Para Ofanim
“Fui una especie de Moisés lanzado al tráfago del río de la vida, un inclemente día de una década incierta. Fui puesto en un cesto y transité entre el tráfico creciente en un hospital atestado, pero a pesar de esa multitud viviente me encontraba profundamente abandonado por mi propia gente. La mano del Señor quiso que afortunadamente saliera del lugar en brazos de mi madre, quien, con sorpresa, salió a la avenida en medio de un turbulento frío, poco tráfico y algunos autos de modelo antiguo. Ahí estaba ella, parada en la puerta del hospital, sola, sin una hermana, sin un amigo, sin un hermano, sin sus padres, y, cuando menos en ese momento, sin pareja. Ahí, lanzada al laberinto de la vida que abría sus fauces delante de sus pies y cuya salida quién sabe en dónde estaba. Un camino que apenas comenzaba, pero a pesar de las vicisitudes ella se sentía cubierta por el manto de lo divino y por la santa mirada de la Virgen, de quien era devota. Al pensar de esta manera sentía claramente que ese río bramante se convertía de pronto en un dócil y amigable arroyuelo de aguas diáfanas, tranquilas, transparentes, que le señalaba una ruta, un camino a seguir entre esos transeúntes desconocidos y agitados.
De ahí fui a parar a una casona con una vieja señora que se encargó de cuidar a mi madre, que por si fuera poco regresaba del hospital con principios de fiebre puerperal, un peligro mortal que se llevaba a tantas mujeres aún jóvenes, que dejaban en la orfandad a miles de niños cuyos destinos se pintaban sobre la nada. ¿Que acaso en el hospital no le detectaron la enfermedad? ¿No se dieron cuenta? En medio del gran peligro que esto representaba la gran mano de Dios quiso que no perdiera yo a mi madre siendo un bebé, y ella, por un milagro que atribuyó a la misma presencia de la Virgen María, una bella mujer desconocida le ayudó en el cuarto de huéspedes en que se hospedada mientras estaba postrada en la cama, y esa mujer extraña le quitó la fiebre, y le sacó los restos de placenta, y puso un trapo húmedo en su frente, le preparó un buen caldo de gallina calientito con el que empezó a recuperar fuerzas. Ya luego, mi madre se levantó para ir a ganarse el pan de cada día mientras esa mujer, ya entrada en años, me seguía cuidando en aquella vieja casona de arquitectura muy añeja. Así fue que mi historia se asemejaba un poco, con todas las distancias guardadas, a la de Moisés, el libertador del pueblo judío. Como saben trata de un niño que es arrojado en una canastilla a las aguas inclementes del río Nilo. Moisés se pudo haber ahogado, extraviado, pudo ser devorado por las bestias salvajes o por cualquier otro depredador. En mi caso, mi madre fue mi cesto, y mi río una ciudad enorme de historia ancestral. Ahora estoy aquí -me dijo el hombre-, como un juglar, narrando estas canciones de mi vida con infinita alegría porque contemplo que todo está trazado por el dedo de Dios, sin el cual quién sabe qué hubiera sido de mí, y por el que ahora alcanzo a ver que estoy aquí para hacer exactamente lo que hago, aún con mis errores y siendo un novicio: celebrar la sabiduría, celebrar el conocimiento espiritual, cantar al despertar de la conciencia para compartirlo con todos los que pasan a mi lado en su propia cesta y sobre su propio río de la vida.”
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¿Crees que puedes evitar los desafíos de la vida? De antemano te respondo: de ninguna manera, ni se deben buscar ni tampoco evadir, simplemente el mundo rueda y rueda y en cualquier momento habrá desafíos que enfrentar, un problema, un reto o un aprendizaje. Depende cómo los quieras llamar. La gran enseñanza de la historia de Moisés es que desde su origen y destino incierto, supo sacar provecho de las condiciones que lo rodeaban, y se enfrentó de manera decidida a lo que tenía enfrente, y vaya retos.
Me siguió comentando aquel hombre: “Al punto, fíjate que buenas digestiones tienen los que no le sacan al parche, los que enfrentan los retos como vienen. Al toro por los cuernos, y sin hacerle al gandallita, sino simple y sencillamente flotando con lo que viene, como venga, desde tus nacimiento hasta que partas de este mundo. Los desafíos son inevitables, te esperan incluso desde antes de existir, al ser concebido. Al nacer ya te está esperando una charola llena de ellos, el primero es el reto de nacer, después sobrevivir, desarrollarte, empezar a crecer, salir del mundo idílico de la infancia y tu familia y enfrentar la realidad de la vida con todas sus bellezas y su podredumbre. Querer elegir y tratar de evitar al máximo los desafíos es un error que cometen muchos padres al intentar evitarles a sus hijos algunas de las realidades brutales de la vida.”
Uno de los casos emblemáticos lo tenemos en la historia de Siddhartha Gautama, el Buda, a quien su padre quiso mantener en un palacio con condiciones idílicas en donde no supiera que existía la enfermedad, la vejez, la miseria y la muerte. Afortunadamente, en este caso, la historia tuvo un gran final y esas condiciones impuestas por el padre dieron como resultado la existencia nada menos que del Buda, quien aportó al mundo un método para reconocer el sufrimiento y poder superarlo, pero en muchos otros casos permitir que niños y adolescentes evadan los conflictos les produce a futuro grandes problemas emocionales y psíquicos, de los cuales muchas veces es difícil librarlos e integrarlos en forma sana a la vida concreta. Así que repasar estos capítulos tan oscuros e inciertos de los orígenes de un ser no es para hundirse en el fango de los resentimientos, los reclamos, los odios y la ira, sino más bien considerar que al ir al pasado nos metemos en una mina. La memoria y el inconsciente tienen zonas muy oscuras, pero como mineros entramos con pico y casco con luz a buscar diamantes. Sabemos que está oscuro, que puede haber peligro de derrumbes, que se pueden desprender gases peligrosos que son inflamables a la menor chispa, pero sabemos también que al ir hacia el pasado podemos encontrar metales y piedras preciosas, y esa es la finalidad. Hay que tenerla muy clara.