¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada
amada en el Amado transformada!
San Juan de la Cruz
En eso estábamos cuando de pronto escuché una puerta que se abría y pensé ¿pues no que estábamos solos? Pues no, no lo estábamos, era el esposo de mi amiga que salía de una recámara hecho una furia. En ese momento estaba sonando el tocadiscos, y sobre esa música estaba yo tocando la guitarra, cantando, y ya sabes, en el aija y aija, en el glu glu glu, y en el esto que el otro, ¡salud! La furia del esposo de mi amiga se encendió más, y sobreponiéndose al volumen y al ruido grito: “¡ah, hijo de la chi…, tú eres el que está haciendo este pinche desmadre, ya me lo imaginaba!”
Y así fue como de un momento a otro, después de estar en el gran jolgorio, me habían aventado, abandonado a la inmensidad de la noche, en un pueblito a orillas de la Ciudad de México, en un lugar totalmente desconocido para mí, y cuando la noche fuerte apenas comenzaba. Deben haber sido por ahí de la una o dos de la mañana cuando salió el esposo de mi amiga gritándome de manera agresiva y humillante: “ah, tenías que ser tú”. No le faltaba razón para su furia. Me ordenó que agarrara mis cosas y me largara inmediatamente. Quise haber preguntado, pero ¿a dónde me voy? ¿cómo a esta hora?, pero hubiera despertado más la ira de ese hombre. Mejor tomé mis cosas y me enfilé a la puerta. Él ya estaba parado ahí, y pensé que al pasar a su lado me iba a poner un descontón o un patadón en el trasero. Afortunadamente no fue así, no cometió lo que según yo podría haber sido una cobardía, aunque con aparente justificación.
Ya en la calle, con todo el cosmos encima de mi cabeza, como en todo buen pueblito, todavía brillaban las estrellas del cielo, centellaban. Quise haber sido un marino de la Edad Media, cruzando el océano, para poder leer el cielo y saber hacia dónde me podía enfilar, pero ni era marino ni tenía la más mínima idea de cómo realizar una lectura celeste para saber para dónde era el norte, dónde el sur, dónde el Este y dónde el oeste. Empecé a caminar con miedo, con un poco de frío, y mi temor era más que nada encontrar malillas que me atacaran y me hicieran daño. Caminaba sin tener ni idea hacia a dónde me dirigía, y aunque estaba muy bebido el estrés sufrido hizo que estuviera bien alerta sobreponiéndome a la borrachera.
Tenía toda la noche encima de mí, el problema no sólo era de seguridad física o de miedo personal, la cuestión era también filo y ontogenética. Soledad física, soledad emocional y soledad espiritual, porque me encontraba en la calle, absolutamente solo, no había un alma más que perros, y seguramente insectos, aves y otros animales que no veía. Soledad emocional porque fui corrido sin compasión de un lugar, y no era yo el mártir de la película ni el villano era el esposo de mi amiga, que me había echado. El pasado de lanza y de chistoso había sido yo, que me había valido gorro todo el entorno para hacer mi desmadrito de ruido y de egolatría desbordada. Y soledad espiritual, porque no tenía como recurso ningún fundamento de espiritualidad en mí, si lo hubiera tenido no me hubiera comportado de esa manera. En cambio, el ego, la soberbia, la falta de humildad, el egoísmo puro, cuando menos en gran medida, eran los que guiaban mis pasos. Qué sabía yo, si todo lo vemos solamente desde nuestra perspectiva tan pequeña, tan limitada, desde nuestro egolatría rimbombante. Lo que apreciamos no es más que nuestra supuesta verdad, y aún así, bastante cuestionable. Todo lo que pensaba, decidía y actuaba, era desde mi limitada percepción, importante, sin duda, para mí, pero no definitoria de una realidad tan compleja y tan multicausal como la que vivimos.
Ahí, caminando en la fría madrugada y bajo el inmenso manto de la noche, en la cola de la Vía Láctea, fui aprendiendo dolorosamente a transitar de la mano de la tristeza, del dolor, de la decepción, que tampoco eran tan nuevas, que ya me acompañaban desde hacía un buen rato, si no, porqué razones se refugia una persona en el alcohol, las drogas y en la felicidad momentánea que proporcionan. Ahí, bajo el oscuro manto, aprendí que en la vida se puede caminar de muchas formas y que es importante observar lo que te pasa, observarlo profundamente, incluso, porqué no, abrazar lo que te sucede, abrazar la tristeza, el dolor, el llanto, y por supuesto, también, a la alegría, a la amistad. Abrazarlo todo, tomarlo como viene. Regar las semillas de lo que consideras bueno y no hace daño a nadie, y no regar ni fecundar las semillas que te dañan a ti y dañan a los demás. Uno sabe muy bien cuáles son unas y cuáles son otras, sólo que nos hacemos patos, hasta que nos llega una sacudida, un relámpago que pega en la cabeza de la torre y desaloja bruscamente a los inquilinos, los saca de su zona de confort. Hay quienes ni así entienden, espero no sea mi caso. El recuerdo y revisión de aquella situación vivida con una vieja amistad, tiene como finalidad avanzar otro poquito en el camino de la vida. Regreso al pasado más que como anécdota -que sirve para muy poco-, para sacar las enseñanzas profundas que guarda cada situación vivida.
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Aprendí que se puede caminar bajo el manto de la oscura noche, aún de las noches más negras, y ser protegido por el ángel de nuestra guarda que está esperando a ver a qué hora te cae el veinte. Que existe la oscuridad, pero también la luz. Que existe la noche y el día, y que hay un momento en que ambas son amalgamadas y dan lugar al amanecer y al crepúsculo, y que es en esos momentos en donde más te pueden ser revelados los secretos profundos de la vida.
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