/ jueves 20 de mayo de 2021

Una brevísima historia | Histeria del machismo en el teatro mexicano

Punto al que lo lea

El origen de la palabra “histeria” es interesante. Proviene del griego hysterá, que significa “útero”. Eso quiere decir que este término clínico, acuñado en el siglo XIX en al ámbito de la salud mental, consideraba que únicamente las mujeres podían ser “histéricas”. Si una mujer le gritaba a su marido, era una histérica; si se atrevía a escribir historias impropias de su género, era doblemente histérica; si mantenía una vida sexual activa y elegía a varios compañeros de cama en vez de casarse con un señor respetable, además de histérica, era una disoluta. Por aquellas épocas decimonónicas, las mujeres empezaron a ser respetadas como actrices teatrales. Antes de eso, no era bien visto que una dama se dedicara a esta profesión en la que necesariamente debía exhibir su cuerpo y su voz frente a un cúmulo considerable de espectadores. En países como Inglaterra, durante los siglos XVI y XVII estuvo prohibido que las mujeres actuaran. ¿Se imagina usted? Los personajes shakespereanos más ilustres fueron interpretados originalmente por hombres jóvenes de voz aflautada y andar delicado. Pero llegado el ilustre siglo XIX, la era del positivismo, de la razón, del nacimiento del psicoanálisis, las histéricas histriónicas formaban parte de la fauna teatral más admirada y aplaudida. A las locas domésticas se les encerraba en hospitales psiquiátricos, pero a las volubles divas de la escena se les rendía pleitesía, puesto que muchos hombres podían permitirse cumplir sus fantasías más enloquecidas al ver libremente a estas histéricas “autorizadas” que se exhibían sin restricciones morales. Nos miraban como a objetos de deseo, nos examinaban como a sujetos de investigación clínica, nos escudriñaban como a animales exóticos, nos encerraban en el territorio de la ficción, que ha sido desde siempre nuestro hábitat primordial. Hemos sido heroínas míticas, personajes novelescos y materia de fantaseo desde que Occidente empezó a fraguarse en la cuna griega de nuestra cultura; pero nos ha sido muy difícil inscribirnos en la historia más allá de la histeria, formar parte de aquel otro mito inventado por la arrogancia masculina: “el progreso”.

En fin, el vínculo de las mujeres con la ficción es apasionante y considero que debe ser estudiado a fondo para que logremos dilucidar los actuales imaginarios femeninos, mismos que están impregnados de toda esa parafernalia literaria y mítica. Pero el tema de esta reflexión periodística, aunque se vincula estrechamente con lo que hasta ahora he mencionado, es otro y se basa en dos preguntas: ¿Cómo es que la figura de la actriz histérica del siglo XIX se quedó impregnada en la cabeza de muchos hacedores de teatro mexicanos? ¿De qué manera nos afecta a las creadoras escénicas este estigma?

Para empezar, en nuestro país las mujeres hemos sido encasilladas, desde principios del siglo XX y hasta fechas muy recientes, como “actrices maravillosas imposibilitadas para ejercer la dirección y la dramaturgia con seriedad o virtuosismo”. Los hombres han acaparado esos dos terrenos durante mucho tiempo. ¿Por qué? Comencemos con la dirección escénica, profesión que nació hace apenas ciento cincuenta añitos, en los albores de nuestro querido siglo XIX. Anteriormente, los actores, dramaturgos y empresarios teatrales trabajaban de forma articulada y colectiva, sin la necesidad de que un mandamás se encargara de armonizar la puesta en escena. Los actores trajinaban instintivamente por el escenario, según lo sugería su propio instinto; los dramaturgos creaban en el papel los universos imaginarios a partir de diálogos y acciones muy contundentes; los empresarios teatrales pagaban el alquiler de los teatros y se encargaban de hacer dinero. Pero en nuestro muy mencionado siglo XIX, al instaurarse la mirada “clínica positivista y racional”, apareció el director de escena: un ente que debía ser capaz de organizar el microcosmos de la obra teatral y establecer reglas muy precisas que permitieran entender el mecanismo de funcionamiento de la ficción. Sí. Todo se trataba de racionalizar, ordenar y categorizar los elementos.

