Seguí caminando en la solitaria noche, qué me quedaba. A pesar de mi incrospidez vino a mi mente el enorme poema de Octavio Paz: Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche./ Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben./ Sin entender comprendo: también soy escritura / y en este mismo instante alguien me deletrea. Pero la belleza de ese poema no alcanzaba para superar mi miedo ante esa enorme noche frente a mí que era como un gran agujero negro absorbiendo todo a su alrededor con un hambre voraz.
Por momentos pensé y hasta probé acurrucarme en algún rincón, pero no encontré uno solo que me pareciera adecuado. En todos los lugares en que lo intentaba sentía que me veían desde las casas, o que alguien podía salir y preguntarme -si bien me iba-, qué carajos hacía ahí. Y no sólo temía la amenaza de los humanos, sino de los perros guardianes de las casas o de los que dejan sueltos en la calle y que, cuando se ponen bravos y en manada, se echan encima de uno. Entonces, decidí mejor caminar con mucho cuidado, muy a las vivas, muy atento, con los ojos bien abiertos y las orejas bien destapadas. Caminé y caminé dos ó tres horas vislumbrando luces a lo lejos y diciéndome “es hacia allá”, pero para mi tristeza y desesperación me daba cuenta de que había regresado a lugares donde al parecer ya había pasado por ahí minutos antes. No lograba salir, estaba dando vueltas en el mismo lugar.
Ya por ahí de las 4 o 4:30 horas vi a una señora caminar por la calle, acompañada de un adolescente, supuse que quizá iban a buscar un transporte y los seguí a una muy prudente distancia para que no se espantaran o creyeran que les iba a hacer algo. Sin embargo, quién sabe porqué razón, a la mejor porque ese era su destino, o porque les dio miedo, después de caminar algunas cuadras se metieron en una casa. Me tuve que retirar en sentido contrario lo más rápido que pude, no fueran a comentarle a alguien que los venía siguiendo. Así que empecé otra vez a caminar y caminar entre calles solitarias, con perros ladrando, con los primeros trinos de los pájaros, con esa enorme y oscura noche encima de mí, con la soledad y con el miedo. Un rato después me encontré a una pareja. Igual los empecé a seguir a distancia, pero creo que les dio desconfianza, porque aceleraron el paso y en un descuido los perdí y otra vez quedé solo. Tenía miedo, mucho miedo, a un asalto, a los perros, a la violencia, a la soledad. Miedo por estar perdido en un lugar que no conocía, por no saber a dónde dirigirme y no tener ni idea de para dónde estaba el norte o el sur.
Por fin, después de mucho tiempo, no supe exactamente cuánto, a lo lejos me pareció escuchar que ya empezaba el sonido de los autos, camiones y peseros. Traté de distinguir de dónde venía el ruido y me dirigí hacia allá. También comencé a ver el resplandor de una luz fuerte, sin duda, era la luz del nuevo día que estaba comenzando, para allá estaba el este. Y comenzó el movimiento de la gente que se iba a trabajar. Empezaba el movimiento de esta enorme ciudad que en realidad nunca para. Había sido una noche que transitó de la alegría, el jolgorio, la amistad, la música y la borrachera, a la vivencia de una inmensa soledad y miedo. Ahora las luces a lo lejos y el sonido me daban ánimos, aunque ya me sentía muy cansado para seguir caminando, pero hacia allá, hacia el horizonte estaba la esperanza y la salvación.
Ya como a las 5:30 horas por fin llegué a donde había mucha luz, ruido de automóviles y transporte público. Era Periférico Sur, estaba salvado, no me había pasado nada. Sentí una gran tranquilidad y a la vez unas ganas enormes de llegar a mi casa y abrazar y besar a mi familia, y celebrar que estaba ya ahí. Tomé un pesero que me dejó en mi destino, y después agarraré un taxi que me dejó en la puerta. Por fin había llegado, estaba molido por no haber dormido toda la noche, y por el cansancio de haber caminado horas y horas y horas bajo el estrés y el miedo. Tenía los pies destrozados. Al quitarme los zapatos me di cuenta que tenía sangre entre los dedos y no supe exactamente porqué. También tenía callos, ampollas y heridas provocadas por el roce de los zapatos. Entonces supe cuánto valía mi hogar, empecé a apreciar cada palabra de mi esposa de manera distinta, igualmente valoré la presencia de mis hijos dormidos en sus camitas, el valor de mi cama, mis cobijas, el valor de un delicioso jugo fresco de naranja, y la delicia de un beso y un abrazo. Me fui a dormir, no sin antes dar gracias a Dios porque estaba intacto, sano, íntegro, agradecido, y en casa.
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Luego me cayó el veinte de que ella, mi amiga, no metió las manos cuando su esposo me corrió de madrugada. Se quedó atónita, no dijo ni sí ni no, quedó impávida. En aquel momento esperaba más de ella, pero a la vez la comprendo, ¿qué podía hacer? El hombre estaba hecho una furia, quién sabe cuántos pleitos más hayan tenido antes, quizá le tenía miedo, o se dio cuenta de que él tenía razón y que ella se había pasado de lista. Quién sabe qué pasaría por su cabeza, no lo supe en ese instante y no lo supe nunca más porque desde aquella circunstancia no volví a verla jamás. Pero la comprendo, qué podía hacer ¿defenderme?, ¿saltar por mí? ¿imponer un criterio? Imposible, la situación no estaba para razonar, antes no explotó de otra manera más violenta. Afortunadamente. Ella no tenía porqué defenderme ni porqué ponerse en contra de su marido. Cometió un error al invitarme, y cometí un error al aceptar ir, y me pasé de lanza con mi desmadrito, abusé de la hospitalidad. Pero lo importante son las enseñanzas que saqué de ese evento que al paso de los años he intentado me ayuden a corregir mi conducta. Desafortunadamente, el ser humano sólo entiende a guamazos de la vida, y a veces, ni así.