Desde el mes de marzo, El Salvador ha implementado una política de extrema dureza contras las maras criminales, uno de los principales problemas históricos del país. Como respuesta a un incremento acelerado del número de muertes violentas –que alcanzó las 87 sólo entre el 25 y el 27 de marzo–, el polémico presidente salvadoreño Nayib Bukele declaró la guerra a los “terroristas” e inició una campaña masiva de detenciones que ya superó la cifra de veintiséis mil personas.
Para ello, el Congreso decretó un estado de excepción que restringió garantías constitucionales y otorgó poderes extraordinarios al gobierno y a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Adicionalmente, el gobierno ha implementado reformas penales que elevan las condenas a las bandas e incluso permiten el juicio como adultos a mayores de 12 años, si estos son miembros de maras. Por si fuera poco, el gobierno amenazó con reducir la comida de los detenidos y encarcelados en tanto continúe la ola de violencia de los grupos criminales.
En conjunto, estas decisiones apuntan hacia un deterioro del tejido democrático del país, lo que tiene un doble efecto: por un lado, personalizar aún más el gobierno en la figura del presidente e incrementar políticas cada vez más incompatibles con los Derechos Humanos; por otro lado, aislar al país en una lógica belicista y conspiranoica, que ya le ha llevado a acusar a ONGs y a medios de comunicación de connivencia con las maras por criticar las políticas del gobierno y a un enfriamiento de la relación con Estados Unidos.
América Latina no ha sido ajena a los peligros de implementar políticas de “mano dura” y de “guerra contra el terror”. Sin embargo, para un país como El Salvador, con graves e históricas problemáticas económicas y políticas, esta crisis puede convertirse en un potencial desestabilizador que hunda al país en una escalada autoritaria de difícil retorno.
*Profesor del Departamento de Derecho del Tec de Monterrey Campus Querétaro.
Twitter: @LopezParadela