El mundo, que había permanecido inexplicado e indómito antes de la llegada de la ciencia, sería domesticado gracias a la inteligencia humana, capaz de desentrañar todos los misterios de la naturaleza. Incluido el arte. En México, a un gran número de directores les gusta seguir pensando de ese modo, como si las vanguardias de inicios del siglo XX no hubieran resquebrajado en otros países la visión hegemónica del director tirano. A finales del siglo pasado, los directores mexicanos (hombres en su enorme mayoría) gobernaban plenipotenciariamente el mundo teatral. Eran maestros, gurús, figurones de culto, cuyos montajes icónicos pasaron a la posteridad. Sus actrices “funcionaban” gracias a que ellos lograban conducir su histeria por el camino de la sublimación artística. Sí. Las grandes divas de la escena mexicana, muchas de las cuales se trasladaron a la pantalla grande, les debían todo, TODO, a sus directores, quienes las habían moldeado, a veces manoseado y, en varias ocasiones, golpeado, para extraer de ellas todo su potencial. Así pues, las mujeres empezaron a comportarse con docilidad ante estos ídolos grandilocuentes, quienes las hacían creer que el único camino que las conduciría a la realización plena de sus facultades creativas, pasaba por las manazas geniales de un hombre visionario. Ese imaginario abusivo se sostuvo durante mucho tiempo. Aún hay muy pocas directoras, aunque las jóvenes estudiantes de teatro están empezando a rebelarse en contra de este terrible paternalismo.

En el terreno de la dramaturgia, por otro lado, la situación no ha sido mucho más ventajosa para las mujeres. La escritura ha estado siempre relacionada con el intelecto, con la capacidad racional para organizar ideas y expresarlas de forma original y sorprendente. También con la imaginación, obviamente, pero no con el fluir desbocado de los delirios histéricos. Los hombres nos han hecho creer que ellos saben cómo contar historias, mientras que nosotras, no somos capaces de sobreponernos a nuestro connatural desorden mental. He vivido en carne propia los estragos que estos prejuicios han ocasionado en el teatro mexicano. En más de diez ocasiones, varios escritores “elogiaron” mi trabajo diciendo que, antes de saber que yo estaba detrás de alguna creación dramática, “habían pensado que la obra la escribió un hombre”. En un par de concursos, los jurados declararon que mis obras les habían gustado mucho “la primera vez que las leyeron”, pero que, al leerlas por segunda vez (ya que se habían enterado de que una mujer las escribió) encontraron fallas y defectos que no habían detectado en la revisión inicial. No tiene sentido enlistar los nombres de estos ilustres misóginos, pero escuece el hecho de que sigan ocupando lugares de respeto y poder desde los cuales demeritan el trabajo de las mujeres.

Como directora, he padecido la anulación y el silencio. He constatado, además, cómo mis destacadas colegas femeninas se mantienen siempre al margen, como si su trabajo fuera inferior al de sus sobrevaluados pares masculinos. Cuando un hombre dirige un montaje interesante, se elevan sus logros y se cantan sus hazañas en todas partes. El eco laudatorio es lo que le granjea la fama y la inmortalidad. En el caso de las mujeres, se guarda un cómodo silencio. Se aprecia el trabajo de manera limitada y pasajera, pero no se busca que su trabajo resuene en otras esferas. Este sigue siendo un problema y lo seguirá siendo si no cambiamos nuestra decimonónica forma de mirar, de entender y de apreciar el teatro.

Esperemos que nuestra histeria (nuestra historia) se desborde y se rompan las puertas de las clínicas imaginarias que nos han mantenido presas de una razón sin razón; el teatro nos ha recibido siempre, a través de personajes potentísimos y de nuestros cuerpos histriónicos, que en el territorio de las tablas han podido desplegar su locura. Estoy segura de que este arte tan noble y leal, que nos ha cobijado siempre, nos permitirá cambiar el rumbo de los imaginarios y alzar la voz para que no nos sigan auscultando como si fuéramos unas salvajes irracionales a las que es necesario domesticar.

