Más duro cruzar todo México que la frontera

Patricia López Núñez

  · sábado 18 de agosto de 2018

MIGRANTES encuentran refugio en el CAMMI. FOTO: Martín Venegas/OEM.

Nos ha tocado muy duro, pero ahí vamos, nos ha tocado dormir en la calle, en los montes, caminar a medianoche en los montes Jorge Luis Betancur Ovando

Con 53 años de edad, Jorge Luis Betancur Ovando dejó Guatemala por segunda ocasión en su vida para buscar ayuda médica en Estados Unidos. En compañía de sus dos sobrinos y un amigo, lleva 15 días de viaje y gastaron ya 15 mil quetzales (37,854 pesos) en el recorrido, para conseguir un tratamiento para el pie diabético porque “he estado a punto de que me quiten las piernas” por la enfermedad.

Mientras espera su turno para bañarse en el Centro de Apoyo Marista al Migrante (CAMMI), cuenta que en Guatemala trabaja en un call center y aunque no le va mal, no puede pagarse el tratamiento que requiere. Hizo este mismo viaje hace 15 años para buscar apoyo para su hijo que padecía craneosinostosis, un desarrollo anormal del cráneo y entonces consiguió un médico, más un patrocinador, que fueron desde Estados Unidos a Guatemala a operar al niño.

Recuerda que hace 15 años México era “más sano”. Ahora muchos albergues ni siquiera abren las puertas o muchos encargados “anotan los números de la familia y llaman a los familiares pidiendo dinero”. Uno de sus sobrinos era asistente de enfermería y el otro técnico en telefonía. Son buenos trabajos, pero el dinero no les alcanzaba.

“Nos urge llegar a la frontera México-Estados Unidos y tratar de cruzar, pero está más duro cruzar todo México que la frontera. En la Ciudad de México tomamos un taxi seguro, compramos el boleto a 125 pesos y cuando íbamos adentro con el taxista nos dijo que teníamos que pagar 300 pesos cada uno. Le dimos 300 pesos y nos bajamos del taxi. 300 pesos más 125 pesos por un recorrido que pudimos hacer a pie en cinco minutos”, relata.

Jorge Luis aclara que no odia a quienes los tratan mal en el camino. “Los bendigo porque así Dios te bendice” y hasta ahora a su grupo le va bien. Espera que así siga hasta cruzar la frontera y siguen las recomendaciones de no ir a prisa, de llegar a Mexicali donde les dicen que no hay mucha operación de los grupos criminales y no hay riesgo de un secuestro.

Viaja con vendas en los pies y toma medicamentos de manera constante para cuidar su diabetes. Los otros tres jóvenes lo esperan cuando no puede caminar más, saben que se tiene que cuidar los pies porque “si hace ampolla, me puede caer gangrena. Vamos despacio, nos sentamos. Dios nos trae bendecidos”.

Hace 15 años conoció al padre Alejandro Solalinde en Oaxaca, donde le ayudó a construir un pozo y su nombre está ahí, pero esta vez no vio al padre, “dicen que ya casi no baja a la casa”, aunque cuenta con orgullo que su nombre sigue ahí, en el pozo que construyó en México.

A Jorge Luis lo acompañan tres jóvenes. José David Monterroso de 28 años de edad, quien era técnico en telecomunicaciones en Guatemala, Rocaena Jarro Ramírez, también de 28 años de edad se dedicaba a la ganadería y Jorge Estuardo Lima, de 25 años, era asistente de enfermería en una clínica. Sus razones para viajar a Estados Unidos son diferentes a la del tío.

“Nos ha tocado muy duro, pero ahí vamos, nos ha tocado dormir en la calle, en los montes, caminar a medianoche en los montes, pero vamos para adelante”, explicó Jorge Luis, quien bromeó un poco con los pantalones que le tocaron porque “son muy suaves” y con algo de pena preguntó si eran de mujer. “¿No te gustan?” preguntaron las voluntarias del CAMMI. “Sí, sí, es que nunca usé unos así en Guatemala”, se apresuró a contestar, para ponerlos con la ropa que usaría después de bañarse.

Jorge es el más joven. Extraña a su familia, pero sabe que ya avanzó bastante y quiere darle mejor vida a sus dos hijos, porque en Guatemala “no se gana mucho y sí se gasta bastante, es un poco difícil mantenernos”.

Pasaron la madrugada del viernes en la calle y sintieron mucho frío, además de hambre, así que se emocionan visiblemente por recibir cobijas y no dejan de ver la comida que les preparan dos voluntarias del CAMMI originarias de Italia.

No se recupera tras deportación.

Desde que perdió su último empleo en un restaurante de mariscos en el estado, Consuelo pasa sus días en el CAMMI. Tiene 62 años y aunque su acta de nacimiento señalaba que nació en Veracruz, se considera “mexicoamericana” porque su mamá era originaria de California y su papá de Oaxaca, pero ambos murieron hace tiempo.

Con una licenciatura en psicopedagogía en la Universidad de las Américas, Consuelo se casó con un inglés y enviudó diez años después. Sin familia, se estableció en Denver durante doce años donde trabajaba en una fábrica hasta diciembre pasado. Un día, al regresar del trabajo alrededor de las 7 de la tarde, la migra la encontró. Tenían dos días buscándola en su trabajo y en su casa, donde la detuvieron antes de entrar.

“Yo tenía mis permisos, pero ahora ya no daban 20 días para sacar el permiso, sino 30 días hábiles y en esos días me agarró la migra. Me metieron a un cuarto, me pegué en la cabeza. Cuando se juntó más gente para México nos mandaron en autobús”, declara.

Estuvo ocho días “en una garita, con muchos otros centroamericanos” y finalmente la deportaron en pleno invierno de Estados Unidos junto con otras 25 personas, entre ellos niñas y niños. Padece hipertensión y diabetes y así llegó a Oaxaca, pero luego intentó establecerse un tiempo en San Cristóbal de las Casas donde la recontrataron un tiempo, hasta que llegó a Querétaro.

En Querétaro consiguió empleo, pero no la renovaron el contrato y eso la llevó a conocer diferentes albergues para migrantes, entre ellos el CAMMI. “Por temporadas trabajo, por temporadas vivo en los albergues, ahorita estoy en situación de calle porque estoy enferma y mi último empleo fue un restaurante de mariscos”, narra.

Igual que el resto de los migrantes, Consuelo recibe apoyo durante el día en el CAMMI donde le brindan atención médica y trata de recuperar los papeles que perdió durante su deportación, como su acta de nacimiento para conseguir un empleo formal que le evite seguir en las calles.