Todos los profetas de todos los tiempos y en todos los lugares han señalado sin cesar que es necesario que los pueblos se arrepientan para que sean perdonados de sus pecados. Todas las escrituras sagradas contienen historias y pensamientos de este tipo. La pregunta es si podríamos adaptar dichas historias a los tiempos que vivimos, es decir, si ante la problemática actual podríamos entrar en un acto de contrición, como pedían los profetas, para lograr detener la hecatombe presente generada por la aparición de la pandemia del coronavirus (Covid-19). Más que nada, podríamos entender todas esas narrativas como la vieja historia de la lucha entre el bien y el mal. No tanto porque cambiar de conducta, de manera masiva, pudiera detener una pandemia como la del coronavirus, pero sin duda que si las sociedades fueran capaces de reflexionar sobre sus acciones, de manera consciente y crítica, cambiarían y quizá desaparecerían muchas de las plagas que azotan a las sociedades modernas: la miseria, la pobreza, la explotación, la injusticia, la impunidad, el crimen, las enfermedades y el cambio climático. Pero esta transformación, anhelada desde los principios de la historia y de la cultura, no es sólo cuestión de buenas intenciones, es un asunto de poner los pies en la tierra para comprender que la dinámica de los hechos humanos está sujeta a relaciones de poder económico y político, intereses que han marcado la historia. ¿Tienen solución estos dilemas o no? Esa es la gran pregunta a la que han buscado respuestas filósofos, mesías, profetas, ensayistas. Cientos de hombres y mujeres la han buscado. Lo único que sabemos es que la realidad es lo que es, y en esa dinámica es en donde debemos movernos. Cuestionar para actuar, pensar para resolver, siempre partiendo de la estricta realidad para no derivar en utopías o incluso en distopías que vinieran a terminar en dictaduras opresoras, en donde pagan con la vida millones de seres perseguidos, encarcelados o torturados. Eso no debe pasar más. Cómo lograrlo, cómo enfrentarse a retos como el que plantea la pandemia del coronavirus sin que las libertades ciudadanas se vean amenazadas.
Uno de los grandes logros del ser humano ha sido su capacidad de cooperar y solidarizarse, de unirse unos con otros. Eso es lo único que le ha permitido subsistir, salir adelante y hacer historia, cultura. En la hora que vivimos ese debe ser nuestro gran faro. Sin embargo, qué es lo que estamos viendo: división, soledad, falta de solidaridad, el típico “que cada quien se rasque con sus propias uñas”. La Europa, la vieja Europa, sumida en el egoísmo. El viejo anhelo de un continente fuerte pareciera que jamás se va a cumplir. En el caso de la crisis actual, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, ha cuestionado esta falta de solidaridad europea y ha dicho que: "sin una fuerte solidaridad europea, a nivel sanitario y de presupuesto", no se avanzará. Denunció que "algunos países actúan como si Italia o España fueran responsables de (la pandemia) y son, por el contrario, las primeras víctimas y este virus no perdona a nadie". "Lo que me preocupa es la enfermedad de 'cada uno piense en sí mismo' y, si no estamos unidos, Italia, España y otros países podrían decir con razón a sus socios europeos: ¿dónde estabas mientras estábamos en el frente? No quiero una Europa egoísta y dividida", expresó.
Si abriéramos los ojos, destapáramos las orejas y releyéramos críticamente la historia encontraríamos que es la unión, la cooperación y la solidaridad las que han permitido al ser humano ser lo que es. Es la hora en que no se ha visto un llamado fuerte y contundente de parte de las instituciones internacionales como la ONU para impulsar urgentemente, sin dilaciones, la cooperación internacional y el apoyo a los países pobres. Podemos observar también países que ayudan, pero que condicionan o quieren sacar ventaja política para llevar las aguas a su propio cauce. ¿Qué clase de ayuda es esa? Como atinadamente señala el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han en un artículo aparecido en el diario El País: “El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.”
Debe instrumentarse de inmediato una mesa internacional para abordar esta crisis. Como en toda negociación hay que entender que sentarse a la mesa no es querer llevarse todas las fichas. No se trata de una cooperación a ciegas, sino donde puedan hacerse programas integrales, justos, con ayudas, quitas, préstamos, para salir adelante entendiendo que se está en una situación muy particular. No se trata de hacer negocios, se trata de que todos los países salgan adelante porque en esta era de la globalización –a la que muchos dan por muerta–, la realidad es que las naciones y los seres humanos están más unidos que nunca, y lo que pase en un lugar del planeta repercute en otro. Lo que pasa en las naciones pequeñas debe ser escuchado y atendido en los foros de los poderosos. Qué clase de metáfora estamos viendo al observar a gobernantes como Donald Trump o Jair Bolsonaro que quieren que se regrese a las actividades de inmediato, en donde la vida no importa y aceptan de antemano que muchos morirán. Es verdad, eso puede pasar, pero porqué no establecer un punto medio en donde se privilegie con todo primero la vida, sin descuidar las cuestiones económicas.
Hay que establecer un diálogo permanente entre las naciones más poderosas y las más débiles, pero no con discursos vacíos como hasta ahora. Se reunió apenas el G20 sólo para escuchar discursos guangos, pobres intelectualmente y sin propuestas concretas. Debe buscarse un plan de acción viable e inmediato. No sólo con buenas intenciones, no sólo buscando la ventaja económica y política para extender su dominación. Estamos ante una crisis de grandes dimensiones en donde no sólo, como antes, los ricos serán más ricos y los pobres más pobres, sino que esto puede generar problemas sociales graves en donde a los ricos de poco les sirva su riqueza, y donde los pobres irán con más fuerza por la revancha de la manera que sea.
¿Dónde están los profetas contemporáneos, dónde los estadistas de talla mundial, dónde los líderes, los hombres carismáticos, dónde los que piensan y comprenden, dónde los que organizan? O ¿acaso vivimos tan sólo un tiempo de canallas, acaso sólo estamos rodeados de mequetrefes, populistas y de dictadores? Seguro que no. Es en las grandes crisis en donde se ve de qué está hecho cada quien. Esperemos que junto a la curva de la pandemia que crece exponencialmente cada día, se achate la curva de la injusticia social, y que se eleve también exponencialmente el número de mujeres y hombres talentosos que este momento necesita.