El origen de la palabra “histeria” es interesante. Proviene del griego hysterá, que significa “útero”. Eso quiere decir que este término clínico, acuñado en el siglo XIX en al ámbito de la salud mental, consideraba que únicamente las mujeres podían ser “histéricas”. Si una mujer le gritaba a su marido, era una histérica; si se atrevía a escribir historias impropias de su género, era doblemente histérica; si mantenía una vida sexual activa y elegía a varios compañeros de cama en vez de casarse con un señor respetable, además de histérica, era una disoluta. Por aquellas épocas decimonónicas, las mujeres empezaron a ser respetadas como actrices teatrales. Antes de eso, no era bien visto que una dama se dedicara a esta profesión en la que necesariamente debía exhibir su cuerpo y su voz frente a un cúmulo considerable de espectadores. En países como Inglaterra, durante los siglos XVI y XVII estuvo prohibido que las mujeres actuaran. ¿Se imagina usted? Los personajes shakespereanos más ilustres fueron interpretados originalmente por hombres jóvenes de voz aflautada y andar delicado. Pero llegado el ilustre siglo XIX, la era del positivismo, de la razón, del nacimiento del psicoanálisis, las histéricas histriónicas formaban parte de la fauna teatral más admirada y aplaudida. A las locas domésticas se les encerraba en hospitales psiquiátricos, pero a las volubles divas de la escena se les rendía pleitesía, puesto que muchos hombres podían permitirse cumplir sus fantasías más enloquecidas al ver libremente a estas histéricas “autorizadas” que se exhibían sin restricciones morales. Nos miraban como a objetos de deseo, nos examinaban como a sujetos de investigación clínica, nos escudriñaban como a animales exóticos, nos encerraban en el territorio de la ficción, que ha sido desde siempre nuestro hábitat primordial. Hemos sido heroínas míticas, personajes novelescos y materia de fantaseo desde que Occidente empezó a fraguarse en la cuna griega de nuestra cultura; pero nos ha sido muy difícil inscribirnos en la historia más allá de la histeria, formar parte de aquel otro mito inventado por la arrogancia masculina: “el progreso”.

En fin, el vínculo de las mujeres con la ficción es apasionante y considero que debe ser estudiado a fondo para que logremos dilucidar los actuales imaginarios femeninos, mismos que están impregnados de toda esa parafernalia literaria y mítica. Pero el tema de esta reflexión periodística, aunque se vincula estrechamente con lo que hasta ahora he mencionado, es otro y se basa en dos preguntas: ¿Cómo es que la figura de la actriz histérica del siglo XIX se quedó impregnada en la cabeza de muchos hacedores de teatro mexicanos? ¿De qué manera nos afecta a las creadoras escénicas este estigma?

Para empezar, en nuestro país las mujeres hemos sido encasilladas, desde principios del siglo XX y hasta fechas muy recientes, como “actrices maravillosas imposibilitadas para ejercer la dirección y la dramaturgia con seriedad o virtuosismo”. Los hombres han acaparado esos dos terrenos durante mucho tiempo. ¿Por qué? Comencemos con la dirección escénica, profesión que nació hace apenas ciento cincuenta añitos, en los albores de nuestro querido siglo XIX. Anteriormente, los actores, dramaturgos y empresarios teatrales trabajaban de forma articulada y colectiva, sin la necesidad de que un mandamás se encargara de armonizar la puesta en escena. Los actores trajinaban instintivamente por el escenario, según lo sugería su propio instinto; los dramaturgos creaban en el papel los universos imaginarios a partir de diálogos y acciones muy contundentes; los empresarios teatrales pagaban el alquiler de los teatros y se encargaban de hacer dinero. Pero en nuestro muy mencionado siglo XIX, al instaurarse la mirada “clínica positivista y racional”, apareció el director de escena: un ente que debía ser capaz de organizar el microcosmos de la obra teatral y establecer reglas muy precisas que permitieran entender el mecanismo de funcionamiento de la ficción. Sí. Todo se trataba de racionalizar, ordenar y categorizar los elementos.

