Miles de matrimonios fracasados aguardan desde hace años a que Filipinas apruebe una ley de divorcio, el único país del mundo donde no está reconocido legalmente, condenados a permanecer unidos, infelices y frustrados, hasta que la muerte los separe.
La situación es especialmente difícil para parejas atrapadas en relaciones tóxicas y víctimas de maltrato dentro del matrimonio, un problema que afecta a una de cada cuatro mujeres en Filipinas, según estadísticas oficiales de 2018.
La otra opción es la nulidad, un trámite engorroso y caro, solo al alcance de familias adineradas: el gasto mínimo ronda los 300 mil pesos (5,000 euros) -que equivale al salario anual de trabajadores de clase media-, aunque puede llegar al millón (17,200 euros), y la decisión final depende de un juez.
La ley del divorcio es una medida largamente esperada por colectivos feministas en Filipinas, que paradójicamente está entre los países más igualitarios de Asia, con salarios equiparables, gobiernos paritarios y leyes avanzadas contra el acoso y la discriminación por género u orientación sexual.
La Conferencia de Obispos Católicos ha expresado reiteradamente su oposición al divorcio, visto como una amenaza a la “santidad del matrimonio y de la familia”, y contrario a la tradición cristiana.
En Filipinas, el país con más católicos de Asia y el tercero del mundo, el divorcio sí está permitido entre las minorías musulmanas e indígenas, “una clara discriminación entre filipinos”, lamentó Mavic Millora, de la plataforma Advocates for Divorce.