Una novela no me dará jamás la idea de una esfera; me puede dar la idea de un poliedro, de una enorme estructura.
Julio Cortázar
¿Se dieron cuenta de que ya no hay cines, o están en extinción, para ver películas viejas, antiguas, que no sean de estreno? ¿Qué significa esto social, económica, cultural y simbólicamente? ¿Cuándo comenzó la decadencia de este tipo de cines? En una sociedad todo está ligado, no hay nada aislado, una cosa afecta a la otra, así que este hecho debe tener repercusión en el conjunto de la sociedad, en su modelado, en sus costumbres. Es verdad, todo está destinado a cambiar, a desaparecer, a transmutarse, pero los eventos no suceden así como así, ni pasan sin dejar una huella y una consecuencia, porque así se construye la cultura día a día.
Por cierto, un ejemplo muy sabroso de cómo lo cotidiano va construyendo la vida, y de cómo la literatura rescata momentos (y ese es su valor) que no volverán a ser nunca jamás se narra en la novela Bajo el volcán, de Malcom Lowry, en el capítulo I. Ahí, Lowry nos cuenta de una tarde lluviosa en que: “La temperatura había bajado de repente. Y el cine estaba a oscuras, como si esa noche se hubiera suspendido la función… De repente estalló un trueno y las luces de la calle se apagaron … Un vendaval irrumpió en la calle, levantando en vuelo a su paso viejos periódicos y soplando en las lámparas de gasolina de las tortillerías hasta casi apagarlas: por encima del hotel, que quedaba frente al cine, se dibujó el violento garabato de un relámpago al que siguió otro trueno. El viento gemía; la mayor parte de la gente, riéndose, corría por todas partes en busca de refugio. M. Laruelle escuchaba los truenos estallando a su espalda, en las montañas. Apenas llegó a tiempo. La lluvia caía a torrentes.
Sin aliento, se guareció bajo el pórtico en la entrada del teatro que, no obstante, parecía más bien la entrada de algún lóbrego bazar o mercado. En ella se apretujaban los campesinos que llegaban con sus canastas. Ante la taquilla, vacía por el momento y con la puerta entornada, una gallina solicitaba frenéticamente que se admitiera. Por doquier la gente encendía linternas o fósforos. La camioneta con el magnavoz se alejaba en medio de la lluvia y los truenos. ‘Las manos de Orlac’, anunciaba un cartel: ‘6 y 8,30’. ‘Las manos de Orlac, con Peter Lorre’.
En la calle, las luces de los faroles volvieron a encenderse, pero las del teatro seguían apagadas. M. Laruelle buscó un cigarrillo. Las manos de Orlac … ¡Con cuánta rapidez, pensó, había hecho revivir en su mente ese nombre los primeros días del cine en realidad, sus propios días de estudiante tardío, los días del Estudiante de Praga, y Wiene y Werner Krauss y Karl Grüne; los días de la Ufa, cuando una Alemania derrotada se ganaba el respeto del mundo culto con las películas que producía… M. Laruelle tuvo una visión completa del interior (del cine). De allí, exactamente como si la función continuase, provenía un estruendoso bullicio de niños chillones y de vendedores que pregonaban papas fritas y ‘frijoles’. Resultaba difícil de creer que tanta gente hubiera abandonado sus asientos. Sombrías siluetas de perros callejeros entraban y salían por entre las butacas.”
Un mundo del que ya no existe nada ha quedado narrado con maestría en estos párrafos de Malcom Lowry dejando un hermoso, nostálgico y casi antropológico registro de hechos pasados que ya no serán, de una forma de vivir que ha sido borrada por el tiempo. Qué situación tan extraordinaria se narra. Nos cuenta que indios, campesinos, clasemedieros, burguesía y vagos compartían las duras tablas de madera en las que se sentaban para ver nada menos la que ahora está considerada como la primera obra maestra del cine expresionista alemán: Las manos de Orlac. También en la Ciudad de México, antes Distrito Federal, en los llamados, a mediados del siglo veinte, cines piojito, ahí se podían ver obras maestras del calibre de Amarcord (Federico Fellini, 1973), Calígula (Tinto Brass, 1984), Les valseuses (Bertrand Blier, 1974), y otras más. Películas que muchas veces eran exhibidas como cine porno y eso atraía a personas que a final de cuentas terminaban contemplado obras del cine de arte mundial. Claro, esto no era ni lo común ni generalizado, se daba más bien en cines reconocidos como exhibidores de porno.
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Vaya reconstrucción de la realidad la que nos presenta este párrafo de la novela Bajo el volcán. Una buena novela nos invita a mirar el mundo, en general y el que nos rodea, con ojos atentos. Nos invita a ver detenidamente, es contraria al mundo contemporáneo que todo lo quiere rápido, rápido, rápido. Una buena novela es para degustarse poco a poco, línea a línea, entre líneas, para sumergirse en cada ventana o puerta que nos abre. Es una invitación a volver a mirar de otra manera, a contrapelo de los cánones fast track.
Antes, quizá hasta los años 90 del siglo XX, todavía podía la gente ir muy a gusto a un cine de por el barrio para ver qué estaban exhibiendo. Era una diversión cercana, barata y compartida. Podías ir con los cuates, la chava, la familia, los tíos, los primos o solos. Eso se acabó, ahora pura película de estreno, las películas antiguas sólo se pueden ver en plataformas de las redes sociales, en televisión, en cd’s cada vez más en extinción, o de plano en discos piratas. Y con la desaparición de estos cines y de estas películas se fueron también, o casi desaparecieron, las costumbres que los acompañaban: familias enteras asistiendo, todos comiendo y/o llorando, vendedores de chucherías adentro de las salas, enamorados que entraban a “fajar”, solitarios que iban a ligar, gente del ambiente en busca de aventuras, desempleados ahogando sus amarguras, vagos matando el tiempo y amantes intensos del cine sea el que fuera que se estuviera proyectando.