El mundo, que había permanecido inexplicado e indómito antes de la llegada de la ciencia, sería domesticado gracias a la inteligencia humana, capaz de desentrañar todos los misterios de la naturaleza. Incluido el arte. En México, a un gran número de directores les gusta seguir pensando de ese modo, como si las vanguardias de inicios del siglo XX no hubieran resquebrajado en otros países la visión hegemónica del director tirano. A finales del siglo pasado, los directores mexicanos (hombres en su enorme mayoría) gobernaban plenipotenciariamente el mundo teatral. Eran maestros, gurús, figurones de culto, cuyos montajes icónicos pasaron a la posteridad. Sus actrices “funcionaban” gracias a que ellos lograban conducir su histeria por el camino de la sublimación artística. Sí. Las grandes divas de la escena mexicana, muchas de las cuales se trasladaron a la pantalla grande, les debían todo, TODO, a sus directores, quienes las habían moldeado, a veces manoseado y, en varias ocasiones, golpeado, para extraer de ellas todo su potencial. Así pues, las mujeres empezaron a comportarse con docilidad ante estos ídolos grandilocuentes, quienes las hacían creer que el único camino que las conduciría a la realización plena de sus facultades creativas, pasaba por las manazas geniales de un hombre visionario. Ese imaginario abusivo se sostuvo durante mucho tiempo. Aún hay muy pocas directoras, aunque las jóvenes estudiantes de teatro están empezando a rebelarse en contra de este terrible paternalismo.

En el terreno de la dramaturgia, por otro lado, la situación no ha sido mucho más ventajosa para las mujeres. La escritura ha estado siempre relacionada con el intelecto, con la capacidad racional para organizar ideas y expresarlas de forma original y sorprendente. También con la imaginación, obviamente, pero no con el fluir desbocado de los delirios histéricos. Los hombres nos han hecho creer que ellos saben cómo contar historias, mientras que nosotras, no somos capaces de sobreponernos a nuestro connatural desorden mental. He vivido en carne propia los estragos que estos prejuicios han ocasionado en el teatro mexicano. En más de diez ocasiones, varios escritores “elogiaron” mi trabajo diciendo que, antes de saber que yo estaba detrás de alguna creación dramática, “habían pensado que la obra la escribió un hombre”. En un par de concursos, los jurados declararon que mis obras les habían gustado mucho “la primera vez que las leyeron”, pero que, al leerlas por segunda vez (ya que se habían enterado de que una mujer las escribió) encontraron fallas y defectos que no habían detectado en la revisión inicial. No tiene sentido enlistar los nombres de estos ilustres misóginos, pero escuece el hecho de que sigan ocupando lugares de respeto y poder desde los cuales demeritan el trabajo de las mujeres.

Como directora, he padecido la anulación y el silencio. He constatado, además, cómo mis destacadas colegas femeninas se mantienen siempre al margen, como si su trabajo fuera inferior al de sus sobrevaluados pares masculinos. Cuando un hombre dirige un montaje interesante, se elevan sus logros y se cantan sus hazañas en todas partes. El eco laudatorio es lo que le granjea la fama y la inmortalidad. En el caso de las mujeres, se guarda un cómodo silencio. Se aprecia el trabajo de manera limitada y pasajera, pero no se busca que su trabajo resuene en otras esferas. Este sigue siendo un problema y lo seguirá siendo si no cambiamos nuestra decimonónica forma de mirar, de entender y de apreciar el teatro.

Esperemos que nuestra histeria (nuestra historia) se desborde y se rompan las puertas de las clínicas imaginarias que nos han mantenido presas de una razón sin razón; el teatro nos ha recibido siempre, a través de personajes potentísimos y de nuestros cuerpos histriónicos, que en el territorio de las tablas han podido desplegar su locura. Estoy segura de que este arte tan noble y leal, que nos ha cobijado siempre, nos permitirá cambiar el rumbo de los imaginarios y alzar la voz para que no nos sigan auscultando como si fuéramos unas salvajes irracionales a las que es necesario domesticar.

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