Una vieja amistad I

Vitral

  · miércoles 6 de septiembre de 2023

Hombre y mujer en un estadio. México, 1958. Fot. Nacho López. Foto: Cortesía | @mediateca.inah


Qué puede a ver más valioso que la amistad, a veces incluso es más valiosa que la hermandad, porque un hermano se da bajo otra condición, no se le elige, en cambio, una amistad es una elección forjada en el terreno de la vida misma, en los vaivenes, sinsabores, triunfos y derrotas de la existencia, en donde se ve quién es quién. Sabemos que hay hermanos excelentes y hay hermanos de mala cabeza, hay amigos falsos, inconscientes y hay amigos verdaderos. A veces, uno cree que tiene un buen amigo, otras, creemos que nosotros somos buenos amigos, pero todo debe ser puesto sobre la balanza para ser analizado con gran sinceridad y honestidad. Esto no es nada fácil, requiere de experiencia, sabiduría y de perseguir un afán de la verdad que no es común porque ésta duele, sacude hechos y conciencias.

Aquel día caminaba por San Ángel cerca de una cantina muy conocida. Eran por ahí de las 3 ó 4 de la tarde, me metí a beber una cerveza. Iba acompañado de una chica y andábamos cotorreando el punto. Ya a eso de las 5 ó 6 ella tenía que irse porque en un rato debía estar en otro lugar. De hecho no bebió más que una cerveza, mientras que yo tomé unas tres. Salí de ahí un poco entonado, iba caminando solo por la avenida Revolución cuando me encontré a una vieja amistad, una persona a la que hace algún tiempo no veía, pero a la que aún consideraba muy cercana y a quien guardaba un profundo cariño y la catalogaba de mi amistad, mi amiga, casi una carnala. Después de los clásicos saludos, del qué tal, cómo estás, qué te has hecho, cómo te ha ido, la invité a tomar una cerveza y nos volvimos a meter a aquella cantina. Tomamos dos tres cervezas hasta que nos dieron aproximadamente las 8 ó 9 de la noche, y ya sabes el clásico adicto, vicioso, enfermo, borracho, como le quieras llamar, o todo junto, que quiere más, que quiere seguírsela, quiere más aunque ya no es dueño de su conciencia. Decir esto puede sonar a moralina barata, pero no me importa, porque esta es una de las confesiones del tipo de las que se hacen en doble A, en donde quizá no tengan mucha forma ni mucha teoría, pero son palabras que salen directamente del corazón, son producto de la intuición y de un afán de ser sinceros, producto del sufrimiento y la búsqueda de sí mismo. ¿Para qué quiere alguien que ya está borracho seguir bebiendo? Obviamente ya perdió la coherencia, la vergüenza, la conciencia, y ahora quiere seguírsela porque según él está muy contento, muy alegre, con esa falsa alegría que produce el alcohol.

Visitantes del Prado contemplan "Sol ardiente". Foto: | EFE

Claro, todas estas reflexiones las pienso dos décadas después de aquellos hechos, después de muchas noches y días, y de muchas vivencias de todo tipo. No cabe duda que en otro sentido, y parafraseando a Alejandro Dumas, no es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después. En su momento no pensé nada de esto, me valió gorro todo, sólo me importó mi diversión y el cotorreo, estaba sumido en el desmán, el alcoholismo, en las adicciones, y como todo borracho me creía muy galán, simpático, dicharachero, atractivo, supermán.

Y muchas veces, no nos damos cuenta de lo que otros ojos sí pueden ver, y que nos miran como habladores, lenguas largas, soberbios, mamones, presumidos. Ahora lo sé, pero en aquel tiempo ni lo pensé ni me interesó. ¿Qué clase de amistad puede gestarse basada en borracheras? Por más que se justifique, nada sincero, real y verdadero puede estar fincado en el alcoholismo. Nos autoengañamos, porque ya estás bastante grandecito para no saber que eso no es correcto, que te dañas a ti y a las personas de tu entorno.

Total, seguimos con las ganas de seguir bebiendo, cotorreando, celebrando ese encuentro que reivindicaba una vieja amistad, así que nos preguntamos ahora a dónde vamos. A mí casa ni pensarlo, estaban los niños, la esposa, era armar mucho desmán. Finalmente, ella propuso que fuéramos a su casa, lo vi pertinente porque según sabía, ella estaba separada y creí, sin ninguna base, que viviría sola en algún departamento. Aclaro que no tenía ninguna intención más que de seguir bebiendo y cotorreando, nada más, absolutamente nada más. Ella dijo vamos a mi casa, pues vamos. Todo el camino fue de risas y recuerdos. Cuando empiezas a depender del pasado porque ya no tienes presente o no has gestado algo nuevo con esa persona, entonces el pasado se vuelve un refugio, quizá de buenas anécdotas chistosas, graciosas, que nos hacen explotar en risa, pero a fin de cuentas pasado. Es cuando aún siendo joven te estás volviendo viejo. En ese momento andábamos por ahí de los 30 años, pero de alguna forma, aunque lo negáramos o no lo supiéramos, ya nos estábamos haciendo viejos, y no tanto por la edad, sino por las actitudes. Ya con responsabilidades y todavía en la briaga, ya con hijos y todavía dándoles malos ejemplos, gastando dinero que podríamos ocupar para nuestra familia o con las parejas que nos amaban, pero no era así, y encima les dábamos disgustos y malos momentos, preocupaciones.

Se trata de un drama de 1949, dirigido por Emilio Fernández. Foto: Cortesía | @casademexico.es

El caso es que ahí vamos a su casa. No llegamos a un departamento, era una casa sola, en silencio total. Serían quizá las 11 de la noche. Ya estábamos bastante briagos, en el camino compramos un cartón de cervezas. Empezamos a fumar y a beber, a cotorrear, a poner de aquella vieja música que un día nos unió, buen rock, Silvio Rodríguez, Trova cubana, Pablo Milanés, rock rupestre, Rodrigo González. Después nos acordamos de la guitarra, nuestra vieja amiga. Tocamos un tete a tete, uno tocaba una canción y luego el otro otra. Nos reíamos, brindábamos y nos embriagábamos cada vez más. Quién sabe por qué razón mi memoria se agudizaba más y más, y me acordaba de canciones que ya se me había olvidado por completo y que hacía mucho no tocaba, pero que en ese momento se hacían presentes, canciones que evocaban recuerdos muy agradables y situaciones muy bonitas. Luego nos estuvimos leyendo algunas cosas de nuestros amados cuadernos. Igual que en un espacio democrático tú lees, yo leo, comentábamos alguna opinión al aire sin profundizar demasiado. Y a pesar de la democracia, ambos estábamos ansiosos de ser escuchados y limitar el discurso del otro a lo nuestro.


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