/ sábado 27 de julio de 2019

Viaje al fondo del texto en compañía de Caronte

Literatura y filosofía

Los textos tienen piel, sangre, huesos | tiemblan y hacen temblar |. Son aporías de las que nacen formas (no siempre esperadas) de «ser» y «ser-siendo-lector»; después de todo: forma-lectora es fondo-escrito. Cada célula de la página contiene la totalidad del texto. Así, en el más pequeño corpúsculo semántico (espacio de tinta y papel), late la vida de la voz y el silencio del autor. «Ser» y «leer» son, en este sentido, motivaciones existenciales para la raíz aérea de la escritura.

Pero todo texto fluye hacia el otro, hacia la posibilidad de ir hacia la otredad; significado y significación que implica des-construir el diálogo (imbricación constante), irrumpir desde la literatura el ser que nos descubre como asombro de nosotros mismos.

El Caronte, o Carón escriturario, Χάρων Khárôn, ‘brillo intenso’, es el remero-en-tinta que guía al lector hacia su propio interior-lector. Por eso es luz, porque sale de la monótona oscuridad que provoca la lectura superficial. Infiere piedras angulares de nuestros huesos-páginas, para los mil edificios que conforman la ciudad de papel que somos.

Leer es motivo (y provocación) de ser; pero el ser no está aislado de los demás | seres | que viajan en la barca que se dirige al Hades (que no Infierno). De ahí que la lectura sea —al menos— cuestión de dos seres: el autor y el lector, aun y cuando el primero sea también el segundo. En cualquier caso hay un remero-escritor que tiene [un poco] de luz para el lector. La luz guía, teje el camino que sigue la mirada que arrasa el cuerpo de quien lee.

Viento que mira (en el texto) |,| decisión insalvable de ser lectura para deconstruir al ser. Por eso Caronte no cesa de remar: porque en cada espacio que avanza, las letras modifican su voz-temblor. Al respecto piénsese en la letra hebrea tav ת que, ingenua, quiso ser la base de la creación cuando era el final del alefato. Y es que todo final es una forma de inicio: círculo ontológico; sin embargo, la creación (poiesis) nunca deja de ser invitación a la creación.

Ser y leer se reencuentran una vez más. Formación corpórea que reanuda el tejido del texto, a partir de la reescritura-lectora del ser en sí y para sí. Teorema in situ desde el que la tinta hace su parte en la voz silente. Así se recrea el río de Caronte: repitiendo la escritura una y otra vez, reinventando la lectura, matizando el ser desde la palabra «ser».

El camino es largo y paciente el remero; la espera, por su parte, ha dejado de existir como entidad sujeta a las circunstancias del momento. Las cuencas de los ojos del lector insisten en seguir mirando el fondo de la nada, o a la nada que hace que el fragmento aparezca como un todo intertextual; enfrentándose constantemente consigo mismo (en el texto), a través de las palabras condenadas a un Hades de silencio in crescendo.

Su ansia es constante, no aminora el avance de la lectura. Las olas del río escrito imbrican el subsuelo de cualquier silencio que se atreva a pernoctar en la voz que descansa. De ahí la condena del lector: el silencio sólo es interrumpido (sólo puede ser interrumpido) por pensamientos de raíz en vuelo, que no logran hacer mella en la realidad, pues ésta se consume en forma de impresiones gramatológicas inocuas antes de ser tocada.

Cuando se lee con ojos de sujeto-lector, es decir, desde un ser-siendo al leer, se puede llegar, en cambio, hasta el tuétano más profundo de las palabras. Página de inmenso vuelo que hace nido en los ojos del lector-Caronte.

Leer, ser para ser-lector, para hacer suyo el texto, a punta de domar las piedras errantes de la página, sorteando silencios y márgenes no siempre convencionales. Remar, remar hasta el fondo de la oscuridad, donde la luz es una palabra falsa [o en falso]. Recorriendo pasillos de ideas e ideas que hacen pasillos.

El río es paso hacia nosotros mismos (como lectores). Caronte lo sabe, por eso rema en sentido opuesto a los días en que estábamos seguros de ser; su impulso va hacia el interior de nuestro pensamiento, donde la relectura nos espera.

No hay escapatoria, sólo queda seguir el trayecto del río, dejarnos guiar por el Caronte-lector que somos. Sumidos en nuestro quehacer que deshace el sentido prístino del texto, para poder atisbar en el fragmento de algún resquicio de voz. Después de todo, la realidad es cosa de todos los días, por eso no es absoluta, ni estable, mucho menos decible. La relectura es prueba de ello, ser-y-no-ser confluye en las olas que hacen los remos de Caronte.

Sólo una pequeña voz queda en el tintero, apenas si se escucha: conciencia en alas de papel escrito. El bestiario ha descubierto al lector que relee su propia voz-en-fuga.

