura, nuestro color de piel, la nariz heredada de la abuela, la calvicie proveniente del abuelo, la voz agudísima de soprano histérica y demás detalles visuales, sonoros y odoríferos) nos acompañarán, literalmente, de por vida. Hasta ahora, el único modo de instalarnos en el mundo y “existir” es acuartelarse dentro de esa trinchera de carne que es el cuerpo humano, mismo que ha sido diseñado a lo largo de milenios por la evolución (con la esperanza de que esta aseveración darwiniana no hiera susceptibilidades religiosas).
Cinco dedos en cada mano, dos piernas, dos globos oculares poseedores de un entramado de nervios y de conexiones neuronales inexplicablemente sofisticadas, dos laberintos auriculares en los que se oculta una forja que prepara las ondas sonoras para que el cerebro las transforme en música: es un prodigio, sin duda, ese diseño estandarizado del cuerpo humano. Pero, como todos sabemos, tanto la genética como el azar (que a veces depara enfermedades o accidentes) pueden modificar este diseño general en el que supuestamente se basa la anatomía de cada ser humano que transita por la tierra. Hay personas que, como Borges, después de dedicar una vida entera a leer compulsivamente, se encuentran de pronto en medio de una biblioteca cuyas letras jamás podrán volver a ver. Hubo un Beethoven, quien jamás escuchó las notas de su séptima sinfonía. Y recuerdo a un Django Reinhardt, que aprendió a rasguear su instrumento con un misticismo gitano que compensaba la pérdida de dos dedos. También está Evgen Bavcar, un esloveno que, a los diez años de edad, al correr por los prados que circundaban su casa, se cruzó con una rama que le atravesó el ojo izquierdo. Un año después, el pequeño Evgen curioseaba entre los restos del armamento dejado por los soviéticos en una bodega y golpeó una mina que estalló y le arrebató la vista por completo. La última imagen que este fotógrafo ciego recuerda es el cabello negrísimo de una joven, por lo que a él le gusta pensar que no se sumió en la oscuridad, sino en la opacidad de una cabellera hermosa.
Para muchas personas puede parecer absurdo que artistas que no pueden apreciar la belleza de sus propias obras, como es el caso de Bavcar, se empecinen en crear piezas de las que sólo obtendrán una percepción sesgada, diferida. Pero la idea de que un ciego no puede relacionarse con el mundo de las imágenes es banal y errónea. Bavcar trabaja con sus recuerdos, con ese caudal que logró capturar a través de sus ojos mientras pudo valerse de ellos. La nostalgia implícita en la pérdida de una capacidad permea su obra y la trastoca. Habla la melancolía a través de los efectos que logra atrapar con su cámara. Algunos asistentes a veces transcriben para él las imágenes del mundo, las convierten en palabras, para que él, después de pensarlas, metaforizarlas y procesarlas, pueda sustraer de ellas un concepto, mismo que será la materia prima de su obra. Todo fotógrafo debe ser capaz de buscar las imágenes que habitan dentro de sí para después catapultarlas al mundo. Aunque Bavcar sea incapaz de “ver” el resultado de sus exploraciones fotográficas, él ya ha “visto” cada una de las imágenes frente a las cuales ha disparado su cámara. Las ha visto en su mente.
Imaginar a Borges, encorvado sobre una página que poco a poco va llenándose de letras que apenas alcanza a distinguir, garabateando esos universos inconmensurables que lleva a cuestas desde siempre, describiendo criaturas que pugnan por brotar en forma de historias y poemas, de locaciones imposibles, de palabras que, de tanto haberse pronunciado, en sus libros parecían nuevas; imaginar a Borges casi ciego, es inquietante. Borges logró convertir su ceguera en un tema literario, se compenetró de tal manera con esa condición, que en vez de sufrir las desventajas de su progresivo declive visual, analizó desde una infinidad de ángulos las posibilidades metafóricas de un acto que, en su connotación meramente fisiológica, puede resultar casi vulgar: el acto de ver. El globo ocular no es equiparable al ojo del poeta.
Contra el morbo, la esencia verdadera del arte
En Youtube podemos encontrar un sinnúmero de videos en los que aparecen bailarines sin piernas o sin brazos. Muchos de estas filmaciones se centran en la espectacularidad, en el asombro que produce el coraje de personas que logran sobreponerse a una condición desfavorable. Esta especie de admiración compasiva me parece insufrible, puesto que degrada a los artistas a la condición de bichos raros. El espectador que, para satisfacer su morbo, gusta de buscar en la red proezas físicas desempeñadas por personas “discapacitadas”, está él mismo “incapacitado” para descubrir la esencia de la interpretación dancística, la verdad que subyace en una obra de arte. En realidad, en el arte no existe ninguna “discapacidad”, puesto que, para citar al dramaturgo argentino Mauricio Kartun: somos los poetas que podemos ser. Cada artista se basa en su propia historia, vive en su propio cuerpo, habla a través de su biografía, es por ello que cada obra de arte es única y genuina. No importa si la anatomía de un intérprete cumple con las exigencias de un diseño supuestamente preestablecido por la naturaleza, la poética de un creador se cifra, precisamente, en la deconstrucción del mundo, en la generación de alternativas que nos permitan entender la realidad desde perspectivas inusitadas. No existe una única verdad a la que podamos ceñirnos, el mundo se redefine a partir de las muchas miradas que se posan sobre él.
Así pues, el arte pone en jaque el término de “discapacidad” o de “incapacidad”, puesto que no fuerza al artista a adecuarse a ningún molde, sino que le brinda una absoluta libertad para expresar su muy particular forma de arreglárselas con la vida, misma que para todos, sin excepción, es un absoluto misterio. La incertidumbre, el miedo, la guerra, el amor, el deseo, la frustración: toda esta gama de emociones es experimentada por cada ser humano de una forma íntima y personal. Una pierna menos, un oído que imagina sonidos en lugar de escucharlos o unos ojos que se perdieron en la espesura de una cabellera negra de ninguna manera le arrebatan a un ser humano su capacidad de percibir la realidad. La única certeza con la que contamos es que este cuerpo, maltrecho, viejo, joven, ciego, sordo, gordo o escultural, vivirá un tiempo y después se extinguirá, así que usemos nuestra estadía terrenal para leer la vida de infinitas maneras. En cada cuerpo humano se oculta una perspectiva secreta que ansía condensarse en otro cuerpo más real, más perdurable: el de la obra de arte.