/ lunes 16 de enero de 2023

Cosas pequeñas | Sin poesía no hay planeta

Sé que siempre en esta columna hablamos de animalitos, contaminación y lo mucho que odiamos a los humanos. Pero hoy detendremos nuestras letras para hablar de uno de esos humanos que nos caen bien, no sólo por su también no tan declara animadversión por los humanos, más bien porque sin ser algo a lo que pudiera llamar “amigo”, sí fue una persona que es responsable de que medianamente yo pueda poner los puntos sobre las ies y que esta columna no sea un desastre editorial.

Me refiero a Roberto Cuevas, el veracruzano más queretano que conozco y sin temor a equivocarme, más queretano que muchos queretanos.

A Roberto lo conocí en una de las épocas más productivas y enriquecedoras de mi vida, cuando daba clases en una primaria y secundaria. Ahí él era profesor de español, uno de los más queridos.

Les he de confesar que cuando nos conocimos teníamos una brecha generacional importante ya que yo sólo contaba con 23 años, cuando él ya rondaba -si no mal lo calculo- los 40 y 5 como diría el buen Sabina, pero eso no fue obstáculo para departir buenos momentos.

El primer encuentro fue épico: yo con mi cabello largo, con un look de biólogo marino que no había caído en cuenta que ahora habitaba la ciudad, y Roberto con su característico olor a café y tabaco, con su siempre impecable porte, con camisa muy bien planchada y su bien recortada barba; no olvido que cuando me presenté le dije: “qué onda carnal”, y su respuesta fue algo así como: “¿sabes de donde viene la palabra carnal?”. Y yo con mi cara de: “por supuesto que no”, él muy canónicamente me lo explico terminando con un tajante: “por eso no podemos ser carnales”.

Yo inmediatamente pensé: “que mamón”, pero cuando estaba terminando de pensarlo, él estalló en una tremenda carcajada.

A partir de ahí coincidimos en muchas cosas, como el gusto por los libros, el futbol, un buen café, regañar alumnos, pero también ser una guía para ellos.

Esa etapa duro como 5 años, después migré y la siguiente ocasión que coincidimos fue siendo su alumno de un taller de redacción; ahí él me animo a empezar a escribir más que simples frases e incursione en el cuento y el ensayo con buenos resultados, Roberto siempre fue paciente y crítico cuando revisaba mis textos, cosa que siempre agradecí.

A partir de ahí, los encuentros fueron puntuales, pero siempre llenos de cariño; él siempre me reafirmaba que estaba muy bien que estuviera haciendo lo que me gustaba, que siguiera salvando tortugas.

La última ocasión que nos encontramos fue en un evento, tristemente virtual, pero pude disfrutar el escucharle recitar su poesía. No pude despedirme, no soy de ir a velorios, pero sé que se sabe acompañado por mi mente y ahora mis letras.

Buen viaje Roberto, la poesía no será la misma sin ti, y este planeta perdió a uno de esos pocos humanos que hacen falta.

Sé que siempre en esta columna hablamos de animalitos, contaminación y lo mucho que odiamos a los humanos. Pero hoy detendremos nuestras letras para hablar de uno de esos humanos que nos caen bien, no sólo por su también no tan declara animadversión por los humanos, más bien porque sin ser algo a lo que pudiera llamar “amigo”, sí fue una persona que es responsable de que medianamente yo pueda poner los puntos sobre las ies y que esta columna no sea un desastre editorial.

Me refiero a Roberto Cuevas, el veracruzano más queretano que conozco y sin temor a equivocarme, más queretano que muchos queretanos.

A Roberto lo conocí en una de las épocas más productivas y enriquecedoras de mi vida, cuando daba clases en una primaria y secundaria. Ahí él era profesor de español, uno de los más queridos.

Les he de confesar que cuando nos conocimos teníamos una brecha generacional importante ya que yo sólo contaba con 23 años, cuando él ya rondaba -si no mal lo calculo- los 40 y 5 como diría el buen Sabina, pero eso no fue obstáculo para departir buenos momentos.

El primer encuentro fue épico: yo con mi cabello largo, con un look de biólogo marino que no había caído en cuenta que ahora habitaba la ciudad, y Roberto con su característico olor a café y tabaco, con su siempre impecable porte, con camisa muy bien planchada y su bien recortada barba; no olvido que cuando me presenté le dije: “qué onda carnal”, y su respuesta fue algo así como: “¿sabes de donde viene la palabra carnal?”. Y yo con mi cara de: “por supuesto que no”, él muy canónicamente me lo explico terminando con un tajante: “por eso no podemos ser carnales”.

Yo inmediatamente pensé: “que mamón”, pero cuando estaba terminando de pensarlo, él estalló en una tremenda carcajada.

A partir de ahí coincidimos en muchas cosas, como el gusto por los libros, el futbol, un buen café, regañar alumnos, pero también ser una guía para ellos.

Esa etapa duro como 5 años, después migré y la siguiente ocasión que coincidimos fue siendo su alumno de un taller de redacción; ahí él me animo a empezar a escribir más que simples frases e incursione en el cuento y el ensayo con buenos resultados, Roberto siempre fue paciente y crítico cuando revisaba mis textos, cosa que siempre agradecí.

A partir de ahí, los encuentros fueron puntuales, pero siempre llenos de cariño; él siempre me reafirmaba que estaba muy bien que estuviera haciendo lo que me gustaba, que siguiera salvando tortugas.

La última ocasión que nos encontramos fue en un evento, tristemente virtual, pero pude disfrutar el escucharle recitar su poesía. No pude despedirme, no soy de ir a velorios, pero sé que se sabe acompañado por mi mente y ahora mis letras.

Buen viaje Roberto, la poesía no será la misma sin ti, y este planeta perdió a uno de esos pocos humanos que hacen falta.

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