Querétaro es una ciudad profundamente ligada a la leyenda. Acaso por la personalidad de sus habitantes, por el largo ostracismo que la abrigó durante siglos, o por la arraigada religiosidad que le es propia, la historia de esta “santa ciudad de tierra adentro” ha ido caminando de la mano con creencias y suposiciones inalienables.
Desde su fundación, un día como hoy pero de 1531, cuando se dice que, a mitad de aquella batalla incruenta en la loma del Sangremal entre españoles y originarios de estas tierras, apareció en el cielo y a caballo el Apóstol Santiago, en su versión tradicionalmente llamada “mata moros”, para dar el triunfo a los peninsulares e iniciar así una nueva población, que se convertiría, en su momento, en la tercera en importancia del Virreinato.
Más allá de la leyenda, el caso es que este “pueblo de indios” al que denominaron Querétaro, del purépecha “lugar de peñas”, inició un camino en el que se unieron esperanzas y anhelos, y se entrelazaron las costumbres cristianas con las indígenas, lo mismo que sus estilos de vida y hasta su arquitectura.
Abajo del cerro, a partir del Convento Grande San Francisco, una traza rectangular, como era la costumbre de los españoles de la época, y hacia arriba, en los alrededores del mismo Sangremal, las callejuelas serpenteantes y las construcciones sencillas que convivirían con las más ambiciosas de los españoles en un entramado que ayudaría, con el paso del tiempo, a que la Unesco considerara a la ciudad para inscribirla en las listas de patrimonio mundial.
Y desde ahí la leyenda como un camino aledaño al de los hechos contundentes; una historia paralela que fue urdiéndose entre los dichos de los habitantes citadinos, dispuestos a explicar con hechos sobrenaturales lo que quizá podría tener una explicación mucho más sencilla, pero menos interesante.
Querétaro, con su privilegiada ubicación en el paso de la plata, se convirtió, efectivamente, en una de las más importantes de aquella Nueva España, y aquí nacieron, o se afincaron, personajes importantísimos para su devenir, entre los que podrían destacar don Juan Antonio de Urrutia y Arana, que se lanzó a la aventura de construir una de las obras hidráulicas más impresionantes del mundo, o doña Josefa Vergara y Hernández, capaz de donar su amplio peculio en beneficio de los más desprotegidos, o don Juan Caballero y Osio, alcalde primero y sacerdote después, que donó posesiones y construyó edificios religiosos para la ciudad, o Ignacio Mariano de las Casas, constructor, organista y relojero insigne.
Fueron entonces, los de aquellos siglos en los que gobernaba la corona española nuestro territorio, los de más esplendor para un Querétaro rico en arquitectura barroca, en abundancia, en calidad de vida, y por supuesto, en leyendas. Hasta que aquí mismo, apoyados por el mismísimo Corregidor en turno, y por su esposa, los gruesos muros de sus casonas se convertirían en mudos testigos de la conspiración de un grupo de criollos inconformes con lo que pasaba al otro lado del Atlántico y con los privilegios de los españoles de origen. Así Querétaro se convirtió en una de las cunas que dieron origen a la guerra independentista.
Años después de la consumación de la independencia nacional, aquí sería la sepultura del segundo imperio mexicano, con un archiduque enfermo y sitiado que resistió lo que pudo y que fue fusilado con sus más cercanos generales en una pequeña loma llamada Cerro de las Campanas. Tras el largo abandono que la ciudad padeció luego de su protagonismo conservador en aquella triste historia de Maximiliano de Habsburgo, se fueron solidificando, con la complicidad de sus tertulias, las leyendas que le daban color a la historia: el túnel por el que escapó el príncipe europeo, desde La Cruz hasta el cerro donde rindió su espada a Escobedo; la pecaminosa relación de doña Josefa Ortiz de Domínguez con el apuesto militar Ignacio Allende; el contrato de don Bartolo con el diablo y su escalofriante epílogo; los otros túneles y más túneles que atraviesan la ciudad; y años después, el púber enamoramiento de un marqués por una monja de clausura.
Querétaro, de alguna manera, tuvo que cargar con esa condición conservadora, con ese membrete de imperialista, hasta que el esplendor porfiriano la dotó de gustos afrancesados, refinamientos vanos, tertulias y “jamaicas”, paseos a los contornos y un par de ferrocarriles con los que sus pobladores se sintieron más cerca de los designios del dictador. Tras la Revolución y sus tiempos de sobresalto, Venustiano Carranza, amante de sus cercanas aguas y su tranquilidad, le brindó tal relevancia nacional que hasta la convirtió en capital de la República.
Y aquí, en su también porfiriano teatro, los Constituyentes de 1917 le otorgaron al país una Constitución Política que aún, y pese a sus múltiples y constantes reformas, tiene vigencia en lo fundamental. El trascendente hecho permitió nuevamente que Querétaro se convirtiera, una vez más, en la protagonista de la historia nacional.
Pero luego, en buena parte del siglo veinte, aquella ciudad donde se apareció el Apóstol Santiago para dirimir una disputa, se convirtió en una población de paso, en apenas una visión de lejos de su impresionante acueducto o de las muchas cúpulas de sus templos; de una referencia camino de México o del norte, sin mayor relevancia para el turismo. Una condición que se fue revirtiendo, de a mucho, con las inversiones industriales y la llamada “invasión chilanga”, protagonizada por muchísimos residentes de la capital del país que encontraron aquí una mejor y más tranquila forma de vida.
Sin que apenas sus pobladores se dieran cuenta, la ciudad creció de manera desbordante, convirtiéndose en una urbe de más de un millón de habitantes y en uno de los sitios más atractivos para vivir e invertir. La ciudad trocó su tranquilidad de otrora en movimiento vibrante, su olvido en vigencia, su aletargamiento en frenético vivir. Los queretanos pasaron a ser una minoría, pero no se extinguieron, sino que renacieron en nuevas generaciones con padres venidos de fuera.
Y ahí continuaron las leyendas, de la mano de sus habitantes, desdibujadas o magnificadas de boca en boca, o en la voz de los guías de turistas. Su impresionante patrimonio histórico edificado se vio envuelto por edificios y centros comerciales, por fraccionamientos habitacionales y construcciones industriales y empresariales. Sus tierras de cultivo se extinguieron a base de cemento y ladrillo, y las casas habitación se volvieron comercios u hoteles boutique.
Pero ese Querétaro que nació con una incruenta batalla, que reunió en sus cantinas a diputados dispuestos a escribir una nueva ley suprema, que escuchó las bohemias disfrazadas de los conspiradores, que mostró sus cúpulas a los ojos ya casi sin vida de Maximiliano, que le prestó sus mejores momentos a la historia nacional, que aún abriga en la leyenda la explicación de sus incógnitas, está más viva, más radiante y más esperanzadora que nunca.
Hoy Querétaro cumple años y se viste de fiesta.