Es domingo, Ravivāra, también es mi último día en Rishikesh. Con el paso de los días el estatus de turista transmuta. Uno abandona el papel de espectador, comienza a tomar posesión del sitio y sus costumbres, y termina casi de manera impulsiva por llamarle casa. No lo digo en tono romántico porque, como dice el gran escritor Claudio Magris, «la casa no es un idilio». Me refiero a casa como refugio primordial y centro espacial de nuestra vida cotidiana.
Dejé temprano mi habitación en el barrio de Tapovan. El tendero de la esquina sonríe con la dentadura roja por el betel mientras hace gestos de complacencia al verme juguetear con sus perros. Más adelante, sobre Badrinath Rd, los chicos del rafting preparan el auto para una nueva excursión. Me invitan a acompañarlos, cortesía de la casa, dicen que queda un lugar. La oferta es tentadora, pero me niego. Nos despedimos con promesas de volver a vernos pronto.
Desciendo por el camino a Lakshman Jhula, uno de los dos puentes colgantes de Rishikesh que se mecen sobre el Ganges. Los vendedores que acosaban durante los primeros días para venderme collares, malas o incienso, no lo hacen más. Se han acostumbrado a mis periódicos ires y venires. Desconocidos de caras conocidas, ahora nos saludamos con camaradería vecinal. La señora del puesto de mangos, siempre vestida con el mismo sari morado, levanta el brazo desde que me ve doblar la esquina y, cuando atrapa mi atención, junta las palmas de las manos a la altura del rostro e inclina la cabeza hacia adelante una y otra vez hasta que nos perdemos de vista. Namasté, namasté. Sí, después de estas semanas, he llegado a convertirme en una moradora más.
Conocer. Conocer es un suceso del que no se sale intacto: hay cierta dosis de provocación en el descubrimiento de lo nuevo y ajeno. La primera vez que tomé este camino se agolparon las sorpresas en mi pecho y estómago. Después llegaron la costumbre y el hábito que se encargaron de maquillar, ignorar y descartar ciertas visiones hasta transformar ese mismo camino en una extensión de mi zona de confort. Ahora, en esta última deriva por este hogar temporal, intento reconocer. Reconocer es como releer. Y releer es reconectar desde otra perspectiva con aquella primera vez.
Es domingo, Ravivāra, día del Sol. Por la calle, muchedumbre. La ciudad y sus caminos están concurridos desde el amanecer. Al llegar al puente de Lakshman Jhula intento abrirme paso, pero es difícil avanzar. Los turistas se detienen tomar fotos de las vistas del río, los lugareños se detienen a tomar fotos de los turistas que toman fotos. Finalmente logro cruzar, casi en vilo, transportada por la turba. Tomo el sendero a Ram Jhula, el otro puente, el mismo que conduce a la zona de templos y ashrams, mi destino final.
El camino entre los dos puentes es quizá la parte más turística de la ciudad. Ropa, comida, papelerías, farmacias, artesanía de Rajastán. Caminar por ahí es ir sorteando comercios, animales, boñiga de vacas, monos y, sobre todo, gente. Gente que camina en familia, o que viaja en vespas que se niegan a frenar. Gente de pueblos vecinos que viene a brindar su ofrenda dominical, gente de países lejanos que viene a buscar algo, o a buscarse, a esta villa sagrada.
Es domingo, Ravivāra, ¿adónde vamos todos? Ganga es la respuesta. El río Ganges, para los indios, es femenino: la madre Ganga, la diosa Ganga, amante de Shiva, hermana de la celosa Parvati e hija de Himavat, personificación del Himalaya. Sobre su origen, Roberto Calasso escribe:
«El flujo de la Vía Láctea se dirigió hacia el punto en el que una ondulación poderosa acercaba la tierra al cielo. Era el Himalaya. Así la Vía Láctea, descendiendo desde las cimas, se convirtió en Ganga, amante de Shiva e hija del rey-montaña Himavat. Pero aquellas aguas, abandonadas a sí mismas, hubieran cubierto toda la extensión de la tierra. Para no perturbar la vida de forma irremediable, el flujo celeste embistió la cabeza de Shiva, que permanecía sentado, inmóvil, sumido en el tapas1. Ese choque quebraba el flujo, que después alcanzaba la tierra dividido en miles de arroyuelos. Era el cuerpo de Ganga, que se enroscaba para siempre alrededor de la cabeza del amante, se filtraba sobre sus labios, chorreaba entre sus trenzas corvinas.» 2
Desde entonces el río sagrado brota en Gangotri, morada de la diosa ubicada al norte de la India, en el estado de Uttarakhand. Su fuente sigue siendo el Himalaya y sus glaciares. Y cuando pasa por Rishikesh, lleva apenas un corto camino andado.
Es domingo, Ravivāra, todo el mundo vende algo. Los mercaderes se aproximan con azafates de flores, de velas, de comida: five rupees, ten rupees. Yo me niego, ellos insisten. Un niño me persigue con su bandeja de guirnaldas para la ceremonia de esta tarde. Le digo que no, pero él repite una frase que no logro entender. Ni siquiera sé si me habla en inglés o en hindi. Me siento en una de las escalinatas que llevan al río, él se acomoda junto a mí. Guardamos silencio un par de minutos hasta que él vuelve a ofrecerme su mercancía. Con la cabeza digo que no. Él sonríe y me pregunta: tomorrow? Eso sí lo entiendo. Así que le digo que sí, que mañana. Y funciona. Asiente y se va.
La ceremonia dominical comienza en el momento justo en el que las aguas del río se pintan de tonos cobrizos. Los rezos de los templos invaden la ribera y erizan la piel hasta del más indiferente. Nos purificamos con música, fuego y con las sagradas aguas de la madre Ganga, esa Ganga que fluye de la corona de cabellos enmarañados de su amante de Shiva, a quien ofrecemos flores y nuestro cantar.
De noche vuelvo al barrio de Tapovan. Para el regreso, opto por el tuk-tuk en lugar de caminar. Comparto el vehículo con una familia de Dehradun que no deja de interrogarme. Quieren saber de dónde vengo, por qué estoy aquí, por qué ando sola, qué idioma hablo, a dónde voy. Después toman el bebé que traen en brazos y sin preguntar lo posan en mi regazo y toman una foto. En seguida, todos se amontonan de mi lado mientras el padre toma otra foto más.
Ya en mi habitación, preparo mi equipaje antes de cenar con Amit, mi gurú, mi maestro. Todo está listo, yo estoy lista. Hoy domingo, Ravivāra, digo adiós a Rishikesh.
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1 «Ardor», en sánscrito. Es una de las observancias (niyamas) que se mencionan en los Yoga Sutras de Patanjali. La práctica del tapas está relacionada con la austeridad y la autodisciplina —o control de la voluntad— imprescindibles en la búsqueda de la vida ascética, de manera que la energía no sea gastada en acciones innecesarias.
2 Calasso, Roberto, Ka, Barcelona, España, Editorial Anagrama, S.A., 1999, p.123.