¿En dónde se pasean los tiburones morados
de los que un día mi padre me habló?
Ya no podré ir con él a bucear en el mar
al amanecer,
ni podremos acariciar los costados
de los peces de mil colores.
La cara de mi madre ha cambiado para siempre,
ya no puede reír desde ese infausto día.
La barca se mece vacía y fría sobre el agua
y los aditamentos de trabajo
se enmugran y enmohecen.
El mar ha aumentado su dimensión,
son nuestras lágrimas y las de muchos más
para quienes no habrá oídos ni justicia.
Ahora me asomo con tristeza al océano
ni siquiera mis amigos los peces
me hacen gracia. Los corales son todos
grises para mí, y ya no hay
ningún tesoro secreto que encontrar.
Como pude, por mi corta edad,
he puesto una ofrenda aunque
no sé exactamente para quién.
En una charola coloqué un angelito,
una virgen y una veladora encendida,
dos rosas blancas y una foto tuya,
de las poquitas que tenías.
Y he puesto a flotar, sobre las tranquilas aguas,
mi ofrenda para que se pierda como tú
quién sabe en dónde,
para que se hunda y desaparezca
sin saber nada, como tú.
No quiero venganza, aunque mis sentimientos
son muy contradictorios.
Tan sólo elevaré una oración a Dios
pidiendo justicia y castigo para los culpables,
porque responsables hay
aunque todos se hagan de la vista gorda.
Que quienes te mataron nunca más vuelvan a gozar
de un bello atardecer en la bahía,
que nunca vuelvan a nadar entre los bagres
y los camarones,
que no encuentren la perla sagrada
y que el azul turquesa de este mar esmeralda
jamás los cobije ni dance para ellos.
Que así sea.