Con unos 1,4 millones de niños menores de cinco años con malnutrición aguda, Sudán del Sur, lastrado aún por las secuelas de la guerra, se acerca a su peor crisis humanitaria desde su independencia en 2011, según el Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef).
Y los expertos alertan de que esta tendencia todavía está lejos de dar un respiro a los sursudaneses: las temperaturas medias del país han crecido de 1 a 1,5 grados centígrados desde los años setenta, y las temporadas de lluvias son cada vez más impredecibles, creando inundaciones en lugares donde normalmente no se producían.
En noviembre de 2021, los campos de Rebecca Akech, una campesina de 34 años del estado de Bahr el Ghazal del Norte (noroeste), se inundaron por primera vez. Esta agricultora no recordaba nada así. Ni siquiera cuando era una niña.
El agua, rememora Akech, llegó en medio de la noche como una ola incontenible. No paraba de llover. Los niños lloraban porque estaban empapados. Tenían mucho frío. Tenían sueño. Y el pánico obligó a esta mujer a actuar con rapidez.
“El nivel del agua crecía rápidamente -dice Akech a Efe-. En primer lugar, decidimos llevar a los niños a un punto más alto porque temíamos que se ahogasen. Después regresamos para rescatar algunos objetos, como las cacerolas”.
Ahora, sus huertos no son más que una llanura de tierra resquebrajada con algunos arbustos secos. El sol implacable de esta región ha hecho retroceder el agua, pero Akech aún necesitará varios meses para obtener nuevas cosechas.
“Estas inundaciones nos han causado muchos problemas -lamenta la campesina-. No tenemos nada. Durante estos días, lo único que podemos comer son los frutos salvajes que encontramos en el campo. Así es cómo sobrevivimos”.
“Además -continúa-, los pozos han dejado de funcionar. No podemos sacar agua de ellos. Debemos beber de los charcos y los niños tienen diarreas y vómitos”.
LOS QUEJIDOS DEL HAMBRE.
No se escuchan ruidos fuertes en la sala de atención infantil del centro de salud de Panthou, un pueblo pequeño de Bahr el Ghazal del Norte. Esta quietud sólo es interrumpida de vez en cuando por los comentarios breves -apenas unos rumores que duran unos pocos segundos- de las madres que acompañan a sus hijos, sentadas o tumbadas en sus camas. Y por los gemidos ocasionales de los niños.
Los quejidos del hambre son suspiros secos, leves, a menudo acompañados de toses roncas. También duran unos pocos segundos. En una habitación como esta, llena de niños, el silencio se extiende como algo extraño, inusual. Estos chicos delgados ni siquiera lloran porque no tienen energía para hacerlo.
La desnutrición ha robado la vitalidad de Wieu Lual Deng, una niña de siete meses que ahora observa el mundo con una mirada perdida. Su piel está cuarteada y su peso es alarmantemente escaso, síntomas de la malnutrición aguda severa.
Su mamá, Alom Kuot Ayom, la mira con preocupación. “Antes podíamos comer al menos una vez al día, e incluso vendíamos una parte de nuestras cosechas en los mercados -comenta Ayom a Efe-. Pero las inundaciones han destruido todo. Nos hemos quedado sin comida”.
Hace una semana, la hija de Ayom empezó a sufrir diarrea. Su piel estaba cada vez más pegada a sus huesos y Ayom tenía la sensación de que el bebé estaba consumiéndose en sus brazos. La desesperación empujó a esta campesina de 35 años a emprender una travesía de dos días, sin descanso, desde su hogar, un pueblo de cabañas de paja en medio de la nada, hasta este centro de salud.
Esa decisión, aseguran los médicos, ha salvado la vida de la pequeña. Mayom Mel Aguer, uno de los doctores de este centro, ahora mide la anchura de los brazos de Deng. Hace algunas preguntas a su madre. La niña aún está débil, pero responde bien a la medicación. “Se recuperará”, augura el médico con firmeza.
Aguer, como otros trabajadores sanitarios, tiene la sensación de estar inmerso en una carrera contrarreloj: sólo el 7 % de los niños sursudaneses con menos de cinco años comen lo que necesitan para crecer saludables, según datos de Unicef.
“Las inundaciones han sido un golpe duro para todas estas comunidades -lamenta el médico-. Hemos registrado un aumento en los casos de desnutrición. Todas las semanas atendemos a alrededor de cien niños malnutridos”.
EL IMPACTO DE LA CRISIS CLIMÁTICA
El director del Programa Mundial para los Alimentos (PMA) en Sudán del Sur, Matthew Hollingworth, no tiene dudas: esos rostros agotados por el hambre encontrados en Panthou son resultado, asegura, de la emergencia climática.
“No existe absolutamente ninguna duda -explica- de que el cambio climático está teniendo un impacto en las personas de Sudán del Sur. Está desplazando a las personas. Está transformado sus medios de subsistencia. Y está cambiando su capacidad para enfrentarse a problemas como los conflictos o las crisis económicas”.
“Siempre ha habido inundaciones temporales en algunas zonas de Sudán del Sur -añade el cooperante-. Pero, durante los últimos tres años, estas inundaciones alcanzaron magnitudes excepcionales, que no se han observado desde la década de los sesenta. Las predicciones meteorológicas indican que, en 2022, por cuarto año consecutivo, también tendremos niveles extraordinarios de inundaciones”.
Las inundaciones están sacudiendo un país que, después de resistir cerca de cinco décadas de guerras, se tambalea en el borde de un precipicio. La crisis climática se ha sumado a la larguísima lista de problemas que soportan los sursudaneses.
Tanto Hollingworth como la activista climática Nyamach Hoth Mai coinciden en que las nubes no son las únicas responsables de la malnutrición en Sudán del Sur. “La guerra en curso está devastando a nuestro país -dice Mai a Efe-. Las infraestructuras son deficientes en las zonas afectadas. El cambio climático se ha convertido en otro lastre para una nación que intenta trabajar en su reconstrucción”.
Mai no se muerde la lengua para criticar al Estado de Sudán del Sur, incapaz de suministrar los servicios sociales más básicos, como la sanidad o la educación -por ejemplo, cerca del 80 % de la atención sanitaria distribuida en 2017 dependió de las ONG-, pero también señala la responsabilidad de los países enriquecidos.
“No somos emisores de gases contaminantes -indica-. Nuestras emisiones son bajísimas. Pero estamos sufriendo por lo que hacen las naciones industrializadas”.
Para esta activista, es esencial que todos los países caminen en la misma dirección: “La crisis climática -advierte- es real. Nos estamos enfrentando a ella. La observamos con nuestros ojos. La situación está empeorando por momentos. Pero la responsabilidad de este problema no recae en una única nación o persona. La crisis climática perjudica a todos los países, tanto los desarrollados como los que están en vías de desarrollo”.