Los textos tienen piel, sangre, huesos | tiemblan y hacen temblar |. Son aporías de las que nacen formas (no siempre esperadas) de «ser» y «ser-siendo-lector»; después de todo: forma-lectora es fondo-escrito. Cada célula de la página contiene la totalidad del texto. Así, en el más pequeño corpúsculo semántico (espacio de tinta y papel), late la vida de la voz y el silencio del autor. «Ser» y «leer» son, en este sentido, motivaciones existenciales para la raíz aérea de la escritura.

Pero todo texto fluye hacia el otro, hacia la posibilidad de ir hacia la otredad; significado y significación que implica des-construir el diálogo (imbricación constante), irrumpir desde la literatura el ser que nos descubre como asombro de nosotros mismos.

El Caronte, o Carón escriturario, Χάρων Khárôn, ‘brillo intenso’, es el remero-en-tinta que guía al lector hacia su propio interior-lector. Por eso es luz, porque sale de la monótona oscuridad que provoca la lectura superficial. Infiere piedras angulares de nuestros huesos-páginas, para los mil edificios que conforman la ciudad de papel que somos.

Leer es motivo (y provocación) de ser; pero el ser no está aislado de los demás | seres | que viajan en la barca que se dirige al Hades (que no Infierno). De ahí que la lectura sea —al menos— cuestión de dos seres: el autor y el lector, aun y cuando el primero sea también el segundo. En cualquier caso hay un remero-escritor que tiene [un poco] de luz para el lector. La luz guía, teje el camino que sigue la mirada que arrasa el cuerpo de quien lee.

Viento que mira (en el texto) |,| decisión insalvable de ser lectura para deconstruir al ser. Por eso Caronte no cesa de remar: porque en cada espacio que avanza, las letras modifican su voz-temblor. Al respecto piénsese en la letra hebrea tav ת que, ingenua, quiso ser la base de la creación cuando era el final del alefato. Y es que todo final es una forma de inicio: círculo ontológico; sin embargo, la creación (poiesis) nunca deja de ser invitación a la creación.

Ser y leer se reencuentran una vez más. Formación corpórea que reanuda el tejido del texto, a partir de la reescritura-lectora del ser en sí y para sí. Teorema in situ desde el que la tinta hace su parte en la voz silente. Así se recrea el río de Caronte: repitiendo la escritura una y otra vez, reinventando la lectura, matizando el ser desde la palabra «ser».

El camino es largo y paciente el remero; la espera, por su parte, ha dejado de existir como entidad sujeta a las circunstancias del momento. Las cuencas de los ojos del lector insisten en seguir mirando el fondo de la nada, o a la nada que hace que el fragmento aparezca como un todo intertextual; enfrentándose constantemente consigo mismo (en el texto), a través de las palabras condenadas a un Hades de silencio in crescendo.

Su ansia es constante, no aminora el avance de la lectura. Las olas del río escrito imbrican el subsuelo de cualquier silencio que se atreva a pernoctar en la voz que descansa. De ahí la condena del lector: el silencio sólo es interrumpido (sólo puede ser interrumpido) por pensamientos de raíz en vuelo, que no logran hacer mella en la realidad, pues ésta se consume en forma de impresiones gramatológicas inocuas antes de ser tocada.

Cuando se lee con ojos de sujeto-lector, es decir, desde un ser-siendo al leer, se puede llegar, en cambio, hasta el tuétano más profundo de las palabras. Página de inmenso vuelo que hace nido en los ojos del lector-Caronte.

Leer, ser para ser-lector, para hacer suyo el texto, a punta de domar las piedras errantes de la página, sorteando silencios y márgenes no siempre convencionales. Remar, remar hasta el fondo de la oscuridad, donde la luz es una palabra falsa [o en falso]. Recorriendo pasillos de ideas e ideas que hacen pasillos.

El río es paso hacia nosotros mismos (como lectores). Caronte lo sabe, por eso rema en sentido opuesto a los días en que estábamos seguros de ser; su impulso va hacia el interior de nuestro pensamiento, donde la relectura nos espera.

No hay escapatoria, sólo queda seguir el trayecto del río, dejarnos guiar por el Caronte-lector que somos. Sumidos en nuestro quehacer que deshace el sentido prístino del texto, para poder atisbar en el fragmento de algún resquicio de voz. Después de todo, la realidad es cosa de todos los días, por eso no es absoluta, ni estable, mucho menos decible. La relectura es prueba de ello, ser-y-no-ser confluye en las olas que hacen los remos de Caronte.

Sólo una pequeña voz queda en el tintero, apenas si se escucha: conciencia en alas de papel escrito. El bestiario ha descubierto al lector que relee su propia voz-en-fuga.

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